Cuentos completos. Эдгар Аллан По

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Cuentos completos - Эдгар Аллан По


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¡A través de la rojiza visión, que le permite la única ventana sin cortinas, se observa el más espantoso de los fuegos!

      Le pauvre Duc! No podía dejar de imaginar que las gloriosas, las voluptuosas, las eternas melodías que llenaban aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y transformándose por la magia de las encantadas ventanas, eran los sollozos y los lamentos de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está allí? ¡Es él, el Petit-maître… No, la Deidad… sentado como si estuviera tallado en mármol, et qui sourit, con su rostro pálido, si amèrement!

      Mais il faut agir… cabe señalar que un francés nunca se desmaya de golpe. Además, a su Gracia le desagrada hacer escenas… De l’Omelette ha recuperado todo su dominio. Ha visto unos espadines sobre la mesa y algunas dagas. El duque estudió con B…; il avait tué ses six hommes. Por lo que, il peut s’échapper. Tomó dos armas y, con espléndida gracia, ofreció la elección a su Majestad. Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!

      Mais il joue! ¡Estupenda idea! Su Gracia siempre tuvo una memoria magnífica. Alguna vez leyó Le Diable, del abate Gualtier. Allí se menciona que le Diable n’ose pas refuser un jeu d’écarté.

      ¡Pero las posibilidades… las posibilidades! Son remotas y desesperadas, es verdad, aunque apenas más desesperadas que el mismo duque. Además, ¿no sabía el secreto? ¿No había leído al Père Le Brun? ¿No era socio del Club Vingt-et-un? Si je perds —dice— je serai deux fois perdu… seré dos veces condenado… voilà tout! (entonces su Gracia se encogió de hombros.) Si je gagne, je reviendrai à mes ortolons… que les cartes soient préparées!

      Su Gracia era todo cuidado, todo atención, y su Majestad, todo confianza. Un observador hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia solo pensaba en su juego. Su Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.

      Se distribuyeron las cartas. Se dio vuelta la primera. ¡El rey! ¡No… era la reina! Su Majestad maldijo sus galas masculinas. De l’Omelette se llevó la mano al corazón.

      Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba lentamente, sonriendo, bebiendo vino. El duque ocultó una carta.

      —C’est à vous de faire —dijo su Majestad, cortando. Su Gracia se inclinó, barajó las cartas y se levantó en presentant le Roi.

      Su Majestad pareció acongojado.

      Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque aseguró a su oponente mientras se despedía de él, que s’il n’eût été de l’Omelette il n’aurait point d’objection d’être le Diable.

      “¡Horror! ¡Perro! ¡Baptiste! ¡El pájaro! ¡Ah, Dios mío! ¡Pobre pájaro al que has desprovisto de sus plumas, y me lo has servido sin papel!”.

      Cuento de Jerusalén

      Intensos rigidam in frontem ascendere canos passus erat...

      Lucano

      Un grosero aburrido

      —Vamos rápido hacia las murallas —dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Levi y a Simeón el Fariseo, el día diez del mes de Taammuz del año tres mil novecientos cuarenta y uno del mundo—; vamos rápido hacia las murallas que están cerca de la puerta de Benjamín en la ciudad de David, que dominan el campamento de los no circuncisos, porque es la cuarta hora de la cuarta vigilia y el sol ha salido, y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben estar aguardando por nosotros con los corderos para el sacrificio. Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Levi eran los Gizbarims o subrecaudadores de las ofrendas en la ciudad santa de Jerusalén.

      —Tienes razón —respondió el fariseo—, vamos rápido; porque esta esplendidez es asombrosa en los gentiles, y la falta de constancia siempre ha sido un atributo de los devotos de Baal.

      —Que son inconstantes y que son intrigantes es tan verdadero como el Pentateuco —dijo Buzi-Ben-Levi—, pero eso describe únicamente al pueblo de Adonai.

      ¿Se vio alguna vez que los amonitas lucharan en contra de sus propios intereses? Me parece que no son tan generosos al darnos corderos para el altar del Señor a cambio de treinta siclos de plata por cada uno.

      —Pero te olvidas, Ben-Levi —respondió Abel-Phittim— que Pompeyo, que es el romano impío que acorrala ahora la ciudad del Altísimo, no está seguro de que usemos los corderos comprados para ofrendar el altar y de que los usemos, en cambio, para el sustento del cuerpo más que para sustento del espíritu.

