Novelas completas. Jane Austen

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Novelas completas - Jane Austen


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compañía. Y todavía así debía dejarlas a fines de esa semana, a pesar de los deseos de ambas partes y sin ninguna restricción en su estancia.

      Elinor echaba la culpa a la madre de Edward de todo lo que había de extraño en su manera de actuar; y era una suerte para ella que él tuviera una madre cuyo carácter le fuera conocido de forma tan imperfecta como para servirle de excusa general frente a todo lo extravagante que pudiera haber en su hijo. Sin embargo, desilusionada y enojada como estaba, y a veces disgustada con la vacilante conducta del joven hacia ella, incluso así tenía la mejor disposición general para otorgar a sus acciones las mismas sinceras concesiones y generosas calificaciones que le habían sido arrancadas con algo más de dificultad por la señora Dashwood cuando se trataba de Willoughby. Su falta de ánimo, de franqueza y de coraje, era atribuida en general a su falta de libertad y a un mejor conocimiento de las disposiciones y planes de la señora Ferrars. La brevedad de su visita, la firmeza de su propósito de irse, se originaban en el mismo atropello a sus inclinaciones, en la misma inevitable necesidad de obedecer a su madre. La antigua y ya conocida lucha entre el deber y el deseo, los padres contra los hijos, era la causa de todo. A Elinor le habría alegrado saber cuándo iban a terminar estas trabas, cuándo iba a terminar esa oposición..., cuándo iba a cambiar la señora Ferrars, dejando a su hijo en libertad para ser feliz. Pero, de tan inútiles deseos estaba obligada a volver, para encontrar alivio, a la renovación de su confianza en el afecto de Edward; al recuerdo de todas las señales de interés que sus miradas o palabras habían dejado escapar mientras estaban en Barton; y, sobre todo, a esa lisonjeadora prueba de ello que él usaba sin tregua alrededor de su dedo.

      —Creo, Edward —manifestó la señora Dashwood mientras desayunaban la última mañana—, que serías más feliz si tuvieras una profesión que ocupara tu tiempo y les diera interés a tus planes y acciones. Ello podría no ser enteramente conveniente para tus amigos: no podrías entregarles tanto de tu tiempo. Pero —agregó con una sonrisa— te verías beneficiado en un aspecto al menos: sabrías adónde dirigirte cuando los dejas.

      —De verdad le aseguro —contestó él— que he pensado mucho en esta cuestión en el mismo sentido en que usted lo hace ahora. Ha sido, es y quizá siempre será una gran desgracia para mí no haber tenido ninguna ocupación a la cual obligatoriamente dedicarme, ninguna profesión que me dé empleo o me ofrezca algo en la línea de la libertad. Pero, por desgracia, mi propia capacidad de comportarme de manera gentil, y la gentileza de mis amigos, han hecho de mí lo que soy: un ser vago, incompetente. Nunca pudimos ponernos de acuerdo en la elección de una profesión. Yo siempre preferí la iglesia, como lo sigo prefiriendo. Pero eso no era suficientemente elegante para mi familia. Ellos recomendaban una carrera militar. Eso era demasiado, demasiado elegante para mí. En cuanto al ejercicio de las leyes, le concedieron la gracia de considerarla una profesión bastante honrada; muchos jóvenes con despachos en alguna Asociación de Abogados de Londres han conseguido una muy buena llegada a los círculos más importantes, y se pasean por la ciudad conduciendo calesas muy a la moda. Pero yo no tenía ninguna afición por las leyes, ni siquiera en esta forma harto menos complicada de ellas que mi familia aprobaba. En cuanto a la marina, tenía la ventaja de ser de buen tono, pero yo ya era demasiado mayor para ingresar a ella cuando se empezó a hablar del tema; y, a la larga, como no había auténtica necesidad de que tuviera una profesión, dado que podía ser igual de garboso y dispendioso con una chaqueta roja sobre los hombros o sin ella, se terminó por decidir que el ocio era lo más ventajoso y honrado; y a los dieciocho años los jóvenes por lo general no están tan ansiosos de tener una ocupación como para resistir las invitaciones de sus amigos a no hacer nada. Ingresé, por tanto, en Oxford, y desde entonces he estado de ocioso, tal como hay que estar.

      —Serán criados —respondió en tono serio— para que sean tan diferentes de mí como sea posible, en sentimientos, acciones, condición, en todo.

