Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle

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Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle


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de sus dos visitantes.

      —Escuchen —exclamó al fin, caminando hacia ellos—. Cuando mi hija los llame pueden venir, pero hasta entonces no quiero ver por aquí sus caras.

      Los dos jóvenes mormones quedaron asombrados. Aquella pugna que sostenían entre sí por la doncella constituía a sus ojos el más alto honor para la joven y para el padre.

      —Esta habitación tiene dos salidas —les gritó Ferrier—: una es la puerta, y la otra, la ventana. ¿Cuál de las dos les apetece?

      Su rostro moreno tenía una expresión tal de ferocidad, y sus enjutas manos parecían tan amenazadoras, que sus visitantes se pusieron en pie de un salto y emprendieron una retirada presurosa. El anciano granjero los siguió hasta la puerta.

      —Cuando se hayan puesto de acuerdo sobre cuál de los dos ha de ser, me lo comunican —dijo burlonamente.

      —Pagará usted esto muy caro —gritó Stangerson, blanco de furor—. Ha desafiado usted al Profeta y al Consejo de los Cuatro. Le pesará hasta el fin de sus días.

      —La mano del Señor se asentará pesadamente sobre usted —le gritó el joven Drebber—. ¡Se alzará y lo aplastará!

      —Yo mismo empezaré el aplastamiento —exclamó Ferrier, furioso.

      Y si Lucy no le hubiera cogido del brazo y se lo hubiera impedido, habría corrido escaleras arriba en busca de su escopeta. Antes que el padre pudiera desembarazarse de su hija, el ruido de los caballos le advirtió que ellos estaban ya fuera de su alcance.

      —¡Los muy canallas jovenzuelos! —exclamó enjugándose el sudor de la frente—. Muchacha, preferiría verte enterrada antes que convertida en mujer de ninguno de los dos.

      —Y yo también, padre —contestó ella, cándida—. Pero Jefferson no tardará en estar aquí.

      —Sí. No tardará mucho en venir. Cuanto antes, mejor, porque ignoramos qué medida tomarán a continuación.

      Ya era hora de que alguien capaz de prestar ayuda y de aconsejar, acudiese en socorro del anciano y valiente granjero y de su hija adoptiva. En toda la historia de la colonia no existía un caso de desobediencia tan flagrante a la autoridad de los ancianos. Cuando las faltas pequeñas se castigaban con tal rigor, ¿qué suerte le esperaba a aquel archi-rebelde? Ferrier sabía que de nada iban a servir su riqueza y su posición social. Otros tan ricos y tan bien conocidos como él habían desaparecido de pronto, pasando sus bienes a manos de la Iglesia. Era un hombre valeroso, pero temblaba pensando en las amenazas pavorosas, vagas y confusas que se le venían encima. Era capaz de hacer frente con la boca apretada a cualquier peligro conocido, pero aquella incertidumbre le resultaba enervante. Aun así, ocultó sus miedos a su hija, intentando dar poca importancia a todo el asunto, aunque Lucy, con la mirada penetrante del amor, advertía claramente la intranquilidad de su padre.

      Ferrier esperaba recibir algún mensaje o reconvención de Young a propósito de su comportamiento, y no se equivocaba, aunque llegó de una manera que no se esperaba. Con gran sorpresa suya, al levantarse al día siguiente por la mañana encontró un papelito prendido en la colcha con un alfiler, justamente encima de su pecho. En él se leía, escrito con grandes letras desmañadas, lo siguiente:

      “Se te dan veintinueve días para que te corrijas, y después... ”

      Los puntos suspensivos inspiraban mayor miedo que cualquier amenaza. Lo que a John Ferrier le produjo un vivo desasosiego fue el suponer cómo pudo ser introducido aquel aviso en su habitación, porque la servidumbre dormía en una dependencia apartada de la casa y las puertas y ventanas se hallaban bien cerradas. Nada dijo a su hija y arrugó en su mano el papel, pero aquel incidente le heló el corazón. Estaba claro que los veintinueve días eran lo que restaban del mes que Young le había prometido. ¿De qué servían la fortaleza y el valor contra un enemigo armado de poderes tan misteriosos? La misma mano que había prendido el alfiler habría podido atravesarle el corazón, y él no hubiera sabido nunca quién lo había matado.