      —Pero ¡por los cinco pelos de mi barba! —exclamó el fariseo, que pertenecía a la hermandad de los Dashers (un pequeño grupo de santos cuya manera de magullarse y lacerar sus pies contra el suelo era desde tiempo atrás una espina y un reproche para los practicantes menos celosos, un inconveniente para los caminantes menos iluminados)—, ¡por los cinco pelos de mi barba que, como sacerdote, no puedo cortar!, ¿hemos subsistido para ver el día en que un fanático y sacrílego romano nos va a acusar de satisfacer los apetitos de la carne con las cosas más santas y ofrendadas? ¿Hemos subsistido para ver el día en que...?

      —Dejemos de pensar en las razones del filisteo —interrumpió Abel-Phittim—, porque ahora, por primera vez, sacaremos provecho de su avaricia o de su generosidad, pero vayamos pronto hacia las murallas, no sea que nos falten las ofrendas para el altar, cuyo fuego no podrá extinguir jamás la lluvia del cielo, y cuyas columnas de humo no podrá derribar ninguna tempestad.

      El lugar de la ciudad hacia el que se dirigían nuestros dignos gizbarims, y que llevaba el nombre de su arquitecto, el rey David, era tenido como el barrio mejor fortificado de Jerusalén; estaba ubicado sobre la pendiente y elevada colina de Sión. En ese lugar un foso ancho, profundo y circular, tallado en la roca sólida, era guarnecido por una muralla de gran fortaleza, levantada sobre su borde interior. Esta muralla estaba engalanada, a espacios regulares, por cuadradas torres de mármol blanco. La más baja medía sesenta codos y la más alta ciento veinte. Sin embargo, muy cerca de la puerta de Benjamín, la muralla se interrumpía al borde del foso y entre la base de la puerta y el nivel de la zanja, perpendicularmente, se alzaba una roca de doscientos cincuenta codos de altura, que formaba parte del inclinado monte Moriah. Por ello, cuando Simeón y sus compañeros alcanzaron la cima de la torre Adoni-Bezek —la más alta de todas las que circundan Jerusalén y lugar indicado para deliberar con el ejército agresor—, vieron abajo el campamento del enemigo desde una altura mayor, por muchos pies, a la Gran Pirámide de Guiza y, solo en pocos, al templo de Bel.

      —Ciertamente, los no circuncisos son como la arena a la orilla del mar o como las langostas en el desierto —dijo el fariseo, mientras experimentaba vértigo al mirar hacia abajo—. El valle del Rey se ha convertido en el valle de Adommin.

      —Y sin embargo —señalo Ben-Levi—, no te será posible señalarme un filisteo… no, ni uno solo, desde Aleph hasta Tau, desde el desierto hasta las murallas, que parezca ser más grande que la letra Jod.

      —¡Bajen la cesta con los siclos de plata! —gritó entonces un soldado romano con una voz ruda y áspera que parecía brotar de las regiones de Plutón—. Bajen la cesta con esa moneda maldita que daña la boca de un noble romano cuando la enuncia. ¿Así le muestran su gratitud a nuestro supremo Pompeyo, quien, gentilmente, ha consentido en oír sus caprichos idólatras? El dios Febo, que sí es un verdadero dios, ha iniciado su marcha en el carro hace una hora, y ¿no tenían que estar sobre las murallas a la salida del sol? ¡Aedepol! ¿Piensan ustedes que nosotros, los conquistadores del mundo, no tenemos nada más que hacer que negociar en cada muralla con los perros de la tierra? ¡Bajen esa cesta! Se los repito, y fíjense bien que su oropel tenga el brillo y el peso exactos.

      —¡El Elohim! —vociferó el fariseo, mientras los rudos acentos del centurión resonaban por el precipicio e iban a morir contra el templo—. ¡El Elohim! ¿A quién invoca el blasfemo? ¿Quién es ese dios Febo? Buzi-Ben-Levi, tú que eres conocedor de las leyes de los gentiles y que has permanecido entre los que se manchan con los Teraphims, ¿será Nergal de quién habla el idólatra, o de Ashimah, o de


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