Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По


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Su figura, asombrosamente delgada y muy por encima de la estatura común, podía distinguirse gracias al gastado traje negro que la envolvía y cuyo corte pertenecía al estilo del siglo pasado. No podía dudarse que aquel atuendo había estado designado a una persona mucho más pequeña que su actual usuario. Los tobillos y las muñecas quedaban descubiertos en una extensión de varios centímetros. Sin embargo, dos brillantísimas hebillas en los zapatos, parecían contradecir la extrema pobreza que mostraba el resto del atavío. Tenía la cabeza cubierta y era absolutamente calvo, aunque del occipucio le colgaba una cola de enorme extensión. Un par de anteojos verdes, con cristales a ambos lados, protegían sus ojos de la luz y también impedían que Bon-Bon pudiera identificar de qué color y forma eran. No se observaba evidencia alguna de una camisa, pero una corbata blanca muy sucia asomaba esmeradamente anudada en la garganta, y las puntas, que colgaban gravemente, transmitían la impresión (y me atrevo a señalar que no era con intención) de que se trataba de un sacerdote. Muchos otros detalles, tanto de su vestimenta como de su comportamiento contribuían, por cierto, a reforzar esa impresión. Sobre su oreja izquierda, a la manera de los modernos pasantes, llevaba un instrumento que recordaba el stylus de los antiguos. En el bolsillo superior de la chaqueta se veía con claridad un librito negro con broches de acero. El libro estaba puesto de tal forma que, casualmente o no, permitía leer en letras blancas sobre el lomo el título Rituel Catholique.

      La apariencia del personaje era agradablemente melancólica y de una blancura cadavérica. La frente, muy alta, estaba profusamente surcada por las arrugas de la contemplación. Las comisuras de los labios caían hacia abajo, con una expresión de humildad totalmente servil. Tenía igualmente, mientras caminaba hacia nuestro héroe, una forma de juntar las manos, una manera de suspirar y un aspecto general de tan absoluta santidad, que impresionaba de la manera más amable. Todo rasgo de ira se desvaneció del rostro del metafísico una vez que hubo terminado favorablemente el análisis de su visitante y apretando amigablemente su mano, lo llevó a un sillón.

      Sería un gran error atribuir este repentino cambio de humor del filósofo a cualquier razón que podía haber influido en su estado de ánimo. Hasta donde logré conocer su carácter, Pierre Bon-Bon era el hombre menos propenso a dejarse llevar por las apariencias exteriores, aunque estas fueran de lo más estimables. Además, era improbable que un observador tan perspicaz de los hombres y las cosas no hubiera notado, de inmediato, el verdadero carácter del interlocutor que así se abría paso en su refugio. Por no decir más, la forma de los pies del invitado era bastante notable, en su cabeza apenas sostenía un sombrero excesivamente alto, en la parte de atrás de sus calzones se notaba una nerviosa vibración y el temblor del faldón de su chaqueta era algo fuertemente visible. Se debe considerar, pues, la satisfacción con la cual se encontró nuestro héroe ante la imprevista compañía de alguien hacia quien había experimentado el más absoluto de los respetos todo el tiempo. No obstante, era demasiado diplomático para que se le escapara la más mínima señal de que sabía la verdad. No era su propósito manifestar que reconocía el alto honor que disfrutaba tan inesperadamente, sino que se planteaba estimular a su huésped para que en el transcurso de una conversación, le permitiera esclarecer algunas ideas éticas importantes, las cuales, una vez incorporadas en su próxima publicación, iluminarían a la humanidad, perpetuando de paso a su autor. Y bien podría añadir, que la larga edad del visitante, así como su amplio dominio de la ciencia moral, permitían imaginar que no dejaría de estar enterado de tales ideas.

      Motivado por tan altos ideales, nuestro héroe invitó a sentarse al hidalgo visitante, mientras arrojaba nuevos maderos al fuego e instalaba sobre la mesa, ya colocada en su posición original, algunas botellas de Mousseux. Terminadas presurosamente estas acciones, colocó su sillón vis-à-vis con el de su visitante y aguardó a que este último comenzara la conversación. Pero los planes, aun los más diestramente procesados, pueden verse fracasados al ser aplicados y el restaurateur quedó atónito frente a las primeras palabras de su interlocutor.

      —Bon-Bon, —dijo— puedo ver que me reconoce. ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo! ¡Ju, ju, ju!

