Días de magia, noches de guerra. Clive Barker

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Días de magia, noches de guerra - Clive Barker


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—dijo—. Monstruosa. Es monstruosa.

      Houlihan no hizo ninguna observación sobre el hecho de que una criatura como Kud llamara monstruo a Candy. Simplemente dijo:

      —¿Dónde puedo encontrarla?

      —Sigue tu olfato. Hemos arruinado su captura ensuciando su bodega.

      —Muy sofisticado —dijo Houlihan, y le dio la espalda a la bestia aturdida para sopesar sus opciones. Si se quedaba en Gorgossium al final se encontraría en presencia de Carroña y se vería obligado a explicarle otra vez que la muchacha le había ganado la partida.

      La alternativa era dejar Medianoche y confiar en ser capaz de encontrar a Candy y conseguir algunas respuestas antes de que Carroña le volviera a citar y le pidiera las respuestas a él. ¡Sí! Eso estaba mejor. Mucho mejor.

      —¿Has acabado conmigo? —gruñó el zethek.

      Houlihan volvió la vista hacia la miserable criatura.

      —Sí, sí. Vete —dijo—. Tengo trabajo que hacer, siguiendo tu hedor.

      Capítulo 7

      Algo en Babilonium

      El corto trayecto hasta la Isla del Carnaval sacó rápidamente al Parroto Parroto de la oscuridad que rodeaba Gorgossium.

      Un resplandor dorado en el horizonte señalaba su destinación, y cuanto más se acercaban, más embarcaciones aparecían en las aguas que rodeaban el pequeño barco pesquero, todas en dirección al oeste.

      Incluso el navío más corriente estaba decorado con banderas y luces y serpentinas, y todos estaban llenos de gente feliz que se dirigía a la celebración de la isla que tenían delante.

      Candy se sentó en la proa del Parroto Parroto, mirando las otras embarcaciones y escuchando las canciones y los gritos que resonaban por el agua.

      —Aún no veo Babilonium —le dijo a Malingo—. Solo veo niebla.

      —¿Pero ves las luces que hay entre la niebla? —preguntó Malingo—. ¡Eso sin duda es Babilonium! —Sonrió como un niño emocionado—. ¡No puedo esperar! Leí sobre la Isla del Carnaval en los libros de Wolfswinkel. ¡Todo lo que siempre has querido ver y hacer está allí! En el pasado, la gente solía venir del Más Allá simplemente para pasar un tiempo en Babilonium. Volvían con la cabeza tan atiborrada de todas las cosas que habían visto que tenían que inventarse palabras nuevas para describirlas.

      —¿Como cuáles?

      —Oh. Déjame ver. Fantasmagórico. Catártico. Pandemonial.

      —Nunca he oído lo de pandemonial.

      —Esa me la he inventado. —Malingo sonrió con suficiencia—. Pero hay miles de palabras, todas inspiradas en Babilonium.

      Mientras hablaba, la niebla empezó a despejarse y la isla que había estado ocultando se mostró ante ellos: una conglomeración reluciente y caótica de tiendas y carteles, montañas rusas y barracas de feria.

      —Oh. Dios. Lou —dijo Malingo en un susurro—. ¿Has visto eso?

      Incluso Charry y Galatea, que estaban trabajando en la construcción de una jaula improvisada con madera y cuerdas para encerrar al zethek cautivo, detuvieron sus tareas para admirar el espectáculo.

      Y cuanto más se acercaba el Parroto Parroto a la isla, más extraordinario parecía el panorama. A pesar de que la Hora era temprana y el cielo estaba iluminado —solo con unas pocas estrellas en él—, las linternas y las lámparas y la infinidad de pequeños fuegos de la isla quemaban con tanta intensidad que seguían haciendo centellear la isla con su luz.

      Y con esa luz se podía ver el gentío, ocupado con el feliz trabajo del placer. Candy podía oír su satisfecha agitación, incluso con una considerable extensión de agua entre ellos, y ello hizo que su corazón se acelerara con anticipación. ¿Qué era lo que estaba mirando esa gente que les aturdía con semejante felicidad? Hablaban, chillaban, cantaban, reían; sobre todo reían, como si acabaran de aprender a hacerlo.

