Al tercer día resucitó de entre los muertos. José Ignacio González Faus
Читать онлайн книгу.a) La primera afirmación constituye el mensaje del Nuevo Testamento, no al margen del Antiguo sino en continuidad dialéctica con él. La vida de Jesús gira en torno a esa categoría que Jesús llamaba «el reinado de Dios» y del que decía expresamente que es un reino «de los pobres». La muerte violenta de Jesús es el rechazo por los hombres (o mejor, por los poderes políticos y religiosos) de ese reinado de los pobres. Un rechazo que tiene lugar en nombre de Dios y en defensa de la ley de Dios. Por eso Jesús muere acusado de blasfemia. Y por eso, después de morir Jesús, no puede quedar ninguna esperanza, aunque puedan quedar en pie muchas preguntas.
2. Resurrección
Pero el testimonio sobre Jesús no concluye ahí. Se nos dice además que Dios ha resucitado a Jesús y que, al resucitarlo, Dios se identifica con Él, desautorizando a sus jueces y a sus verdugos.
Los desautoriza pero no los aniquila. Confirma con hechos su revelación como Dios del reino de los pobres. Pero además ofrece el perdón y garantiza una posibilidad de transformación para todo este mundo criminal, que vive y avanza machacando a los pobres de Dios y a los vindicadores de esos pobres.
De esta manera, «el Dios que resucita a Jesús de entre los muertos» (y que es el mismo Dios «que llama al ser a lo que no es») confirma que Él es «el Dios que derriba del trono a los poderosos y levanta a los humillados, el que despide vacíos a los ricos y colma los hambrientos». Confirma eso pero, además, revela que Él es «el Dios que justifica al impío». Ahí están las cuatro definiciones de Dios que encontramos en el Nuevo Testamento, y que llevan a la otra definición cumbre que encontramos después: Dios es amor4.
Esto es lo medular del cristianismo. Pero, con solo afirmar esto, ya se percibe la centralidad de la Resurrección de Jesús. Sin ella, afirmar que Dios es «el Dios de los pobres» puede seguir siendo blasfemia o al menos locura, igual que la vida de Jesús. Ese sigue siendo el veredicto de eso que el Nuevo Testamento llama la sabiduría de este mundo.
Toda la trayectoria del Antiguo Testamento y de la iglesia posterior queda centrada en la Resurrección de Jesús. Otras mil cosas que al lector le pueden sonar vagamente, como la Trinidad, la divina de Jesús o la vida eterna…, derivan y nacen todas de ahí, aunque ya no toca a este libro mostrar ese desarrollo.
3. La fe cristiana
Si esto es lo que significan los dos términos en litigio, esta simple aclaración ya nos permite comprender que la fe cristiana no es ni debe ser confundida con una «filosofía» o con una «explicación intelectual» o «religiosa» de las cosas. No es eso lo que pretende la fe cristiana. Esta puede ser sencillamente ignorante respecto a muchas legítimas cuestiones filosóficas (origen del mundo, existencia e inmortalidad del alma…).
No quiero decir que no existan en la Biblia y en la tradición cristianas elementos que pueden ser útiles para buscar respuesta a esas cuestiones filosóficas: pues la Biblia nace precisamente desde la entraña misma de esta historia humana en la que los hombres han preguntado y preguntarán siempre. Pero sí afirmo que son solo «elementos para una respuesta», la cual, a lo mejor, podrá estar más o mejor desarrollada en otras cosmovisiones filosóficas o religiosas (por ejemplo en el hinduismo, etc.). Solo eso.
Todo esto quizá contextúe suficientemente los textos a los que por fuerza tenemos que acercarnos para ver lo que se nos dice. Pero, además de ese contexto creyente, la Resurrección de Jesús no se predica como una enseñanza para los cristianos solamente, sino como una «buena noticia» para todos los hombres, sean creyentes o no. Si algún no creyente lee estas páginas, tiene derecho a preguntarse qué puede significar para él esa buena noticia.
Aunque este tema reaparecerá más adelante, cuando hablemos del «significado» de la Resurrección, puede que valga la pena insinuar ahora un nuevo marco más amplio, que acabe de contextuar nuestro tema. Podemos calificarlo como el «contexto humano».
