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formalización del oficio

      “Porque es tu prójimo, sé atenta y comedida. Alíviala si puedes. Porque va tu prestigio: trabaja en conciencia. Habla poco. Anda siempre aseada”. Según el médico Javier Rodríguez Barros, estos eran algunos de los consejos impresos en las paredes de la Maternidad de Santiago que las estudiantes para matronas debían recordar en la segunda década del siglo XX (Rodríguez Barros, 1918, p. 25).

      La formación de las matronas que había comenzado en la Casa de Maternidad de Santiago, casa que se integró al Hospital San Francisco de Borja a fines del siglo XIX, fue reorganizada en torno a la creación de la Escuela de Obstetricia y Puericultura para matronas en 1913, al que se sumó el Instituto de Puericultura, iniciativa liderada por el medico Alcibíades Vicencio con el apoyo de la Municipalidad de Santiago. Dicha fusión robusteció la formación de las matronas, por medio de reformas al plan de estudios y la creación de un internado que facilitó la aceptación de estudiantes de provincias. Luego de dos años de estudios, las candidatas presentaban exámenes ante una comisión formada por el Decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, el Director de la Escuela y otros dos miembros designados por la Facultad. Junto a la formación referida a la asistencia del parto, se insistía en materias como la educación maternal y el cuidado del recién nacido. Sus prácticas se desarrollaban en el Consultorio Obstétrico, Consultorio de Puericultura y el Servicio Domiciliario de Partos que mantenía la Municipalidad de Santiago, este último a cargo de cinco matronas que distribuían sus servicios en distintos barrios de la ciudad (Rodríguez Barros, 1918).

      En este periodo, la asistencia hospitalaria del parto aún era una experiencia excepcional, dirigida sólo a las madres más pobres: las matronas se entrenaban en los procedimientos propios de esta asistencia únicamente en la práctica que desarrollaban en la Maternidad del Hospital San Borja. Pese a que en ocasiones las 72 camas se hacían escasas, se contaba con sala de partos para asistir cuatro partos simultáneamente y una sala de aislamiento de puérperas que lo convertían en el recinto asistencial más moderno. Las puérperas permanecían junto a sus hijos como máximo 8 días, si es que no presentaban patologías; y las internas junto al trabajo de asistencia del parto y revisión de las embarazadas, también eran responsables del orden y aseo de las dependencias del recinto; es decir, tempranamente su trabajo hospitalario estuvo asociado a tareas de servicio que se sumaban a las de carácter clínico. Precisamente, las numerosas tareas domésticas que debían realizar adicionalmente a la asistencia de las parturientas fue una de las protestas que las matronas hicieron públicas en el Congreso de 1951 que aquellas organizaron.

      Después de este periodo fundacional, los reportes sobre la formación que recibían las matronas son fragmentarios. Durante la gestión de la Escuela de Obstetricia y Puericultura a cargo del reconocido obstetra Víctor Gazitua, no existió una reglamentación de “principios rígidos” respecto de los requisitos de postulantes hasta 1933, salvo saber leer y escribir, y contar con educación primaria.

      Solo desde 1934 se solicitaba que las candidatas contaran con 4to de Humanidades; en 1935 se incrementó al 5to año, y desde 1947 sólo se aceptaron a quienes contaban con licencia secundaria completa. Finalmente en 1952 se estableció como requisito de ingreso el contar con el título de bachiller en biología, por tanto la carrera finalmente adquirió carácter universitario, si bien continuaba siendo dirigida por médicos. Paralelo al crecimiento de requisitos y de responsabilidades para las matronas se incrementó su cultura humanística y se homogeneizó su formación universitaria. En 1947, una reforma al plan de estudios permitió la incorporación de cátedras como Bacteriología, Higiene e Inmunología, y enfermería general en el primer año. En el segundo año se incorporaron las de Farmacología y Dietética, Patología General y Fisiopatología, y Medicina Social y Ética Profesional, favoreciéndose una educación más integral y acorde a las exigencias de otras escuelas sanitarias de la época (García Valenzuela, 1956). Respecto de las características socio-económicas de las candidatas, no tenemos mayores noticias; suponemos que dado las escasas exigencias académicas en las primeras décadas de esta formación, se trataba de mujeres que si bien podían postergar su ingreso al mercado laboral por un periodo breve, aquellas formaban parte de las clases medias bajas. También los gastos que suponía esta formación, según información del Tribunal del Protomedicato hasta fines del siglo XIX, podían ser asumidos por mujeres que contaban con cierto respaldo familiar: la exigua reconstrucción genealógica que hemos podido hacer nos enseña que varias de las candidatas a exámenes eran hijas de militares, pequeños comerciantes y profesores normalistas, entre otros (Zárate, 2007a). Desafortunadamente no se cuenta con datos sobre las candidatas a matronas en la primera mitad del siglo XX, pues no se conservan registros de las matrículas. Lo que sí es posible suponer es que dado los bajos ingresos que se recibía por el ejercicio de la profesión a mediados del siglo XX, ésta no atraía a una población femenina particularmente pudiente (Klimpel, 1962).

