Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle

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Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle


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dentro de una o dos horas —fue lo único que dije.

      —Muy bien. Buena suerte. Pero, oiga: si va a cruzar el río, podría aprovechar para devolver a Toby, porque ya no creo que lo necesitemos para nada.

      De manera que me llevé a nuestro chucho y lo dejé, junto con medio soberano, en casa del viejo naturalista de Pinchin Lane. En Camberwell encontré a la señorita Morstan un poco fatigada tras sus aventuras nocturnas, pero ansiosa por escuchar las noticias. También la señora Forrester se moría de curiosidad. Les conté todo lo que habíamos hecho, omitiendo, sin embargo, las partes más siniestras de la tragedia. Por ejemplo, aunque les hablé de la muerte del señor Sholto, no les dije nada del método exacto empleado. Sin embargo, aun con todas mis omisiones, había material suficiente para sobresaltarlas y asombrarlas.

      —¡Es una novela! —exclamó la señora Forrester—. Una dama agraviada, un tesoro de medio millón, un caníbal negro y un rufián con pata de palo. Vienen a sustituir a los convencionales dragón y malvado conde.

      —Y dos caballeros andantes al rescate —añadió la señorita Morstan, dirigiéndome una mirada iluminada.

      —Caramba, Mary, del resultado de esta búsqueda depende tu fortuna. Me parece que no estás lo bastante emocionada. ¡Imagínate lo que debe ser hacerte rica y tener el mundo a tus pies.

      Sentí un ligero estremecimiento de alegría en mi corazón al observar que aquel prospecto no provocaba en ella ninguna muestra de entusiasmo. Por el contrario, levantó su orgullosa cabeza como si aquel asunto fuese de poco interés.

      —Lo que sí me preocupa es el señor Thaddeus Sholto —dijo—. Todo lo demás carece de importancia. Pero creo que él se ha portado en todo momento como un hombre absolutamente decente y honorable, y nuestro deber es librarlo de esa terrible e infundada acusación.

      Estaba ya anocheciendo cuando me marché de Camberwell y cuando llegué a casa era completamente de noche. El libro y la pipa de mi compañero estaban junto a su sillón, pero él se había esfumado. Eché un vistazo con la esperanza de encontrar una nota, pero no había ninguna.

      —¿Ha salido el señor Holmes? —le pregunté a la señora Hudson cuando entró para bajar las persianas.

      —No, señor. Está en su habitación. ¿Sabe usted, señor? —dijo, bajando la voz hasta convertirla en un impresionante susurro—. Temo por su salud.

      —¿Por qué dice eso, señora Hudson?

      —¡Es que es tan raro! Cuando se marchó usted, se puso a andar de un lado a otro, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que llegué a hartarme de oír sus pasos. Luego le oí hablar y cuchichear solo, y cada vez que sonaba el timbre salía a la escalera a preguntar: “¿Quién es, señora Hudson?”. Y ahora se ha metido en su cuarto, dando un portazo, pero le oigo pasear lo mismo que antes. Ojalá no se ponga enfermo, señor. Me atreví a decirle algo sobre tomar un calmante y me miró con una mirada que no sé ni cómo pude salir de la habitación.

      —No creo que haya motivos para preocuparse, señora Hudson —respondí—. Ya lo he visto así otras veces. Tiene algún asunto en la cabeza que no le deja tranquilo.

      Procuré hablar con nuestra estupenda casera en tono despreocupado, pero yo mismo empecé a preocuparme, porque durante toda la larga noche seguí oyendo de vez en cuando el sonido apagado de sus pasos, y comprendí que su espíritu inquieto se rebelaba con todas sus fuerzas contra aquella inactividad involuntaria.

      A la hora del desayuno lo encontré fatigado y ojeroso, con un toque de color febril en las mejillas.

      —Se está usted destrozando, amigo mío —comenté—. Le he oído deambulando toda la noche.

      —Es que no podía dormir —respondió—. Este problema infernal me está consumiendo. ¡Mira que quedarnos atascados en un obstáculo tan insignificante, después de haber superado todo lo demás! Conozco a los hombres, la lancha, todo..., y sin embargo, no me llegan noticias. He puesto en acción a otros agentes y he empleado todos los medios a mi disposición.