4. Contexto humano: el principio esperanza
Pocos meses antes de morir, en 1980 y en una entrevista concedida si no me equivoco al diario Le Monde, el filósofo Jean Paul Sartre reconocía que «ante ese amasijo miserable que forma nuestro planeta, vuelve a atormentarme la desesperación; es la idea de que todo se acabará, de que solo existen fines particulares por los que luchar… no hay un objetivo humano…, no hay más que desorden». Reconocía el filósofo la necesidad de una ética bien fundada, y confesaba: (ante la desesperación) me resisto con toda justicia y sé que moriré en la esperanza, una esperanza que, sin embargo, es preciso fundamentar».
No se trata de elucubraciones filosóficas ininteligibles, sino de algo que marca todo nuestro ser humano y que podemos retraducir de manera más universalizable:
* El triunfo de la muerte («Cuánto penar para morirse uno», decía el poeta. O con las palabras más sobrias de Sartre: «Todo se acabará»).
* El triunfo del verdugo (que, además, acaba escribiendo él la historia). Con palabras de Sartre: la desesperación ante el «amasijo miserable de nuestro planeta donde solo existen fines particulares y ningún objetivo humano».
* El triunfo del fracaso, o la derrota de las utopías porque, al final, acaba imponiéndose la realidad («No hay más que desorden»).
Esas tres grandes cuestiones: muerte, injusticia y utopía, marcan la vida y la historia humanas, y claman por alguna razón positiva que permita creer que la esperanza no es un mero voluntarismo ciego que va sembrando la vida de mil promesas falsas. La grandeza de las declaraciones de Sartre proviene precisamente de la fe en que resistir a esa dinámica degradante era cosa de «justicia», y que había que «mantener la esperanza». Porque rendirse de antemano ante la evidencia de que esas cuestiones no tienen solución, acaba por significar, de un lado, el embrutecimiento personal, y del otro la degradación de la sociedad humana en un amasijo todavía más miserable. O con otras palabras: la resistencia a esa triple ley no prueba que no sea verdadera. Lo que muestra es que es inaceptable.
¿Es demasiado pesimista esa descripción de nuestro contexto humano? ¿No sigue siendo posible prescindir de él y vivir «relativamente bien»? Permítaseme aún un par de pinceladas para precisarlo más.
La muerte acaba teniendo la última palabra. Lo decisivo no es morir sino saber que se ha de morir. El problema no es cómo la muerte influirá cuando venga (y ya no estaré yo) sino cómo influye ahora que sé que ha de venir. Y el olvido de ello es también una manera de influir. Porque la reacción de «para cuatro días que vamos a vivir…», suele ser la que más invita a cerrar los ojos ante los demás, y a abrirlos solo para uno mismo.
La historia la escriben siempre los vencedores. Los vencedores dan por sentado que su causa era la justa y que, con ellos, triunfó la justicia. Pero suelen esconder no solo la parcialidad de su posible causa justa, sino los medios injustos y crueles que son imprescindibles para que triunfe cualquier causa, y que acaban por desautorizarla. La patética imagen del presidente Aznar, defendiendo casi a gritos su colaboración con la barbarie con la OTAN en Kosovo porque «había sido un éxito» (mientras el criminal Milosevic sigue en pie, el país, que, como tal, no era culpable ha quedado destruido y los odios han alcanzado niveles quizá ya incurables), me parece una imagen de humanidad universal, y no simplemente el ridículo de un personaje particular.
Y, al final, la realidad se impone. Recordemos la trayectoria de tantos amores eternos que acaban escribiendo guiones para películas como American beauty. Evoquemos la decepción de tantas ilusiones profesionales juveniles. Recordemos aquel ministro que exhortaba a los jóvenes a que no cometieran errores como él, que había sido comunista en su juventud, hasta que luego encontró su verdadero progreso… Recordemos también la frase de T. Adorno –que volveremos a encontrar– sobre la necesidad de mirar las cosas «desde la utopía», si es que queremos pensar bien. La utopía es una imposible ansia humana de plenitud. Cuando se abandona ese punto de mira, se imposibilita toda crítica (salvo aquella que sirve para insultar al adversario y medrar frente a él), y se cae en la canonización del estado de cosas.