Cuentos completos. Эдгар Аллан По
Читать онлайн книгу.antes y que formaba parte de la cárcel de la vieja república frente a la ventana de la marquesa, una silueta envuelta en una capa emergió a los rayos de luz proyectados por las antorchas, y deteniéndose un instante sobre el borde del muro, se lanzó al canal de cabeza. Cuando un momento después reapareció con el chiquillo en sus brazos, aun vivo y respirando, sobre el enlosado de mármol al lado de la marquesa, con el peso del agua que la empapaba, su capa se desprendió, cayendo a sus pies en pliegues, y los espectadores, extraordinariamente asombrados, descubrieron la atractiva presencia de un hombre joven, cuyo nombre tenía mucha resonancia en Europa.
El salvador se quedó callado. Sin embargo, ¿y la marquesa?... ¿Cogerá al niño? ¿Lo estrechará contra su pecho? ¿Lo llenará de caricias? Pero, ¡ay! los que han tomado al niño del extranjero son los brazos de otro, los brazos de otro se lo llevaron dentro del palacio. Repetimos, ¿y la marquesa?... Sus labios tiemblan, sus bellos labios. Las lágrimas brotan de sus ojos, aquellos ojos que igual que el canto de Plinio son “casi líquidos y suaves”. Sí, sus ojos son invadidos por las lágrimas. La mujer se estremece completamente desde lo más profundo de su ser y la estatua regresa a la vida. La lividez de su rostro, la turgencia de su pecho blanco, la misma pureza de sus pies de mármol, vemos cómo se cubren de repente de un carmín incontrolable y un suave temblor sacude su frágil cuerpo como el delicado aire de Nápoles agita entre la hierba los plateados lirios.
¿Por qué la dama se ruborizó de esa manera? No hay respuesta para esta pregunta, a no ser que su corazón maternal no haya recordado colocar unas chinelas en sus pequeños pies y un ropaje más adecuado sobre sus hombros venecianos. ¿Qué otro posible motivo podría haber sido el origen de su sonrojo? ¿A qué, sino a esto, se podría deber la mirada de esos ojos que parecían rogar desesperadamente? ¿Cuál, en otro caso, sería la causa del desacostumbrado latir de su pecho o la convulsiva agitación de su mano, de esa mano que de forma accidental quedó en la del forastero al tiempo que Mentoni entraba nuevamente en el palacio? ¿Qué motivo podía tener el sonido apagado, característicamente quedo, de su voz, cuando susurró estas palabras sin sentido, que la mujer dijo rápidamente cuando se despidió?
—“Me venciste —dijo ella, si es que no me engañó el murmullo del agua—; tú venciste. Nos encontraremos una hora después de que amanezca. ¡Así sea!”
Ya había cesado el tumulto; las luces en el interior del palacio se habían apagado y el forastero, a quien entonces reconocí, seguía solo sobre las losas. Tembló con una agitación incontenible y sus ojos miraron alrededor del canal, buscando una góndola. Yo no podía menos de ofrecerle el servicio de la mía y él aceptó con mucha cortesía. Después de conseguir en el desembarcadero un remo nuevo, continuamos por el canal hasta su residencia, mientras él con rapidez recuperaba el control de sí mismo y hablaba de nuestro leve encuentro anterior, aparentemente en términos de enorme amabilidad.
Hay algunos temas en los que me gusta ser meticuloso. El forastero (y permítaseme mencionar con este título a quien para todos aun era un forastero); el forastero era uno de estos temas. En tamaño, más bien podía haber sido considerado por debajo de la estatura media, a pesar de que en los instantes de intensa pasión su silueta verdaderamente crecía, y se puede dar crédito a esta aseveración. La tenue y casi delgada simetría de su persona prometía más esa decidida acción que demostró en el Puente de los Suspiros que esa otra fuerza hercúlea de la que se sabe había hecho gala sin esfuerzo alguno en otra oportunidad de necesidad más peligrosa. Su barbilla y su boca eran las de un semidiós; sus ojos, raros, fluidos y enormes; sus tonos variaban desde el más resplandeciente castaño al más intenso azabache. Su frente, de un ancho inusitado, resplandecía en ocasiones con el brillo intenso del marfil y su cabello era negro y rizado. El conjunto de sus facciones tenía una regularidad clásica nunca igualada, con excepción del caso del emperador Cómodo. Con todo, su rostro era uno de esos que todos los hombres vemos en algún instante de nuestras existencias y que nunca volvemos a ver. No poseía ninguna particularidad, o sea, no tenía ninguna expresión sobresaliente para que quedara fija en la memoria; un rostro visto y olvidado en un momento, pero olvidado con un impreciso e incesante deseo de recordarlo nuevamente. No se trata de que el espíritu de cada pasión efímera dejara en cualquier momento su nítida imagen sobre el espejo de aquel rostro, sino que aquel espejo, como los espejos verdaderos, no retenía huella de la pasión cuando esta se había esfumado.
