Matar un reino. Alexandra Christo

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Matar un reino - Alexandra Christo


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ahora se ha creído que la Reina del Mar no puede ser asesinada por ninguna arma hecha por el hombre —digo—. Pero esta piedra no fue hecha por el hombre, fue confeccionada por las familias originales con su magia más pura. Si la usamos, la Reina del Mar podría morir antes de entregar su tridente a la Perdición de los Príncipes. Esto le quitaría a toda su raza cualquier poder de una vez por todas.

      Madrid da un paso al frente, apartando a los hombres de su camino. Kye sigue detrás de ella, pero Madrid mantiene sus ojos en mí con una mirada dura.

      —Todo está bien, capi —dice ella—, pero ¿no es por la Perdición de los Príncipes por quien deberíamos estar preocupados?

      —La única razón por la que no la hemos convertido en espuma es porque no hemos podido encontrarla. Si matamos a su madre, entonces ella tendrá que mostrar su cara. Sin mencionar que es la magia de la reina la que confiere sus dones a las sirenas. Si destruimos a la reina, todas serán débiles, incluida la Perdición de los Príncipes. Y entonces, los mares serán nuestros.

      —¿Y cómo encontramos a la Reina del Mar? —pregunta Kye—. Te seguiría hasta los confines de la tierra, pero su reino está en medio de un mar perdido. Nadie sabe dónde.

      —No necesitamos saber dónde está su reino. Ni siquiera necesitamos saber dónde está el mar Diávolos. Lo único que necesitamos saber es cómo navegar a Págos.

      —Págos —repite Madrid con el ceño fruncido—. No está considerando seriamente eso.

      —Ahí está el cristal —digo—. Y una vez que lo tengamos, la Reina del Mar vendrá a nosotros.

      —¿Así que simplemente nos dirigimos al reino del hielo y le pedimos a la gente de la nieve que nos lo entregue? —pregunta alguien.

      Titubeo.

      —No exactamente. El cristal no está en Págos. Está por encima de eso.

      —La Montaña de la Nube —aclara Kye para el resto de la tripulación—. Nuestro capitán quiere que subamos a la cima de la montaña más fría del mundo. Una que ha matado a todos aquellos que lo han intentado.

      Madrid se burla mientras empiezan a murmurar.

      —Y —agrega ella— todo por un cristal mítico que puede o no conducir a la criatura más temible del mundo hasta nuestra puerta.

      Miro a los dos, no me divierte su doble acto, o la repentina duda en sus voces. Es la primera vez que me cuestionan, y no está entre mis planes acostumbrarme a este sentimiento.

      —Eso es, en esencia —digo.

      Hay una pausa, y hago mi mejor esfuerzo para no moverme o hacer cualquier cosa que no sea parecer inquebrantable. Como que pueden confiar en mí. Como si tuviera alguna maldita pista de lo que estoy haciendo. Como si probablemente no los estuviera conduciendo a todos a la muerte.

      —Bueno —Madrid se dirige a Kye—, yo creo que suena divertido.

      —Supongo que tienes razón —dice él, como si seguirme fuera una inconveniencia que nunca antes había considerado. Se vuelve hacia mí—. Cuenta con nosotros.

      —¡Supongo que también puedo dedicar algo de tiempo, ya que me lo pide con tanta amabilidad! —grita otra voz.

      —¡No puedo decir que no a una oferta tan tentadora, capi!

      —Vamos entonces, si todos los demás estáis tan entusiasmados.

      Muchos de ellos gritan y asienten, comprometiendo sus vidas por mí con una sonrisa. Como si todo fuera sólo un juego para ellos. Con cada mano que se levanta decidida, viene un alarido de quienes ya se han sumado. Aúllan ante la posibilidad de la muerte y la cantidad de acompañantes que van a tener en ella. Son locos y maravillosos.

      No soy ajeno a la devoción. Cuando la gente en la corte me mira, veo la lealtad sin sentido que viene del desconocimiento de algo mejor. Algo natural para aquellos que nunca han cuestionado el bizarro orden de las cosas. Pero cuando mi equipo me mira ahora, veo la lealtad que me he ganado. Como si mereciera el derecho de conducirlos a cualquier destino que considere apropiado.

