Los esclavos. Alberto Chimal

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Los esclavos - Alberto Chimal


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a la casa a visitar a Marlene y Yuyis recibió la orden de esconderse. Así lo hizo, pero mientras conversaban los dos caminaron hasta llegar a la puerta de su cuarto y ella, acuclillada en el suelo, pudo escuchar esta parte de su conversación:

      –Ya en serio. Sigue con lo mismo, ¿verdad, señora?

      –No sé de qué me habla.

      –Sigue con sus cosas que hace aquí.

      –No le entiendo, licenciado.

      –No se haga.

      –Mire, si quiere algo…

      –¿Algo de qué?

      –Ya le estoy pagando al maestro Gervasio.

      –Ahora me va a tener que pagar también a mí. Ya estoy en la subdirección.

      –¿Y eso por qué?

      (Una pausa.)

      –Porque me lo merezco.

      –No, licenciado, ¿por qué le tengo que pagar a usted?

      –Porque si no se le cae su teatrito. Viene la policía, se la lleva, le dan sus treinta o cuarenta años, incautamos la casa y a ver qué más se me ocurre. Usted sabe que no me cae bien. Y también que yo no me ando con mamadas.

      (Otra pausa.)

      –¿No quiere coger, licenciado?

      (Otra pausa.)

      –No conmigo, licenciado.

      Otra pausa, y de pronto la puerta del cuarto se abrió. Yuyis apenas tuvo tiempo para hacerse a un lado y dejar pasar a Marlene y a un hombre bajo, calvo, de bigote canoso y gruesos lentes. Usaba una corbata vaquera y botas debajo del pantalón de poliéster.

      –Ésta es Yuyis. Mírela. Está sana y es…

      –¿Es de sus…?

      –…actriz.

      –¿Y por qué está desnuda?

      –También es puta.

      Aunque Yuyis la usaba con frecuencia, no sabía el significado de la palabra “puta”. Pero igual habría dicho “Puta tú” u otra frase semejante si Marlene no la hubiese levantado de un tirón. Le ordenó tocar sus pies con las manos, pararse ante el licenciado con los brazos en jarras y luego con las manos detrás de la cabeza. Yuyis lo había hecho todo antes y obedeció como siempre.

      –¿Usted la regentea?

      (Otra pausa.)

      –No –dijo Marlene–, aquí se está quedando nada más.

      –No me mienta, señora.

      Yuyis habría podido decir que estaba allí desde siempre, pero no dijo nada.

      –No le miento, licenciado. Ella, Yuyis, me debe un favor, ¿verdad, tú?

      Yuyis entendió que debía decir:

      –Sí.

      –Me lo vas a pagar haciéndole el favor al licenciado.

      –¿Qué?

      –Ándale, ya, hincada.

      –¿Cuántos años tiene?

      Otra pausa. Marlene no respondió, pero Yuyis, mientras se ponía de rodillas, la vio asumir una expresión que nunca antes le había visto. Sonreía, pero sólo de un lado de la cara; y la ceja del lado opuesto estaba tan arqueada que (pensó Yuyis) dejaba al ojo como abandonado, como flotando en un espacio vacío de piel y maquillaje.

      –Ah, bueno. ¿Segura?

      –Es una muestra de buena voluntad, licenciado.

      –Pero en la cama –dijo él, señalando la de Yuyis.

      –A la cama –ordenó Marlene.

      Yuyis se levantó una vez más y caminó, indecisa, delante de ellos. Se tendió sobre la colcha de animales y se preguntó si había algo que no hubiese entendido bien, porque nunca antes se había hecho ninguna grabación en su propio cuarto. Además, la cámara no estaba allí y aquel hombre no tenía aspecto de actor: no sólo no era lo bastante alto, sino al quitarse la camisa dejó ver un torso blanquecino y a la vez flaco y flojo: se veían las costillas, pero bajo ellas había feos pliegues de carne.

      –Se la perdono por esta vez –dijo el licenciado un rato más tarde, mientras se subía los pantalones–. Pero vaya haciendo su guardado, ¿eh? La verdad, está… ¿Cómo se llama? No muy bien, ¿eh? No muy bien.

      25

      En lo dicho hasta ahora hay varias mentiras: la más importante es que la carrera de Marlene en el cine pornográfico es mucho menos importante y próspera de lo que se ha indicado –en realidad concluyó hace mucho tiempo–, y aunque sí graba, muy de vez en cuando, alguna cinta en la que aparece Yuyis, casi la totalidad de los proyectos que ha emprendido –y que le cuestan dinero que nunca ha podido recuperar– se ha quedado, sin editar siquiera, en el primer piso de su casa, efectivamente a medio construir, oculta en los cajones de un archivero. En el mismo cuarto se guardan, en cajas, las películas que sí distribuye.

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