Cuando lo dejé la noche de nuestra aventura él me pidió, de una manera que me pareció imperiosa, que a la mañana siguiente lo visitara muy temprano. Me encontré, como convenimos, poco después del amanecer en su Palazzo, uno de esos inmensos edificios de una sombría y, fantástica pompa, que se elevaba sobre las aguas del Gran Canal, en las proximidades del Rialto. Subiendo una ancha y curva escalera de mosaico, fui llevado a una estancia cuyo resplandor sin igual me asombró al abrir la puerta, dejándome ciego y aturdido ante su lujo.
Sí, sabía que mi amigo era rico. Se había conversado de sus posesiones en términos que yo me había arriesgado a llamar absurdamente exagerados. Sin embargo, cuando miraba a mi alrededor me daba cuenta de que la riqueza de cualquier persona en Europa no podía haber proporcionado los medios para la principesca fastuosidad que lucía y resplandecía por todos lados.
A pesar de que, como dije antes, ya había amanecido, la estancia aun seguía espléndidamente iluminada. De esta circunstancia, como del aire de extenuación de mi amigo, pude deducir que este no había dormido en toda la noche. En la decoración de la cámara y en la arquitectura se advertía evidente intención de admirar y asombrar. Se había prestado atención a eso que en decoración recibe el nombre de conservación o armonía de las normas nacionales. De un sitio a otro, el ojo vagaba sin detenerse en nada ni en las grotescas pinturas griegas, ni en las esculturas de las mejores épocas italianas, ni en las inmensas tallas del arte más antiguo de los egipcios. Por todas partes, ricos tapices temblaban por la vibración de una música sutil y melancólica, cuya procedencia no se podía descubrir. Los sentidos se colmaban de aromas contradictorios y mezclados que se exhalaban de incensarios raramente labrados, junto con muchas llamas y lenguas de fuego color violeta y esmeralda. A través de las ventanas, los rayos del sol recién salido se reflejaban en el conjunto, que solamente tenían una sola lámina de vidrio color escarlata. Resplandeciendo aquí y allá, con múltiples matices, y entre cortinas que, como cataratas de plata fundida, caían en pliegues desde las cornisas, los relámpagos de gloria natural, mezclados finalmente de manera caprichosa con la luz artificial, se esparcían confusamente en tenues tonalidades encima de una alfombra de rico oro de Chile de apariencia líquida.
—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!... —rio el propietario cuando entré en el cuarto, señalándome que tomara asiento y haciéndolo él mismo sobre una otomana cuan largo era—. Veo —dijo, notando que yo no lograba encajar completamente la holgura de tan particular acogida—; me doy cuenta de que usted está asombrado de mi estancia, de mis estatuas, de mis pinturas, de la originalidad de conceptos en lo que respecta a tapices y arquitectura. Totalmente embriagado por mi magnificencia, ¿eh? Pero discúlpeme, mi apreciado señor (aquí su tono se hizo más amable), discúlpeme por mis risas poco compasivas. ¡Usted parecía usted tan sorprendido! Además, hay cosas tan cómicas, que un ser humano no tiene más remedio que reír o fallecer. La muerte más gloriosa de todas debe ser morir riendo. Como usted recordará, sir Thomas More, un caballero sumamente educado, falleció riendo. En las Absurdities, de Ravisius Textor, también existe una larga lista de personas que tuvieron el mismo maravilloso final. Usted sabe —siguió pensativo— que en Esparta, al oeste de la ciudadela, entre un caos de ruinas apenas perceptibles, hay una clase de zócalo sobre el cual aun son visibles las letras:
ΛΑΣΜ
Forman parte de la palabra completa, sin duda:
ΙΕΛΑΣΜΑ
Ahora bien, en Esparta había un millar de capillas y templos dedicados a un millar de divinidades distintas. ¡Qué raro es que el altar de la Risa sea el que ha sobrevivido a todos los otros! Pero en el presente ejemplo —continuó con una particular alteración de voz y expresión— yo no tengo ningún derecho a reírme a su costa. Es muy lógico que usted se haya sorprendido. Europa no puede producir algo tan bello como esto: mi pequeño salón real. Las otras estancias no son de ninguna manera parecidas a estas,