Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft


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de sus antiguas canciones y de sus destrozadas ropas púrpuras, pero Iranon se mantenía siempre joven, llevando una corona sobre su dorada cabeza al cantar a Aira, agrado del pasado e ilusión del futuro. Entonces una noche llegó a la mísera choza de un anciano pastor, sucio y cargado de hombros, que recogía su pequeño rebaño en una rocosa ladera, sobre un pantano de arenas movedizas. Iranon se dirigió a este hombre, como a otros tantos:

      —¿Sabrías decirme dónde encontrar Aira, la ciudad de mármol y berilo, por donde corre el cristalino Nythra y donde las cascadas del pequeño Kra cantan entre verdes valles y colinas llenas de árboles?

      Y el pastor, al escucharlo, miró larga y curiosamente a Iranon, como recordando algo muy antiguo, y se fijó en cada rasgo del perfil del forastero, en su dorado cabello y en sus hojas de parra. Pero era muy anciano y agitó la cabeza al replicar:

      —Oh forastero, es cierto que he escuchado el nombre de Aira y cuantos otros has mencionado, pero provienen de lo más antiguo de los años. Los oí en mi juventud en boca de un compañero de juegos, un pequeño indigente, perturbado por raros sueños, que era capaz de tejer interminables leyendas sobre la luna y las flores y el viento del oeste. Solíamos reírnos de él a causa de su nacimiento, aunque él creyera ser hijo de un rey. Era apuesto como tú, pero lleno de ideas extrañas y demencia. Se fue siendo muy joven para encontrar a quienes pudieran oír con gusto sus cantos y sueños. ¡Cuán a menudo me cantó sobre lugares que nunca existieron y cosas que nunca serán! Hablaba sin parar de Aira. De Aira y del río Nithra, y de las cascadas del pequeño Kra. Siempre mencionaba que había vivido allí una vez como príncipe, aunque todos conocíamos su origen. Nunca existió la marmórea ciudad de Aira, ni quienes pudieran disfrutar sus extraños cantos, excepto en los sueños de mi antiguo compañero de juegos Iranon, quien ya no está con nosotros.

      Y al anochecer, mientras las estrellas iban apareciendo una tras otra y la luna derramaba sobre el pantano una luz semejante a la que un niño ve vibrar sobre el suelo mientras le mecen para dormirlo, un hombre muy anciano, envuelto en destrozada púrpura y tocado con marchitas hojas de parra, se sumergió en las letales arenas movedizas mirando hacia adelante como si observara las cúpulas doradas de una bella ciudad donde los sueños encuentran comprensión. Y esa noche en el antiguo mundo murieron un poco de la juventud y la belleza.

       The Quest of Iranon: escrito en 1921 y publicado en 1935.

      Al aproximarme a la ciudad sin nombre comprendí que estaba maldita. Avanzaba por un reseco y terrible valle bajo la luz de la luna, y la vi a lo lejos, germinando de las arenas tenebrosamente, como aflora parcialmente un cadáver de una sepultura deshecha. El terror hablaba desde las desgastadas piedras de esta decrépita superviviente del diluvio, de esta pariente ancestral de la pirámide más antigua; y un aura invisible me ahuyentaba y me ordenaba a retroceder ante siniestros y antiguos secretos que ningún hombre debía mirar, ni nadie habría osado a examinar.

      Olvidada en el desierto de Arabia se encuentra la ciudad sin nombre, desmembrada y ruinosa, con sus muros bajos semienterrados en las arenas milenarias. Así debía estar ya, antes de que colocaran en Menfis las primeras piedras, y aun cuando de Babilonia no se habían cocido los ladrillos. No hay leyendas tan remotas que guarden su nombre o la recuerden llena de vitalidad; pero se habla de ella con temor alrededor de las hogueras, y las abuelas murmuran en las tiendas de los jeques sobre ella también, de modo que todas las tribus la evitan sin saber muy bien el motivo. Esta fue la ciudad con la que el poeta demente Abdul Alhazred soñó la noche antes de cantar su verso inexplicable:

      «Que no está muerto lo que yace eternamente

      y con el paso de los eones, aun la muerte puede morir»

      Yo debía haber sabido que los árabes tenían sus razones para evitar la ciudad sin nombre, la ciudad de la que se habla en relatos extraños, pero que no ha visto ningún hombre vivo; sin embargo, desafiándolos, penetré en el desierto inescrutable con mi camello. Solo yo la he visto, y por eso no existe en el mundo otro rostro que ostente las horrendas arrugas que el miedo ha marcado en el mío, ni se estremezca de forma tan terrible cuando el viento de la noche hace retemblar las ventanas. Cuando la descubrí, en la aterradora quietud del sueño interminable, me miró temblorosa por los rayos de una luna fría en medio del calor del desierto. Y al devolverle yo su mirada, olvidé el júbilo de haberla descubierto, y me detuve con mi camello a esperar el amanecer.

