Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle

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Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle


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alguien, prefiero que sea con un hombre estudioso y de costumbres tranquilas. No me siento lo suficientemente fuerte todavía para soportar mucho ruido o excesivo barullo. Con lo que tuve que aguantar en Afganistán, tengo para todo lo que me resta de vida normal. ¿Existe algún modo de que yo conozca a ese amigo suyo?

      —Seguramente está en el laboratorio en este momento —me respondió—. Hay épocas en que no aparece por el laboratorio durante semanas, y luego otras en que no se va de ahí desde que sale al sol hasta la noche. Podríamos ir los dos en coche después de comer, si así lo quiere.

      —Cuente con eso —le dije.

      Y luego empezamos a hablar de cualquier otra cosa.

      Después de dejar el Holborn y mientras nos dirigíamos al hospital, Stamford me iba comentando un poco más del caballero que me parecía adecuado como compañero de habitación.

      —Eso sí, no me eche la culpa si acaso no se lleva bien con él —me dijo—. Lo que sé es por haberlo tratado alguna que otra vez en el laboratorio. A usted le ha parecido buena idea y le pido que no me haga responsable si no sale bien.

      —Si no nos llevamos bien, será cosa fácil de solucionar —comenté—. Me está pareciendo, Stamford, que tiene usted alguna razón para querer lavarse las manos en este apartado —agregué, clavando la mirada en mi compañero—. ¿Acaso es una persona terriblemente destemplada, o qué? Hábleme directamente.

      —Es difícil explicarlo —me contestó, riéndose—. Para mi gusto, Holmes es un poco expresivamente científico. Casi roza la insensibilidad. Puedo incluso imaginarlo dando a un amigo suyo un pellizco del alcaloide vegetal más moderno, y eso no por malquerencia, compréndame, sino por puro espíritu investigador que desea formarse una idea exacta de los efectos de la droga. Para ser justo, creo que él mismo la tomaría con idéntica naturalidad. Por lo que se ve, su pasión es lo concreto y exacto en materia de conocimientos.

      —Y tiene muchísima razón.

      —Sí, pero esa condición se puede desbocar. Toma, desde luego, una forma bastante chocante si llega hasta a golpear con un palo a los cadáveres en los cuartos de disección.

      —¡Apalear a los cadáveres!

      —Sí, con el objeto de ver qué clase de magullamientos se pueden producir después de la muerte del sujeto. Se lo he visto hacer con mis propios ojos.

      —¿Y dice usted que no estudia medicina?

      —No. ¡Vaya usted a saber qué busca con sus estudios! Pero ya hemos llegado, y es usted mismo quien debe formar sus propias apreciaciones acerca de esta persona.

      Mientras hablaba, nos metimos por un camino estrecho y cruzamos una pequeña puerta lateral por la que se entraba en una de las alas del gran hospital. Todo aquello me resultaba familiar, y no necesité que me guiasen cuando subimos por la adusta escalera de piedra ni cuando avanzamos por el largo pasillo que ofrecía un panorama de muro enjalbegado y puertas color castaño. Hacia el extremo del pasillo arrancaba un corredor, abovedado y de poca altura, por el que se llegaba al laboratorio de química.

      Se trataba de una sala de techo muy alto, llena por todas partes de frascos alineados en las paredes y dispersos por el suelo. Aquí y allá, anchas mesas de poca altura, erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen de llamas azules onduladas. Un solo estudiante había en la habitación, y estaba absorto en su trabajo, inclinado sobre una mesa apartada. Al ruido de nuestros pasos, se volvió a mirar y se puso en pie con una exclamación de placer.

      —¡He dado con ello! ¡He dado! —gritó a mi acompañante, y vino corriendo hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. Descubrí un reactivo que es precipitado por la hemoglobina y nada más que por la hemoglobina.

      Los rasgos de su cara no habrían irradiado deleite más grande si hubiese descubierto una mina de oro.

      —Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —dijo Stamford, haciendo las presentaciones.