      Se ha buscado en todo el río por las dos orillas y no hay novedades, y tampoco la señora Smith ha sabido nada de su marido. De seguir así, habrá que llegar a la conclusión de que han echado a pique la lancha. Pero existen objeciones a esta hipótesis.

      —Puede que la señora Smith nos haya mandado tras una pista falsa.

      —No, creo que eso podemos descartarlo. He hecho averiguaciones y existe una lancha que responde a la descripción.

      —¿Y no podría haber ido río arriba?

      —También he considerado esa posibilidad, y tengo un grupo encargado de buscar hasta Richmond. Si hoy no llegan noticias, mañana me pondré en acción personalmente, y buscaré a los hombres en vez de buscar la lancha. Pero seguro, seguro, que hoy sabremos algo.

      Sin embargo, no fue así. No nos llegó ni una palabra, ni de parte de Wiggins ni de los demás agentes. En casi todos los periódicos se publicaron artículos acerca de la tragedia de Norwood, y todos se mostraban bastante hostiles respecto al desdichado Thaddeus Sholto. Pero en ninguno de ellos se aportaban nuevos detalles, excepto que al día siguiente tendría lugar la investigación judicial. Por la tarde me acerqué paseando hasta Camberwell para informar a las señoras de nuestra falta de éxito, y a mi regreso encontré a Holmes abatido y de bastante mal humor. Apenas se dignó responder a mis preguntas y estuvo toda la noche ocupado en un abstruso análisis químico que incluía mucho calentamiento de retortas y destilación de vapores, culminando en un olor tan desagradable que casi me expulsó del apartamento. Hasta las primeras horas de la madrugada estuve oyendo el tintineo de sus tubos de ensayo, que me indicaba que continuaba enfrascado en su maloliente experimento.

      Empezaba a amanecer cuando me desperté sobresaltado y me sorprendió verlo de pie junto a mi cama, vestido con toscas ropas de marinero, con chaquetón y una áspera bufanda roja al cuello.

      —Me voy río abajo, Watson —dijo—. He estado dándole vueltas al asunto y no veo más que una salida. En cualquier caso, vale la pena intentarlo.

      —Seguro podré ir con usted, ¿no? —pregunté.

      —No; será usted mucho más útil si se queda aquí en representación mía. No me hace gracia marcharme, porque es muy posible que llegue algún mensaje durante el día, aunque anoche Wiggins se mostró bastante pesimista. Quiero que abra usted todas las notas y telegramas que lleguen, y actúe según su propio criterio si llega alguna noticia. ¿Puedo contar con usted?

      —Ciertamente.

      —Me temo que no podrá telegrafiarme, porque no puedo decirle dónde voy a estar. Pero si tengo suerte, no estaré fuera mucho tiempo. Y tendré noticias de una u otra clase cuando regrese.

      No había sabido nada de él para la hora del desayuno. Pero al abrir el Standard encontré publicada una nueva alusión al caso:

      “Con respecto a la tragedia de Upper Norwood, tenemos motivos para creer que el asunto promete ser aun más complicado y misterioso de lo que se suponía en principio. Nuevas averiguaciones han demostrado que es completamente imposible que el señor Thaddeus Sholto estuviera implicado en modo alguno. Tanto él como el ama de llaves, la señora Bernstone, fueron puestos en libertad ayer por la tarde. No obstante, se cree que la policía dispone de una pista acerca de los verdaderos culpables, que está siendo seguida por el inspector Athelney Jones, de Scotland Yard, con toda la energía y sagacidad que le han hecho famoso. Se esperan nuevas detenciones en cualquier momento”.

      “Hasta cierto punto, esto marcha bien —pensé—. Por lo menos, el amigo Sholto está a salvo. Me pregunto cuál será esa nueva pista, aunque más parece una fórmula estereotipada para decir que la policía ha cometido un error”.

      Dejé el periódico sobre la mesa, pero en aquel momento mis ojos se fijaron en un anuncio de la sección de personales. Decía así:

      “DESAPARECIDO.— Mordecai Smith, barquero, y su hijo Jim zarparon del embarcadero de


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