Novelas completas. Jane Austen
Читать онлайн книгу.aunque pocas habían sido las horas gratas pasadas en Londres y ansiosa como estaba desde hacía tanto por alejarse de allí, llegado el momento no pudo evitar una gran pena al decir adiós a la casa donde por última vez había disfrutado de aquellas esperanzas y aquella confianza en Willoughby que ahora se habían apagado para siempre. Tampoco pudo abandonar el lugar en que Willoughby se entregaba a nuevos compromisos y a nuevos planes en los que ella no tendría parte alguna, sin derramar lágrimas amargas.
La satisfacción de Elinor en el momento de la partida fue más positiva. Nada había en Londres que entretuviera sus pensamientos y permaneciera en sus recuerdos; a nadie dejaba atrás de quien separarse para siempre le significara ni un instante de pena; le alegraba liberarse de la persecución de la amistad de Lucy; estaba agradecida por alejar de allí a su hermana sin que se hubiese encontrado con Willoughby desde su matrimonio, y tenía puestas sus esperanzas en lo que unos pocos meses de sosiego en Barton podrían hacer para devolver la paz de espíritu a Marianne, y fortalecer la suya propia.
El viaje transcurrió sin novedad. El segundo día los llevó al querido, o repudiado, condado de Somerset, que así aparecía por turnos en la imaginación de Marianne; y en la mañana del tercer día llegaron a Cleveland.
Cleveland era una casa amplia, de moderna construcción, ubicada en la pendiente de una loma cubierta de pastizales. No tenía parque, pero los jardines eran de buen tamaño; y como cualquier otro lugar de la misma importancia, tenía su monte bajo y su alameda; por un camino de grava lisa que circundaba una plantación se llegaba a la fachada principal de la casa; el césped estaba salpicado de árboles; la casa misma se erguía al resguardo de abetos, serbales y acacias, y todos juntos, mezclados con altos chopos lombardos, constituían una espesa barrera que ocultaba la vista de las habitaciones.
Marianne entró en la casa con el corazón lleno de emoción por saberse a solo ochenta millas de Barton y a no más de treinta de Combe Magna; y antes de haber estado quince minutos entre sus muros, mientras los demás ayudaban a Charlotte, que deseaba mostrarle el niño al ama de llaves, salió de nuevo, escabulléndose por los sinuosos senderos entre los arbustos que acababan de empezar a reverdecer, para alcanzar un montículo distante; y allí, desde un templete griego, su mirada, recorriendo una amplia zona de campiñas hacia el sudeste, pudo posarse tiernamente en las lejanas colinas recortadas contra el horizonte e imaginar que desde sus cumbres se llegaría a divisar Combe Magna.
En tales instantes de preciosa, incomparable angustia, se embriagó en lágrimas de agonía por estar en Cleveland; y al volver por caminos diferentes a la casa, sintiendo el feliz privilegio de gozar de la libertad del campo, de vagar de un lugar a otro en una soberana y lujosa soledad, resolvió entregarse la mayor parte de las horas de todos los días que permanecería con los Palmer al placer de estos vagabundeos solitarios.
Volvió justo a tiempo para unirse a los demás en el instante en que salían de la casa en una excursión por las inmediaciones; y el resto de la mañana pasó rápidamente mientras paseaban con toda calma por el huerto, examinando las enredaderas en flor sobre los muros y escuchando al jardinero lamentarse por las plagas; recorrieron sin apuro el invernadero, donde la pérdida de sus plantas favoritas, incautamente expuestas y quemadas por las heladas, hicieron reír a Charlotte; y visitaron el corral de aves, donde encontró nuevos motivos de regocijo en las rotas esperanzas de la moza: gallinas que abandonaban sus nidos, o se las robaba un zorro, o nidadas de prometedores polluelos que morían antes de su desarrollo.
Como la mañana había estado radiante y sin humedad en el aire, Marianne, con sus proyectos de pasar la mayor parte del tiempo afuera, no pensó que el clima podría cambiar durante su permanencia en Cleveland. Fue una gran decepción, entonces, encontrar que una tenaz lluvia le impedía salir después de la cena. Había confiado en un paseo vespertino al templete griego, y quizá deambular por todo el lugar, y un anochecer nada más que frío o húmedo no la habría acobardado; pero una lluvia densa y persistente ni siquiera a ella podía parecerle un clima seco y agradable para una caminata.