      —¿Cómo está usted? —dijo cordialmente, apretando mi mano con una fuerza que yo habría estado lejos de suponerle—. Por lo que veo, ha estado usted en Afganistán.

      —¿Cómo demonios lo sabe usted? —pregunté, asombrado.

      —No se preocupe —dijo él, riendo por lo bajo—. De lo que ahora se trata es de la hemoglobina. Usted comprende, sin duda, todo el sentido de este hallazgo mío, ¿verdad?

      —No hay duda de que químicamente es una cosa interesante —contesté—. Ahora que prácticamente…

      —Pero, ¡hombre, si es el descubrimiento de mayores consecuencias prácticas hecho en muchos años en la medicina legal! Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre, ¡venga usted a verlo!

      Era tal su interés, que me cogió de la manga de mi americana y me llevó hasta la mesa en que había estado trabajando.

      —Hagámonos con algo de sangre reciente —dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo dentro de una probeta de laboratorio la gota de sangre que extrajo del pinchazo—. Y ahora, voy a mezclar esta pequeña cantidad de sangre con un litro de agua, fíjese en que la mezcla resultante presenta la apariencia del agua pura. La proporción en que está la sangre no excederá de uno a un millón. Pues, con todo y con ello, estoy seguro de que podemos obtener la reacción característica.

      Mientras hablaba, echó en la vasija unos pocos cristales blancos, agregando luego unas gotas de un líquido transparente. La mezcla tomó inmediatamente un color caoba apagado, y apareció en el fondo de la vasija de cristal un polvo de color pardusco.

      —¡Ajá! —exclamó, palmoteando y tan feliz como niño con un juguete nuevo—. ¿Qué me puede decir usted a eso?

      —Parece una demostración muy sutil —le dije.

      —¡Magnífica! ¡Magnífica! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy burda e insegura. Y lo mismo ocurre con la búsqueda microscópica de corpúsculos de la sangre. Esta última demostración es inocua si las manchas datan de algunas horas. Pues bien: esta mía actúa, según parece, con igual eficacia si la sangre es vieja o si la sangre es reciente. De haber estado ya inventada esta demostración, centenares de personas que hoy se pasean por las calles habrían pagado hace tiempo la pena debida a sus crímenes.

      —¡Ah! ¿Sí? —murmuré yo.

      —Todas las causas criminales giran constantemente sobre este único punto. Meses después de haber cometido un crimen, recaen las sospechas sobre un individuo determinado. Se revisan sus trajes y sus prendas interiores, y se descubren en unos y otras algunas manchas parduscas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de roña, de fruta o de qué? He ahí la pregunta que ha dejado sumido en el desconcierto a más de un técnico. ¿Por qué? Pues porque no se dispone de una prueba demostrativa segura. De hoy en adelante, disponemos ya de la prueba de Sherlock Holmes, y no habrá ninguna dificultad.

      Le brillaban los ojos al hablar, puso la palma de la mano sobre su corazón y se inclinó igual que si correspondiera a los aplausos de una multitud surgida al conjuro de su imaginación.

      —Usted merece que se le felicite —fue la observación que yo hice, muy sorprendido ante aquel entusiasmo suyo.

      —¿Recuerda el año pasado en Fráncfort el caso de Von Bischoff? Si hubiera existido esta prueba, le habrían ahorcado, con toda seguridad. Hemos tenido también el de Mason, de Bradford, y el tan famoso de Muller y Lefévre, de Montpellier, y el de Samson, de Nueva Orleans. Podría citar una veintena de casos en los que hubiera sido determinante.

      —Parece usted un calendario viviente del crimen —dijo Stamford sonriendo—. Podría iniciar una publicación siguiendo esa línea general y titularla Noticiario policíaco de antaño.

      —Puede ser una lectura muy interesante —hizo notar Sherlock Holmes pegando un pedacito de parche sobre el pinchazo del dedo. Luego se volvió sonriente hacia mí—. Es necesario que yo tenga cuidado, porque manejo venenos con


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