      Esperé cuatro horas, hasta que el oriente se volvió gris, se apagaron las estrellas, y el gris se convirtió en una claridad rosácea orlada de oro. Oí un gemido, y vi que se agitaba una tormenta de arena entre las piedras antiguas, aunque el cielo estaba claro y las interminables extensiones del desierto permanecían silentes. Y de repente, por el borde lejano del desierto, surgió el canto resplandeciente del sol, a través de una minúscula tormenta de arena pasajera; y en mi estado febril imaginé que de alguna remota profundidad brotaba un estrépito de música metálica saludando al disco de fuego como Memnon lo saluda desde las orillas del Nilo. Y me resonaban los oídos, y la imaginación me bullía, mientras conducía mi camello lentamente por la arena hasta aquel lugar innominado; lugar que, de todos los hombres vivos, únicamente yo he llegado a ver.

      Y vagué entre los cimientos de las casas y de los edificios, sin encontrar relieves ni inscripciones que hablasen de los hombres —si es que fueron hombres— que habían construido esta ciudad y la habían habitado hacía muchísimo tiempo. La antigüedad del lugar era enferma, por lo que deseé fervientemente descubrir algún signo o clave que probara que había sido hecha efectivamente por seres humanos. Había ciertas dimensiones y proporciones en las ruinas que me producían desasosiego. Llevaba conmigo numerosas herramientas, y cavé mucho entre los muros de los olvidados edificios; pero mis progresos eran lentos y nada de importancia aparecía. Cuando la noche y la luna volvieron de nuevo, el viento frío me trajo un nuevo temor, de forma que no me atreví a quedarme en la ciudad. Y al salir de los antiguos muros para descansar, una pequeña tormenta de arena se levantó a mis espaldas, soplando entre las piedras grises, a pesar de que brillaba la luna, y casi todo el desierto permanecía inmóvil.

      Al amanecer desperté de una cabalgata de pesadillas horribles, y me resonó en los oídos como un tañido metálico. Vi asomar el sol rojizo entre las últimas ráfagas de una pequeña tormenta de arena que flotaba sobre la ciudad sin nombre, haciendo más evidente la quietud del paisaje. Una vez más, me interné en las lúgubres ruinas que abultaban bajo las arenas como un ogro bajo su colcha, y de nuevo cavé en vano en busca de reliquias de la olvidada raza. A mediodía descansé, y dediqué la tarde a señalar los muros, las calles olvidadas y los contornos de los edificios casi desaparecidos. Observé que la ciudad había sido en efecto poderosa, y me pregunté cuáles pudieron ser los orígenes de su grandeza. Me recordaba al esplendor de una edad tan remota que Caldea no podría recordarla, y pensé en Sarnath la Predestinada, ya existente en la tierra de Mnar cuando la humanidad era todavía joven, y en Ib, excavada en la piedra gris antes del surgimiento de los hombres.

      De repente, llegué a un lugar donde la roca del subsuelo emergía de la arena formando un acantilado bajo y vi con alegría lo que parecía prometer nuevos rastros del pueblo antediluviano. Toscamente talladas en la cara del acantilado, aparecían las inequívocas fachadas de varios edificios pequeños o templos bajos, cuyos interiores conservaban quizá numerosos secretos de edades imposiblemente lejanas; aunque las tormentas de arena habían borrado hacía tiempo los relieves que indudablemente exhibieron en su exterior.

      Las oscuras aberturas próximas a mí eran muy bajas y estaban tapadas por las arenas; pero limpié una de ellas con la pala y me introduje a gachas, llevando una antorcha que me revelase los misterios que hubiese. Una vez en el interior, vi que la caverna era en efecto un templo, y descubrí claros signos de la raza que había vivido y practicado su religión antes de que el desierto fuese desierto. No faltaban altares primitivos, pilares y nichos, todo singularmente bajo; y aunque no veía frescos ni esculturas, había muchas piedras extrañas, claramente talladas en forma de símbolos por algún medio artificial. Era muy extraña la baja altura de la cámara cincelada, ya que apenas me permitía estar de rodillas; pero el recinto era tan grande que la antorcha revelaba


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