      Ahora sólo me queda una cosa por hacer antes de zarpar hacia la tierra del hielo.

      DOCE

      El Ganso Dorado es lo único constante en Midas. Cada centímetro de tierra parece crecer y cambiar cuando me voy, con pequeñas transformaciones que nunca son graduales para mí, pero el Ganso Dorado es como ha sido siempre. No hay flores doradas plantadas frente a sus puertas como alguna vez hicieron en el resto de las casas, siguiendo la moda, y cuyos restos todavía se pueden ver por debajo de las flores silvestres que ahora las ocultan. Tampoco hay pilares de arena o campanas de viento, ni un techo remodelado en punta, a imagen de las pirámides. Está en la intemporalidad intacta, así que cada vez que regreso y encuentro diferente algo en mi hogar, puedo estar seguro de que nunca es el Ganso Dorado. Nunca es Sakura.

      Es temprano y el sol todavía es de color naranja lechoso. Pensé que lo mejor sería visitar el infame Ganso Dorado cuando el resto de Midas todavía seguía durmiendo. No me pareció prudente pedirle un favor a su propietaria nacida del hielo entre oleadas de clientes ebrios y listos para escuchar. Llamo a la puerta de madera de secuoya y una astilla se desliza en mi nudillo. La retiro justo cuando la puerta se abre. Sakura parece sorprendida.

      —Sabía que era usted —busca detrás de mí—. ¿No lo acompaña la tatuada?

      —Madrid está preparando el barco —digo—. Zarpamos hoy.

      —Qué lástima —Sakura coloca un paño sobre su hombro—. Usted no es para nada tan guapo como ella.

      No discuto.

      —¿Puedo entrar?

      —Un príncipe puede pedir favores en el umbral de la puerta, como cualquier otro.

      —Tu puerta no tiene whisky.

      Sakura sonríe, sus labios rojos oscuros se curvan hacia un lado. Extiende sus brazos y hace un gesto para que entre.

      —Espero que tenga los bolsillos llenos.

      Entro, manteniendo mis ojos fijos en ella. No es que crea que intente hacer algo inadecuado —matarme, quizá, justo aquí, en el Ganso Dorado—, no mientras nuestra relación sea tan provechosa para ella. Pero hay algo en Sakura que siempre me ha irritado, y no soy al único que le sucede. No hay muchos que puedan manejar un bar como el Ganso Dorado, con clientes que coleccionan pecados como joyas preciosas. Las riñas y las peleas son constantes, y la mayoría de las noches se derrama más sangre que whisky. Sin embargo, cuando Sakura les dice que ha sido suficiente, hombres y mujeres se detienen. Se ajustan sus respectivos cuellos, escupen sobre el suelo mugriento y continúan con sus bebidas como si nada hubiera sucedido. Podría decirse que ella es la mujer más temible de Midas, y no tengo por costumbre dar la espalda a una mujer temible.

      Sakura se coloca detrás de la barra y vierte un chorro de líquido ámbar en un vaso. Mientras me siento en el lado opuesto, ella se lleva el vaso a los labios y bebe un rápido sorbo. Una huella de pintalabios rojo oscuro mancha el borde, y me doy cuenta de la fortuita oportunidad.

      Sakura desliza el vaso hacia mí.

      —¿Satisfecho? —pregunta.

      Se refiere a que no está envenenado. Puedo explorar los mares en busca de monstruos que literalmente podrían arrancarme el corazón, pero eso no significa que sea descuidado. No hay una sola cosa que coma o beba cuando estamos atracados que no haya probado antes alguien más. Por lo general, este deber recae en Torik, quien se ofreció como voluntario desde el momento en que lo subí a bordo e insiste en que no está arriesgando su vida porque ni siquiera el más poderoso de los venenos podría matarlo. Teniendo en cuenta su gran tamaño, me inclino a estar de acuerdo.

      Kye, por supuesto, rechazó la responsabilidad. Si muero salvando tu vida, dijo, ¿quién te protegería?

      Observo


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