Novelas completas. Jane Austen

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Novelas completas - Jane Austen


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el amor de Dios, mamá, habla más bajo! ¿Qué ganas con molestar al señor Darcy? Lo único que conseguirás, si lo haces, es quedar mal con su amigo.

      Pero nada de lo que dijo sirvió para algo positivo. La madre continuó exponiendo su parecer con idéntico desparpajo. Elizabeth cada vez se ponía más roja por la vergüenza y el disgusto que estaba teniendo. No podía dejar de mirar a Darcy con frecuencia, aunque cada mirada la convencía más de lo que se estaba fraguando. Darcy rara vez fijaba sus ojos en la madre, pero Elizabeth no dudaba de que su atención estaba pendiente de lo que decían. La expresión de su cara iba gradualmente del desprecio y la indignación a un imperturbable hieratismo.

      Sin embargo, llegó un momento en que la señora Bennet ya no tuvo nada más que contar, y lady Lucas, que había estado mucho tiempo bostezando ante la repetición de felicidades en las que no veía la posibilidad de participar, se entregó a los placeres del pollo y del jamón. Elizabeth respiró. Pero este intervalo de tranquilidad duró muy poco; después de la cena se habló de cantar, y tuvo que pasar por el mal rato de ver que Mary, tras muy pocos ruegos, se disponía a obsequiar a los presentes con su canto. Con miradas significativas y silenciosas súplicas, Elizabeth trató de impedir aquella muestra de condescendencia, pero fue en vano. Mary no podía comprender lo que quería decir. Semejante oportunidad de demostrar su talento la embelesaba, y empezó su canción. Elizabeth no dejaba de mirarla con una penosa sensación, observaba el desarrollo del concierto con una impaciencia que no fue recompensada al final, pues Mary, al recibir entre las manifestaciones de gratitud de su auditorio una leve insinuación para que siguiese, después de una pausa de un minuto, empezó otra canción. Las facultades de Mary no eran lo más adecuado para una exhibición de aquel calibre; tenía poca voz y un estilo amanerado. Elizabeth pasó una auténtica angustia. Miró a Jane para ver cómo lo llevaba ella, pero estaba hablando tranquilamente con Bingley. Miró a las hermanas de este y vio que se hacían señas de burla entre ellas, y a Darcy, que seguía serio e impasible. Miró, por último, a su padre implorando su intervención para que Mary no se pasase toda la noche cantando. Él cogió la indirecta y cuando Mary terminó su segunda canción, dijo en voz alta:

      —Niña, ya es suficiente. Has estado muy bien, nos has deleitado ya suficiente; ahora deja que se luzcan las otras señoritas.

      Mary, aunque fingió que no oía, se quedó un poco turbada. A Elizabeth le dio lástima de ella y sintió que su padre hubiese dicho aquello. Se dio cuenta de que por su inquietud, no había obrado nada bien. Ahora les tocaba cantar a otros.

      —Si yo —dijo entonces Collins— tuviera la fortuna de tener condiciones para el canto, me gustaría mucho regalar a la concurrencia una romanza. Opino que la música es una distracción inocente y totalmente compatible con la profesión de clérigo. No quiero decir, por esto, que esté bien el consagrar demasiado tiempo a la música, pues existe, ciertamente, otras cosas que hay que cuidar. El rector de una parroquia tiene mucho trabajo. En primer lugar tiene que hacer un ajuste de los diezmos que resulte beneficioso para él y no sea una carga para su patrón. Ha de escribir los sermones, y el tiempo que le queda nunca le sobra para los deberes de la parroquia y para el cuidado y mejora de sus feligreses cuyas vidas tiene la obligación de hacer lo más llevaderas posible. Y estimo como cosa de mucha importancia que sea atento y conciliador con todo el mundo, y en especial con aquellos a quienes debe su cargo. Considero que esto es necesario y no puedo tener en buen concepto al hombre que no valorara la ocasión de presentar sus respetos a cualquiera que esté emparentado con la familia de sus benefactores.

      Y con una reverencia al señor Darcy concluyó su discurso pronunciado en voz tan alta que lo oyó la mitad del salón. Muchos se quedaron mirándolo con asombro, muchos sonrieron, pero nadie se había divertido tanto como el señor Bennet, mientras que su esposa alabó en serio a Collins por haber hablado con tanta cordura, y le comentó en un cuchicheo a lady Lucas que era muy buena persona y extremadamente despierto.