Los de la casa constituían un grupo pequeño, y las horas fueron pasando tranquilamente. La señora Palmer tenía a su hijo y la señora Jennings sus bordados; hablaron de los amigos que habían dejado atrás, organizaron los compromisos de lady Middleton y varias veces se preguntaron si el señor Palmer y el coronel Brandon llegarían más allá de Reading esa noche. Elinor, aunque con escaso interés en la conversación, participaba en ella; y Marianne, que tenía el don de arreglárselas en cualquier casa para llegar a la biblioteca, sin importar cuánto la evitara la familia en general, muy pronto se hizo con un libro.
La señora Palmer no escatimaba nada que su constante buen humor y espíritu amistoso pudieran ofrecer para que sus invitadas se sintieran bien confortablemente. La franqueza y cordialidad de su trato compensaba la falta de compostura y elegancia que con frecuencia la hacía fallar en las formalidades de la cortesía; conquistaba con su afabilidad, acreditada por su rostro tan atractivo; sus necedades, aunque evidentes, no desagradaban porque no era orgullosa; y Elinor le habría podido perdonar cualquier cosa, excepto su risa.
La llegada de los dos caballeros al día siguiente, a una cena muy tardía, aportó un grato aumento de la concurrencia y una muy bienvenida variación en las conversaciones, que una larga mañana bajo la misma lluvia sostenida había reducido a niveles muy ínfimos.
Elinor había visto tan poco al señor Palmer, y en ese poco había visto tanta diversidad en su trato a su hermana y a ella misma, que no sabía qué esperar de él al encontrarlo en su propia familia. Lo que encontró, sin embargo, fue un comportamiento totalmente caballeroso hacia todos sus invitados, y solo en ocasiones áspero con su esposa y la madre de ella; lo encontró muy capaz de ser una agradable compañía, y lo único que le impedía serlo siempre era una excesiva capacidad de sentirse tan superior a la gente en general como debía creerse con respecto de la señora Jennings y de Charlotte. En cuanto a los restantes aspectos de su carácter y hábitos, no mostraban, hasta donde Elinor alcanzaba a percibir, ningún rasgo extraño en personas de su sexo y edad. Le gustaba una buena mesa, pero no era puntual; quería a su hijo, pero fingía desdén; y haraganeaba en la mesa de billar durante las mañanas en vez de dedicarlas a los negocios. En conjunto, sin embargo, a Elinor le complacía mucho más de lo que había esperado, y en su corazón no lamentaba que no le pudiera gustar más: no lamentaba que la observación de su epicureísmo, su egoísmo y su presunción la llevaran a descansar con gusto en el recuerdo del generoso temple de Edward, sus gustos sencillos y tímidos sentimientos.
En esos días Elinor recibió noticias de Edward, o al menos de algunos sucesos relacionados con sus intereses, a través del coronel Brandon, que hacía poco había estado en Dorsetshire y que, dirigiéndose a ella al mismo tiempo como amiga desinteresada del señor Ferrars y gentil confidente suya, le conversaba largamente sobre la rectoría de Delaford, describía sus fallos y le contaba qué pensaba hacer para afrontarlos. Su conducta hacia ella en esto, al igual que en todo lo demás; su sincero placer en verla tras una ausencia de tan solo diez días; su disposición a conversar con ella y su respeto por sus opiniones, bien podían justificar que la señora Jennings estuviera convencida de que la quería, y quizá hasta habría bastado para que Elinor también lo sospechara si no creyera, como desde el comienzo, que Marianne seguía siendo su auténtica predilecta. Pero tal como eran las cosas, esa idea no se le habría pasado por la mente de no ser por las insinuaciones de la señora Jennings; y entre las dos, Elinor no podía evitar creerse mejor observadora: ella observaba los ojos del coronel, en tanto la señora Jennings solo pensaba en su conducta; y mientras sus miradas de ansiosa inquietud cuando Marianne comenzó a sentir los primeros síntomas de un fuerte resfriado manifestados en dolores de cabeza y de garganta, al no estar expresadas en palabras escapaban totalmente a la observación de la señora Jennings, ella podía descubrir en sus ojos los vivos sentimientos y la innecesaria ansia de un enamorado.
Dos encantadoras caminatas vespertinas al tercer y cuarto día de su estancia allí, no solo por la grava seca entre los arbustos sino por todo el ámbito, y sobre todo por los rincones más alejados, donde había algo más de vida silvestre que en el resto, donde los árboles eran más viejos y la hierba más larga y húmeda, habían producido en Marianne con la ayuda de la grandísima imprudencia de quedarse con las medias y