      Gracias a su experiencia como Jefe de la Maternidad del Hospital San Francisco de Borja desde 1952 y como director de la Escuela de Matronas, Raúl García Valenzuela, planteaba que el principal desafío que deparaba la formación de las matronas a mediados de siglo, era entrenarlas en algunos problemas que afectaban la salud de la persona y la colectividad en el marco de los preceptos de la medicina social, pues su responsabilidad era mayor que las de “otras profesiones paramédicas que tratan de invadir sus dominios sin ninguna credencial”. Ante esta aseveración de García Valenzuela, es importante señalar que las matronas no eran estimuladas a realizar estudios de posgrado en la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, fundada en 1943, como sí sucedía con otras profesionales paramédicas como las enfermeras, pese al interés de que las primeras debían entrenarse en “medicina social”. Asimismo, este médico volvía sobre una de las cuestiones sensibles del ejercicio de este oficio: la clásica vinculación de su trabajo a la práctica de abortos, práctica de un “grupo reducido de matronas”, que desprestigiaban el oficio y contribuía a su “subestimación” (García Valenzuela, 1956).

      El Servicio Nacional de Salud y la salud materno-infantil

      El SNS fue la institución de salud pública más importante de la historia chilena. Se creó en el año 1952, agrupó a las instituciones sanitarias existentes a la fecha y se encomendó la tarea de “reducir los riesgos de enfermar y morir” y promover “la salud física, mental y social” (Valenzuela; Juricic y Horwitz, 1953, p. 15). Realizó acciones sanitarias y de asistencia social, inspiradas en los principios de la salud como “completo estado de bienestar” desarrollado por la OMS.

      Tanto en la doctrina que lo animó, como a nivel de sus realizaciones prácticas, el SNS fue una institución de alcances universalistas, que otorgó prestaciones curativas a más de un 70% de la población chilena, alcanzando una cobertura del 100% en programas de protección y fomento de la salud. El presupuesto del Servicio creció de manera sostenida desde su creación, y ya en 1966 constituía un 9.6% del gasto fiscal total, superando significativamente el aumento poblacional de esos mismos años, que no había superado el 13% (Lavados, 1984). El SNS consumía el 90% del presupuesto del sector salud y aproximadamente el 95% de las camas hospitalarias del país estuvieron bajo su responsabilidad hasta fines de la década de 1970, cualidades que avalaban un servicio sanitario internamente robusto, internacionalmente reconocido y hegemónico respecto de las políticas sociales chilenas.

      Al cumplir una década de actividades, junto al reconocimiento del trabajo que realizaba, el SNS también recibía importantes críticas políticas y era objeto de fuertes presiones económicas en virtud de las dificultades que experimentaba para financiar las tareas monumentales en que se había embarcado desde su fundación. No obstante este espectáculo, los indicadores sanitarios experimentaron un franco ascenso respecto de la época anterior al servicio. Por ejemplo, a nivel de medicina curativa se incrementó el número de personas atendidas en consultas externas y hospitalización, a la vez que en estos últimos recintos se racionalizaron las estadías, al disminuir los días de internación de 19 días promedio en 1952 a 12.5 días en 1966 (Mardones Restat, 1967, p. 477).

      Asimismo todos los indicadores sanitarios generales mejoraron significativamente (salvo la mortalidad infantil tardía) Entre 1925 y 1966 la mortalidad general bajó de 27.7 a 10.2, la mortalidad infantil disminuyó de 258 por 1,000 nacidos


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