Erebus. Michael Palin
Читать онлайн книгу.
«Palin revive con pasión la historia del Erebus […] con un estilo marcado por suaves toques de ingenio.»
The Guardian
«Un libro increíble […]. La historia del Erebus es la gran epopeya ártica que todos esperábamos».
Nicholas Crane
«Maravilloso […]. No quería que terminara.»
Bill Bryson
«Magistral […]. Una crónica llena de energía, ingenio y humanidad de una historia que ha atraído a la humanidad desde la década de 1840.»
The Times
«Una lectura cautivadora […]. Gracias a su minuciosa investigación y a una pluma excelente, Palin recrea de forma muy gráfica la historia del Erebus.»
Sunday Times
Para Albert y Rose
Y desde luego nada es más fácil para un hombre que, como suele decirse, ha «surcado los mares» con afecto y veneración que evocar en la parte baja del Támesis el gran espíritu del pasado. La marea, en su flujo y reflujo constantes, rinde incesantemente sus servicios poblada por los recuerdos de barcos y hombres a los que ha llevado al descanso del hogar o a las penalidades y batallas del mar […], desde el Golden Hind, que regresó con sus curvos flancos llenos de tesoros […], hasta el Erebus y el Terror, llamados a otras conquistas y que nunca regresaron.
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas,traducción de Miguel Temprano García
Introducción
Las medias de Hooker
Con solo veintidós años, Joseph Dalton Hooker se unió a la tripulación del HMS Erebus como cirujano adjunto. Se convertiría en uno de los grandes botánicos del siglo xix.
Siempre me han fascinado las historias sobre el mar. Descubrí las novelas de Horatio Hornblower, escritas por C. S. Forester, cuando tan solo tenía once o doce años, y recorrí todas las bibliotecas de Sheffield por si tenían alguna que no hubiera leído. En busca de emociones más fuertes, pasé a Mar cruel, de Nicholas Monsarrat, uno de los libros que más me impresionaron cuando era niño, y eso a pesar de que solo me permitieron leer la edición «cadete» del texto, en la que habían eliminado todas las escenas con contenido sexual. En la década de 1950 se produjo una avalancha de películas sobre la Marina Real y la guerra: The Sea Shall Not Have Them, Above Us the Waves o El infierno de los héroes. Estas eran historias de heroísmo, agallas y supervivencia donde los personajes lo tenían todo en contra. A menos que estuvieran en la sala de máquinas, claro.
La suerte quiso que, mucho más adelante en mi vida, pasara una gran cantidad de tiempo en barcos, por lo general lejos de casa, con la única compañía de un equipo de cámaras de la BBC y una de las novelas de Patrick O’Brian. En distintos momentos, he estado a bordo de un crucero italiano, hojeando frenéticamente mi Defiéndete en árabe mientras nos acercábamos a la costa de Egipto, y, en el golfo Pérsico, fui víctima de un virulento ataque de diarrea en un barco cuyo único retrete era un barril que colgaba a popa. He hecho rafting de aguas blancas bajo las cataratas Victoria y pescado peces espada (para después soltarlos) en la corriente del Golfo, a la que Hemingway llamó «el gran río azul». Me han llevado directamente contra la pared de un cañón en una moto acuática en Nueva Zelanda y he fregado las cubiertas de un carguero yugoslavo en el golfo de Bengala. Nada de esto me ha amilanado. Hay algo en el contacto entre el barco y el agua que me parece muy natural y reconfortante. Después de todo, emergimos del mar y, como dijo en una ocasión el presidente Kennedy, «hay sal en nuestras venas, en nuestro sudor y en nuestras lágrimas. Estamos unidos al océano. Y cuando volvemos al océano […], regresamos al lugar del que salimos».
En 2013 me pidieron que diera una charla en el Athenaeum Club, en Londres. Me dijeron que escogiera a un socio del club, vivo o muerto, y contara su historia en una hora. Escogí a Joseph Hooker, que dirigió el Real Jardín Botánico de Kew durante buena parte del siglo xix. Mientras rodaba en Brasil, había oído hablar de cómo había impulsado una política de «imperialismo botánico» y animado a los buscadores de plantas a llevar especímenes exóticos que se prestasen a la explotación comercial de vuelta a Londres. Hooker adquirió tres semillas de árbol del caucho del Amazonas, las hizo germinar en Kew y exportó los pequeños brotes a las colonias británicas del Lejano Oriente. Al cabo de dos o tres décadas, la industria del caucho brasileña estaba acabada y la industria del caucho británico florecía.
En los comienzos de mi investigación descubrí un aspecto de la vida de Hooker que resultó toda una revelación. En 1839, a la temprana edad de veintidós años, el barbudo caballero con anteojos al que conocía gracias a ajadas fotografías victorianas había participado como cirujano adjunto y botánico en una expedición naval de la Marina a la Antártida que se había prolongado cuatro años. El barco que lo llevó a aquellos confines ignotos de la Tierra fue el HMS Erebus. Cuanto más investigaba sobre este viaje, más me sorprendía saber tan poco al respecto. Me parecía que el hecho de que una embarcación de vela pasara dieciocho meses en los confines de la Tierra, sobreviviera a los caprichos del tiempo y de los icebergs y regresara para contarlo era una gesta de tal magnitud que aún deberíamos conmemorarla. El HMS Erebus realizó una gesta épica.
Sin embargo, haber ascendido a esas alturas hizo que la caída fuera mayor. En 1846, esa misma embarcación, junto con su barco gemelo, el Terror, y ciento veintinueve hombres desaparecieron de la faz de la Tierra mientras intentaban dar con la ruta del paso del Noroeste. Fue la tragedia que más vidas se cobró de toda la historia de la exploración polar británica.
Escribí y entregué mi conferencia sobre Hooker, pero no logré quitarme de la cabeza las aventuras del Erebus. Aún seguían allí, en mis pensamientos, en el verano de 2014, cuando pasé diez noches en el O2 Arena, en Greenwich, con un grupo de vejestorios como yo, entre los que se encontraban John Cleese, Terry Jones, Eric Idle y Terry Gilliam —desgraciadamente, entre ellos no estaba Graham Chapman—, en un espectáculo llamado Monty Python Live — One Down Five to Go. Fueron unas funciones extraordinarias ante un público extraordinario, pero, tras vender el último loro muerto y haber cantado la última canción del leñador, me quedé con una profunda sensación de decepción. ¿Qué haces después de algo así? Una cosa estaba clara: no podía volver a recorrer el camino andado. Lo que hiciera a continuación tendría que ser algo completamente distinto.
Dos semanas después, encontré la solución. En el noticiario vespertino del 9 de septiembre vi una noticia que me hizo detenerme de inmediato. Durante una conferencia de prensa en Ottawa, el primer ministro de Canadá anunció al mundo entero que un equipo de arqueólogos submarinos canadienses había descubierto lo que creía que era el HMS Erebus, perdido desde hacía casi ciento setenta años, en el lecho marino de algún lugar del océano Ártico. Su casco estaba prácticamente intacto y el hielo había preservado su contenido. Desde el momento en que lo escuché, supe que esa era una historia que había que contar. No solo una historia de vida y muerte, sino una historia de vida, muerte y una especie de resurrección.
¿Qué le sucedió en realidad al Erebus? ¿Cómo era el barco? ¿Cuáles fueron sus logros? ¿Cómo sobrevivió tanto tiempo y, luego, desapareció tan misteriosamente?
No soy historiador naval, pero tengo cierto sentido de la historia. No soy un marino, pero me atrae