La primera. Katherine Applegate
Читать онлайн книгу.la esperanza como a una antorcha vacilante en una cueva oscura, sé que puede ser que nunca llegue a ver a otro dairne, sin importar lo lejos que viaje con mis nuevos amigos. Sin importar lo mucho que busquemos.
Miré a Perro, que lamía mi mano, dejando una capa de saliva en el proceso.
—Qué buen perro —dije, y éste movió su cola frenético.
Supongo que los perros no son tan malos.
Y necesito a todos los amigos que pueda conseguir.
5
El miedo de un felivet
Tras un descanso demasiado breve, Kharu se puso en pie y se desperezó.
—Pongámonos en marcha —dijo, y tras alguna que otra protesta, obedecimos. Diez minutos más adelante, la playa terminaba en el borde de un muro vertical que se extendía hasta el techo de la cueva, cerrándonos el paso.
Sentí que el corazón me pesaba. No había manera de seguir.
—¡Oh, oh! —murmuró Tobble.
Me encontré imaginando visiones atroces de nosotros cinco vagando lastimosamente entre bosques de estalagmitas hasta morir de inanición.
—Voy a ver —se ofreció Renzo.
Se metió al agua, pegado a la pared rocosa, y se alejó poco a poco. Ya el agua le llegaba a la cintura cuando se volvió hacia nosotros gritando:
—Hay una cornisa sumergida. Seguramente podremos seguirla hasta el otro lado.
—Tobble —le dijo Kharu—, puedes subirte a mis hombros. —Se arrodilló, y el wobbyk trepó a su espalda.
—Anda, Byx —me apremió Renzo—, te toca que te lleve a caballito.
Miré a Gambler. Caminaba de un lado para otro, mirando fijamente el agua.
—¿Qué sucede, Gambler? —pregunté.
—El agua, eso es lo que sucede —murmuró—. A los felivets no nos importa encontrarnos un arroyo o un charco. Y a pesar de lo que la gente pueda llegar a pensar, podemos nadar. Pero los grandes cuerpos de agua... uno nunca sabe qué puede merodear bajo la superficie.
—¡Eres demasiado grande para llevarte a cuestas! —dijo Kharu con voz afectuosa.
—¡Lo sé! —Nunca había oído a Gambler tan molesto—. Ya lo sé. Sé que tengo que cruzar yo.
Fruncí el entrecejo, mirando a Gambler sin dar crédito a mis oídos.
—¿Tienes miedo? —pregunté.
La sola idea me pareció absurda, por eso le hice la pregunta en tono de broma. Para mí, Gambler era el epítome de la audacia. Era un felivet que se había enfrentado solo a un temible Caballero de Fuego, y había salido ileso.
—No es miedo —espetó—. Es sólo que... que no me gusta el agua.
—Yo iré delante —dijo Kharu—. Si hay algo ahí, bajo el agua, que tenga afición a comer carne, le entregaré a Tobble.
—¡Eh! —protestó el pequeño.
—Estoy bromeando —contestó ella, dedicándome un guiño.
Pero no bromeaba con respecto a arriesgarse a ir primero.
—¡Está helada! —se quejó al meterse al agua.
Con cuidado, Kharu fue avanzando, cada vez más profundo, hasta encontrar la cornisa sumergida y empezar a caminar sobre ella. Con una mano se apoyaba en el muro rocoso, y la otra la tenía estirada a un costado para equilibrarse. Como llevaba a Tobble sobre los hombros, parecía una humana a la que le hubiera crecido una extrañísima segunda cabeza.
Perdimos de vista a Kharu y a Tobble cuando rodearon la curva de la pared rocosa, pero tras unos minutos ella gritó:
—¡Todo bien!
—Arriba, Byx —dijo Renzo, agachándose un poco.
Negué con la cabeza.
—Gracias, pero iré sobre el lomo de Gambler. Ya lo he hecho antes.
No quise dar a entender que Gambler podía necesitar compañía. Los felivets son una especie muy solitaria, y yo sabía que él no era una criatura que fuera a acoger felizmente un gesto de ayuda. Pero quería estar junto a él, ayudarlo en lo que fuera posible.
Renzo pareció comprenderlo, asintió, y emprendió el camino tras Kharu.
—Es nuestro turno, Gambler —dije.
Me lanzó una mirada que tiempo atrás me hubiera paralizado del pánico. Pero ahora sabía que no tenía por qué temer.
De un salto me subí a su poderoso lomo:
—Anda, vamos.
Por supuesto que Gambler no podía caminar por la cornisa sumergida. Tenía que nadar.
Giró su enorme cabeza y me miró. Y luego se deslizó en el agua tan silenciosamente como un halcón a través de las nubes.
Parecía que nos movíamos sin esfuerzo, pero como yo había montado a lomos de Gambler antes, percibía su temor. Tenía los músculos tensos, la respiración alerta.
Me hice preguntas con respecto a él. Era vigoroso, y brillante, la última criatura a la que uno quisiera enfrentarse.
¿Era posible que incluso alguien como él experimentara el miedo de la misma manera que yo?
Finalmente salimos del agua en un área de grandes trozos de pizarra. Desmonté para que Gambler pudiera sacudirse el agua.
—Gracias por el paseo, amigo felivet.
Sonrió burlón y trató de mostrarse enfadado, pero era evidente que se sentía muy orgulloso. Lo había conseguido. Después de unos momentos, me dedicó un breve gesto de agradecimiento por mi apoyo.
Los otros nos esperaban, empapados y tiritando.
—Eso definitivamente parece una aldea —dijo Renzo, mirando dos hogueras claramente separadas.
—Me parece que veo... no sé, no son humanos, pero hay unas criaturas que se mueven alrededor del fuego. —Kharu suspiró y cruzó conmigo una mirada de preocupación—. ¿Qué te parece, Byx? Parece que sólo tenemos dos opciones: una, el camino por el que vinimos; la otra, seguir adelante hacia esas criaturas, sean lo que resulten ser.
Yo estaba segura de que Gambler no tendría muchas ganas de nadar de regreso. Y ninguno de nosotros quería arriesgarse a cruzar de nuevo los riscos y enfrentarse a la rapiña de las aves, en caso de que pudiéramos encontrar el camino en medio de tan densa oscuridad.
—Veamos quiénes son —dije, con una seguridad que no sentía.
La pizarra era resbaladiza y estaba cubierta con parches de musgo azul oscuro, pero, en comparación con los terrenos en los que nos habíamos visto antes, era como dar un paseo por el parque.
Estábamos tal vez a unos dos kilómetros de la aldea cuando una alarma estridente nos perforó los oídos.
¡Briiiiiiiiit! ¡Briiiiiiiiit!
Era algún tipo de corneta. Dos pitidos alarmantes, y luego silencio.
Nos miramos unos a otros, a la expectativa, sin saber bien qué hacer. Pero antes de que pudiéramos decidir, el lago junto a nosotros se cubrió de espuma.
Una docena de criaturas emergieron de la superficie del agua, como si las lanzara una explosión, y formaron una hilera que se interponía entre nosotros y la aldea.
Yo sabía lo que eran. Lo sabíamos todos.
—¡Natites! —grité.