      —Vamos, vamos, todo eso no es más que producto de tu depresión, Edward. Estás de humor, y te imaginas que cualquiera que no sea como tú debe ser feliz. Pero recuerda que en algún momento todos sentirán la pena de separarse de los amigos, sin importar cuál sea su educación o estado. Toma conciencia de tu propia felicidad. No careces de nada sino de paciencia... o, para darle un nombre más atractivo, llámala esperanza. Con el tiempo tu madre te garantizará esa libertad que tanto ansías; es su deber, y muy pronto su felicidad será, deberá ser, impedir que toda tu juventud se desperdicie en el disgusto. ¡Cuánto no podrán hacer unos pocos meses!

      —Creo —replicó Edward— que hará falta muchos meses para que me suceda algo bueno.

      Este desánimo, aunque no pudo ser contagiado a la señora Dashwood, aumentó el dolor de todos ellos por la partida de Edward, que muy pronto tuvo lugar, y dejó una incómoda sensación especialmente en Elinor, que necesitó de tiempo y trabajo para sosegarse.

      Pero como había decidido sobreponerse a ella y evitar parecer que sufría más que el resto de su familia ante la marcha del joven, no utilizó los medios tan juiciosamente empleados por Marianne en una ocasión parecida, cuando se entregó a la búsqueda del silencio, la soledad y el ocio para aumentar y hacer permanente su sufrimiento. Sus métodos eran tan diferentes como sus particulares objetivos, e igualmente adecuados a la consecución de ellos.

      Apenas marchó Edward, Elinor se sentó a su mesa de dibujo, se mantuvo ocupada durante todo el día, no buscó ni evitó mencionar su nombre. Pareció prestar el mismo interés cotidiano a las preocupaciones generales de la familia, y si con esta conducta no hizo disminuir su propia tristeza, al menos evitó que aumentara de manera innecesaria, y su madre y hermanas se vieron libres de muchos esfuerzos por su causa.

      Tal conducta, tan exactamente al revés a la de ella, no le parecía a Marianne más meritoria que criticable le había parecido la propia. Del problema del dominio sobre sí misma, dio cuenta con toda facilidad: si era imposible cuando los sentimientos eran fuertes, con los tranquilos no tenía ningún mérito. Que los sentimientos de su hermana eran apacibles, no osaba negarlo, aunque le avergonzaba reconocerlo; y de la fuerza de los propios tenía una prueba incontrovertible, puesto que seguía amando y respetando a esa hermana a pesar de este humillante convencimiento.

      Sin rehuir a su familia o salir de la casa en voluntaria soledad para evitarla o quedarse despierta toda la noche para abandonarse a sus cavilaciones, Elinor descubrió que cada día le ofrecía tiempo suficiente para pensar en Edward, y la conducta de Edward, de todas las facetas imaginables que sus diferentes estados de ánimo en momentos distintos podían producir: con ternura, piedad, aprobación, censura y duda. Abundaban los momentos cuando, si no por la ausencia de su madre y hermanas, al menos por la naturaleza de sus ocupaciones, se imposibilitaba toda conversación entre ellas y sobrevenían todos los efectos de la soledad. Su mente volaba inevitablemente en libertad; sus pensamientos no podían encadenarse a ninguna otra cosa; y el pasado y el futuro relacionados con un tema tan trascendente no podían sino hacérsele presentes, forzar su atención y absorber su memoria, sus reflexiones, su fantasía.

      De una ensoñación de esta clase a la que se había entregado mientras se encontraba sentada ante su mesa de dibujo, la despertó una mañana, poco después de la marcha de Edward, la llegada de algunas visitas. Por casualidad se encontraba sola. El ruido que la puertecilla a la entrada del jardín frente a la casa hacía al cerrarse hizo desviar su mirada hacia la ventana, y vio un gran grupo de personas acercándose a la puerta. Entre ellas estaban sir John y lady Middleton y la señora Jennings; pero había otros dos, un caballero y una dama, que le eran por completo desconocidos. Estaba sentada cerca de la ventana y tan pronto la vio sir John, dejó que el resto de la partida cumpliera con la ceremonia de golpear la puerta y, cruzando por el césped, le hizo abrir el ventanal para conversar en privado, aunque el espacio entre la puerta y la ventana era tan pequeño como para hacer casi imposible hablar en una sin ser escuchado en la otra.

      —Bien —le dijo—, le hemos traído algunos desconocidos. ¿Le parecen bien?

      —¡Shhh! Pueden oírlo.


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