      Y el demonio, abandonando bruscamente la santidad de su aspecto, abrió su boca de oreja a oreja en toda su capacidad para mostrar una dentadura estropeada, pero terriblemente puntiaguda y, mientras colocaba su cabeza hacia atrás, comenzó a reír larga y ruidosamente, con perversidad, con un resonar poderoso, mientras el perro negro, arrinconado, se sumaba al clamor, y el gato, escapando a la carrera, se erizaba y chillaba desde el rincón más lejano de la morada.

      Pero nada de esto fue copiado por el filósofo. Él era un hombre de mundo y no aulló como el perro, ni delató su estremecimiento con maullidos como el gato. Vale atestiguar que estaba bastante asombrado al ver que las letras blancas que componían las palabras Rituel Catholique, sobre el libro que se veía en el bolsillo de su huésped, cambiaban súbitamente de color y de significado, y que en lugar del título original las palabras Registre des Condamnés fulguraban con rojo resplandor. Esta extraordinaria circunstancia le dio a la respuesta de Bon-Bon una inflexión un tanto imprecisa que, de lo contrario, suponemos no hubiera tenido.

      —Pues sí, señor —dijo el filósofo—. Pues sí, señor… para hablar con franqueza… creo que usted es… palabra de honor… que es el di… quiero decir que, según creo, tengo una ligera… muy ligera idea de la gran distinción que…

      —¡Oh, claro! ¡Sí, perfectamente! —interrumpió su Majestad—. ¡Usted, no diga nada más! ¡Puedo darme cuenta!

      Y, retirando sus anteojos verdes, limpió esmeradamente los cristales con la manga de su chaqueta y los puso en su bolsillo.

      Si Bon-Bon se había sorprendido por el episodio del libro, su sorpresa aumentó enormemente ante el espectáculo que se desplegó ante él. Al levantar la vista, lleno de curiosidad por saber el color de los de su huésped, descubrió que no eran negros, como había imaginado; ni grises, como podía haberlo pensado; ni castaños o azules, ni amarillos o rojos, ni purpúreos o blancos, ni verdes… ni de ningún color existente en los cielos, en la tierra o en las aguas. Para resumir, no solo Bon-Bon descubrió abiertamente que su Majestad no tenía ojos de ningún tipo, sino que fue imposible descubrir el menor indicio de que hubieran existido en otro momento, pues el lugar donde debían estar era tan solo —me veo obligado a señalarlo— una superficie de carne lisa.

      No estaba en la naturaleza del metafísico inhibirse de hacer ciertas preguntas sobre el origen de tan extraño fenómeno, y la respuesta de su Majestad fue tan rápida como seria y placentera.

      —¡Ojos! ¡Mi estimado Bon-Bon … ojos! ¿Mencionó usted ojos? ¡Oh, sí! ¡Ya veo! Me imagino que las tontas imágenes que circulan sobre mí le han dado una errónea idea de mi aspecto personal… ¡Ojos! Pierre Bon-Bon, los ojos están perfectamente bien en su lugar correspondiente… Usted creerá que ese lugar es la cabeza. Estaría bien, si se trata de la cabeza de un gusano. Del mismo modo, para usted tales órganos son imprescindibles… Pero ya lo persuadiré yo de que mi visión es más aguda que la suya. Hay un gato en esa esquina… un hermoso gato… ¿lo ve usted? Obsérvelo con atención. Pues dígame, Bon-Bon, ¿usted logra contemplar sus pensamientos… he dicho los pensamientos… las ideas y las reflexiones que surgen del pericráneo de ese gato? ¡Ahí está… usted no lo ve! Pues ese gato está pensando que nos embelesamos con el largo de su cola y con la profundidad de su mente. Acaba de alcanzar la conclusión de que yo soy un elegante eclesiástico y de que usted es el más frívolo de los metafísicos. Pues, ya ve que de ciego no tengo nada, pero para un ser con mi oficio, los ojos que usted conoce solo serían una molestia y permanecerían en constante peligro de ser extirpados por una horquilla de tostar o un removedor de brea. Reconozco que para usted esos elementos ópticos son necesarios. Esfuércese por usarlos bien, Bon-Bon, por mi parte, mi visión es el alma.

      Después de esto el visitante se sirvió vino y llenó otro vaso para Bon-Bon, lo invitó a disfrutarlo sin escrúpulos y a sentirse divinamente en su casa.

      —Un libro muy agudo el suyo, Pierre —prosiguió su Majestad, dándole una palmada de complicidad en la espalda, una vez que nuestro amigo vació su vaso en atención al pedido de su visitante—. Palabra de honor. Es un libro muy astuto. Un libro como los que a mí me gusta leer…


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