      A Elizabeth le parecía que si su familia hubiesen acordado hacer el ridículo en todo lo posible aquella noche, no les habría salido tan bien ni habrían conseguido tanto éxito; y se alegraba mucho de que Bingley y su hermana no se hubiesen enterado de la mitad y de que Bingley no fuese de esa clase de personas que les importa o les molesta la locura de la que hubiese sido testigo. Ya era bastante desventura que las hermanas y Darcy hubiesen tenido la oportunidad de burlarse de su familia; y no sabía qué le resultaba más intolerable: si el silencioso desprecio de Darcy o los insolentes cuchicheos de las damas.

      El resto de la noche transcurrió para ella sin el mayor interés. Collins le desquició los nervios con su empeño en no separarse de ella. Aunque no consiguió convencerla de que bailase con él otra vez, le impidió que bailase con otros. De nada sirvió que le suplicase que fuese a charlar con otras personas y que se ofreciese para presentarle a algunas señoritas de la fiesta. Collins aseguró que el bailar le importaba muy poco y que su principal deseo era hacerse agradable a sus ojos con delicadas atenciones, por lo que había decidido estar a su lado toda la noche. No había nada que discutir ante tales planes. Su amiga la señorita Lucas fue la única que la consoló sentándose a su lado una y otra vez y desviando hacia ella la conversación de Collins.

      Por lo menos así se vio libre de Darcy que, aunque a veces se hallaba a poca distancia de ellos completamente libre, no se acercó a hablarles. Elizabeth lo atribuyó al resultado de sus alusiones a Wickham y se alegró de ello.

      La familia de Longbourn fue la última en abandonar el lugar. La señora Bennet se las arregló para que tuviesen que esperar por los carruajes hasta un cuarto de hora después de haberse marchado todo el mundo, lo cual les permitió darse cuenta de las ganas que tenían algunos de los miembros de la familia Bingley de que se esfumaran. La señora Hurst y su hermana casi no abrieron la boca para otra cosa que para quejarse de cansancio; se les notaba angustiadas por quedarse solas en la casa. Rechazaron todos los intentos de conversación de la señora Bennet y la animación bajó de tono, sin que pudieran elevarla los ampulosos discursos de Collins felicitando a Bingley y a sus hermanas por la elegancia de la fiesta y por la hospitalidad y dulzura con que habían tratado a sus invitados. Darcy no dijo absolutamente nada para él. El señor Bennet, tan callado como él, disfrutaba de la escena. Bingley y Jane estaban juntos y un poco separados de los demás, hablando el uno con el otro. Elizabeth guardó el mismo silencio que la señora Hurst y la señorita Bingley. Incluso Lydia estaba demasiado agotada para poder decir más que “¡Dios mío! ¡Qué cansada estoy!”, acompañada de grandes bostezos.

      Cuando, por fin, se levantaron para despedirse, la señora Bennet insistió con mucha amabilidad en su deseo de ver pronto en Longbourn a toda la familia, se dirigió especialmente a Bingley para comunicarle que se verían muy honrados si un día iba a su casa a almorzar con ellos en familia, sin la etiqueta de una invitación formal. Bingley se lo agradeció encantado y se comprometió de inmediato a aprovechar la primera oportunidad que se le presentase para visitarles, a su regreso de Londres, adonde tenía que ir al día siguiente, aunque no tardaría en estar de regreso.

      La señora Bennet no cabía en sí de gozo y salió de la casa convencida de que contando el tiempo necesario para los preparativos de la celebración, compra de nuevos coches y trajes de boda, iba a ver a su hija instalada en Netherfield dentro de tres o cuatro meses. Con la misma certeza y con considerable, aunque no igual agrado, aguardaba tener pronto otra hija casada con Collins. Elizabeth era a la que menos quería de todas sus hijas, y si bien el pretendiente y la boda colmaban sus deseos para ella, quedaban en la sombra por Bingley y por Netherfield.

      Capítulo XIX

      Al día siguiente, hubo otro suceso en Longbourn. Collins se declaró puntualmente. Resolvió hacerlo sin pérdida de tiempo, pues su permiso expiraba el próximo sábado; y como tenía plena confianza en el éxito, emprendió la tarea de modo cuidadoso y con todas las formalidades que consideraba de rigor en tales circunstancias. Poco después del desayuno encontró juntas a la señora Bennet, a Elizabeth y a una de las hijas menores, y se dirigió a la madre de esta manera:

      —¿Puedo esperar, señora, dado su preocupación por su bella hija Elizabeth, que se me conceda el honor de una entrevista privada con ella, en el transcurso de esta misma mañana?

      Antes


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