      —Esto es real, ¿verdad? —Candy le dijo a Malingo—. Quiero decir que no es un espejismo ni nada, ¿no?

      —¡Vete a saber, mi señora! —contestó Malingo—. Quiero decir que yo siempre he asumido que era perfectamente real, pero ya me he equivocado otras veces. Ah… ya que hablamos de esto… de estar equivocado, si sigues interesada en aprender cualquier magia que pude aprender de los libros de Wolfswinkel, estaré encantado de enseñarte.

      —¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

      —¿Tú qué crees? La Palabra de Poder que pronunciaste.

      —Ah, te refieres a Jass…

      Malingo colocó su dedo sobre los labios de Candy.

      —No, mi señora. No lo haga.

      Candy sonrió.

      —Ah, sí. Podría echar a perder el momento.

      —¿Ves lo que te dije en Tazmagor? La magia tiene leyes.

      —¿Y tú puedes enseñarme esas leyes? Al menos algunas de ellas. Para evitar que cometa algún error.

      —Supongo que podría intentarlo —concedió Malingo—. Aunque me parece que debes de saber más de lo que crees saber.

      —¿Pero cómo? Solo soy…

      —Una chica corriente del Más Allá. Sí, eso es lo que no dejas de repetir.

      —¿No me crees?

      —Mi señora, no conozco a ninguna otra chica corriente del Más Allá aparte de ti, ¡pero me gustaría apostar que ninguna de ellas puede enfrentarse a tres zetheks y salir victoriosa!

      Candy pensó en sus compañeras de clase. Deborah Hackbarth, Ruth Ferris. Malingo tenía razón. Era muy difícil imaginarse a ninguna de ellas teniéndose en pie en una situación así.

      —Está bien —dijo—. Supongamos que soy diferente, de algún modo. ¿Qué me hizo serlo?

      —Esta, mi señora, es una buena pregunta —contestó Malingo.

      Tras muchas maniobras entre las flotillas de barcos y ferries y gente en bicicletas de agua que se amontonaban en el puerto, Skebble condujo el Parroto Parroto hasta el muelle de Babilonium. Aunque habían lanzado la captura en el estrecho varios kilómetros atrás, el hedor de los zetheks había impregnado su ropa, así que su primer cometido antes de aventurarse en los pasajes abarrotados era comprar algunas ropas que olieran mejor. No fue difícil. Durante años, un sinfín de emprendedores mercaderes de ropa habían establecido sus casetas cerca del puerto al darse cuenta de que muchos de los visitantes querían desembarazarse de sus ropas diarias en cuanto llegaban a Babilonium y comprarse algo un poco más apropiado para el ambiente de Carnaval.

      Había quizá cincuenta o sesenta establecimientos en ese pequeño y caótico bazar, cuyos dueños voceaban las virtudes de sus mercancías a voz en grito. Zapateros, fabricantes de botas, de bastones, de pantalones, de enaguas, de corpiños, de trajes, sombrereros.

      Huelga decir que había muchas vestimentas estridentes y estrafalarias en venta —botas cantarinas, sombreros acuarios, ropa interior de rayos de luna—, pero solo Charry —que se compró unas botas cantarinas— se rindió al implacable arte de vender de los mercaderes. El resto eligió ropa cómoda que pudieran ponerse sin avergonzarse cuando al final salieran de Babilonium.

      La Isla del Carnaval era todo lo que Candy y Malingo habían deseado, y más. Atraía gente de todas partes del archipiélago, de modo que había todo tipo de figuras y caras, trajes, lenguas y costumbres. Los visitantes de islas periféricas, como Speckle Frew, vestían de forma simple y práctica, con su sentido de Carnaval limitado a un chaleco nuevo o algún pequeño jueguecito mientras caminaban. Celebrantes de Islas Nocturnas, por otro lado, de Huffaker y Jibbarish y Idjit, vestían


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