      Mayor aún fue su asombro a la mañana siguiente. Se hallaban sentados desayunando, cuando de pronto Lucy dio un grito de sorpresa y señaló hacia arriba. En el centro del techo, garrapateado quizá con un palo quemado, se veía el número veintiocho. Aquello resultaba ininteligible para su hija, que no le encontró ningún sentido. Aquella noche, Ferrier permaneció levantado e hizo ronda y guardia, armado de su escopeta. Nada vio ni oyó, pero por la mañana encontró pintado en la parte exterior de la puerta de la casa un gran número veintisiete.

      Así fueron pasando los días, y con la misma certeza con que llegaban las mañanas descubría Ferrier que sus invisibles enemigos habían hecho su anotación marcando en algún sitio visible el número de días que le quedaban del mes de gracia. Algunas veces los números fatídicos aparecían en las paredes, otras, en los suelos, y de cuando en cuando, en pequeños rótulos pegados en la puerta del jardín o en la verja. A pesar de toda su vigilancia, John Ferrier no llegaba a descubrir de qué manera le llegaban aquellas advertencias. Al descubrirlas se apoderaba de él un espanto que llegaba casi a ser supersticioso. Llegó a estar ojeroso y desasosegado, tomando sus ojos la expresión turbia de un animal acosado. Ya no tenía en la vida sino una sola esperanza, y esta era la de que llegase el joven cazador de Nevada.

      El número veinte se hizo quince, y el quince, diez, y aún no había noticias del ausente. Uno tras otro, los números iban empequeñeciendo, y aún no había señales suyas. Cada vez que se oía en la carretera el pataleo del caballo de un jinete, o cada vez que un carretero gritaba a su tiro, el anciano granjero corría a la puerta exterior pensando que al fin le llegaba el socorro. Pero al ver que el cinco se convertía en cuatro, y el cuatro, en tres, perdió todos los ánimos y perdió toda esperanza de salvación. Abandonado a sí mismo, y con reducido conocimiento de las montañas que rodeaban la colina, tenía la certidumbre de su impotencia. Los caminos más concurridos se hallaban sometidos a estricta guardia y vigilancia, y nadie podía circular por ellos sin orden expresa del Consejo. Adondequiera que se regresase, no veía modo de esquivar el golpe que le amenazaba. Pero, a pesar de todo, ni un momento vaciló el anciano en su resolución de perder la vida antes de consentir en lo que él creía que era una deshonra para su hija.

      Estaba solo una tarde, meditando profundamente en sus dificultades y buscando en vano una salida de las mismas. Aquella mañana había aparecido en la pared de su casa el número dos, y el día siguiente sería el postrero del plazo otorgado. ¿Qué pasaría entonces? Toda clase de fantasías confusas y terribles llenaban su imaginación. Y su hija, ¿qué sería de ella después de la desaparición del padre? ¿No había manera de escapar de la red invisible que los envolvía? Ferrier dejó caer la cabeza sobre la mesa y sollozó al pensar en su impotencia.

      ¿Qué era aquello? Había oído en medio del silencio un ruido como si arañasen suavemente, muy bajito, pero con toda claridad, en el silencio de la noche. Era en la puerta de la casa. Ferrier salió al vestíbulo sin hacer el menor ruido y escuchó con gran atención. Durante unos momentos hubo una pausa y luego se repitió aquel ruido suave e insidioso. Con seguridad que alguien daba blandos golpecitos. En uno de los paneles de la puerta. ¿Sería algún asesino de medianoche que venía a poner en ejecución las órdenes criminales del tribunal secreto? ¿O sería algún enviado que estaba escribiendo la notificación de que había llegado el último día de gracia? John Ferrier tuvo el sentimiento de que era preferible la muerte inmediata a aquella expectación que le quebrantaba los nervios y le helaba el corazón. Saltó hacia adelante, corrió el cerrojo y abrió de par en par la puerta.

      Todo estaba en calma y en silencio en el exterior. La noche era tranquila y las estrellas centelleaban brillantes en lo alto. El jardincillo frontero estaba allí ante los ojos de Ferrier, limitado por la cerca y la puerta exterior; pero ni allí ni en la carretera se divisaba ningún ser humano. Ferrier miró a derecha e izquierda con un suspiro de alivio, hasta que, dirigiendo por casualidad la mirada al suelo, vio con asombro, delante de sus propios pies, boca abajo en el suelo, el cuerpo de un joven con los brazos y las piernas abiertos a todo lo que daban de sí.

      Aquella visión lo alteró de tal manera, que tuvo que apoyarse contra la pared, llevándose la mano


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