Una mujer en pedazos. Giselle Rumeau

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Una mujer en pedazos - Giselle Rumeau


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anestesia. La psíquica, que se llamaba Marta y tenía los ojos de hielo, no fue exacta en su clarividencia. No habló de células rebeldes, malignas y silenciosas parasitando mi cuerpo; tampoco mencionó calamidad o condena alguna que me tuviera agarrada del cuello. El demonio que se me había metido era resultado de un rito de magia negra. “Un trabajo de cementerio”, lo llamó. “Una persona que no te quiere encargó este ritual umbanda que consiste en sepultar una foto tuya con tu nombre en tierra de cementerio”, me dijo con una sequedad asfixiante. No fue eso lo peor. La mae no tuvo empacho en ir a fondo hasta perturbar mis pensamientos y dejarme dura como una estatua. “Si no deshacemos este trabajo macabro te vas a morir en poco tiempo”, me explicó con la misma tranquilidad con la que se propone limpiar la mugre del sótano de su casa. Nunca creí en esta clase de supersticiones. Si llegué hasta la casa de la mujer de las pupilas grises fue arrastrada por Clara, mi hermana menor. ¡Qué no haría yo por ella! Cuando éramos chicas solíamos pelearnos sin piedad con la agresividad de las fieras pero éramos inseparables. Nuestra comunión era tal que si alguien conocido me ofrecía un caramelo y ella no estaba conmigo, lo rechazaba enérgicamente. ¿Cómo podía disfrutar de algo sin Clara? Solíamos pasarnos horas cantando en el garaje de casa o atrapando bichitos de luz en las noches de verano en Quilmes. Teníamos un acuerdo tácito: yo la cuidaba de día y ella me dejaba dormir en su cama cuando el miedo a no sé qué fantasma interrumpía mi sueño.

      Lo más gracioso es que éramos muy distintas. De tan larga y flaca, a mí se me veía el esternón. Ella era bajita y redonda, con unos cachetes colorados adorables. Recuerdo que cuando íbamos al colegio se enojaba conmigo porque sus piernas cortas no lograban ir a la par de mis zancadas, y cada tres de mis pasos se veía obligada a tomar una carrerita ligera para alcanzarme. ¡No corras!, me decía entre gemidos.

      Siempre anduve así, apurada, con unas atolondradas e inexplicables ganas de llegar rápido a cualquier parte. Tengo serios problemas para esperar o para tolerar lo que no hay. Soy de esas personas que no creen en las segundas oportunidades. Si el tren pasó y no subiste, no habrá forma de alcanzarlo. El próximo será definitivamente otro y no ese. Quizá por eso siempre he salido a buscar aquello que necesito. Salvo el cáncer, nada me ha caído de arriba.

      No fue el caso de la bruja, no llegué a ella por mi voluntad, sino a pedido de Clara. Yo estaba desganada y con una depresión espantosa por culpa de Pato, o mejor dicho, por su falta. Podría contar infinitas cosas sobre él. Que se reía como un loco de mis caprichos y vanidades; que no podía dejar de besarme esa noche en el asiento trasero del taxi que corría solo por la Avenida 9 de julio, o que le encantaba hacerme rabiar. Podría hablar de sus extraordinarias ocurrencias o de la fascinación que me provocaba su boca. Pero no. Solo diré que es un cobarde. Alguien que no se animó a cambiar, a explorar lo nuevo, a escribir sin papel rayado. “No quiero que me explote la vida”, me dijo la última vez que nos vimos. Y eligió su felicidad burguesa de hombre casado, segura y sin sobresaltos.

      Clara estaba convencida de que mi angustia excedía la neurosis. Ella siempre ha tenido estas ideas retorcidas sobre el mal de ojo y otros rituales y se le había metido en la cabeza que la esposa de Pato podría estar implicada.

      —Vamos a ver a Marta, dale —me propuso una tarde en la que yo no podía parar de llorar. Me dijo que era una persona de confianza, amiga de su suegra, y me contó para convencerme lo perspicaz que había sido con un secreto familiar. Algo que solo mi padre sabía.

      —Marta me contó que una mujer muy importante había marcado la vida de papá en el conventillo donde vivía antes de conocer a mamá.

      —Si claro, la abuela —le dije con sorna.

      —Por favor. ¡Tenés que tomártelo en serio! —me retó. Me animé y le pregunté a papá hace unos días. ¿Y sabés lo que me dijo? Que tenía una novia con la que estaba a punto de casarse y que murió en un accidente.

      No se me ocurrió otra cosa que lanzar una risita histérica. Suele pasarme cuando me pongo nerviosa pero no fue eso lo que me erizó la piel. Esta señora de mirada gélida evitó con sus predicciones una tragedia en la fábrica donde trabaja Julián, el marido de mi hermana.

      —Ella lo alertó por teléfono. Lo llamó y le dijo: “Detrás tuyo hay un cable pelado que está tirando chispazos, no lo pises”. Mirá, todavía se me pone la piel de gallina.

      —¿Por qué nunca me lo contaste? —pregunté a Clara.

      —Porque no estabas lista para eso. Ahora sí —me respondió.

      Qué más da, me dije. No tenía nada que perder más que mi reputación.

      Fuimos juntas hasta el departamento de la clarividente quince días después de haber escuchado estas revelaciones. Nos abrió la puerta un asistente y apenas ingresé al vestíbulo oscuro me dieron unas ganas imperiosas de salir corriendo. No puedo explicar las razones con certeza pero una sensación fría me recorrió la espalda. Solo eso, porque no vi nada de lo que esperaba. Ni bola de cristal, ni búho embalsamado. Aún con la penumbra y las paredes un tanto descascaradas por la humedad, todo parecía normal. Todo menos la mirada implacable de la adivina. Sentí sus ojos escrutadores y filosos cuando entró a la sala. Se acercó con una media sonrisa indescifrable y saludó con un beso.

      —Es muy bonita —le dijo a mi hermana.

      Pura demagogia, pensé pero agradecí y devolví la gentileza. Mientras me invitaba a sentarme frente a su escritorio, la observé detenidamente. Era un mujer de baja estatura, sencilla pero bella, con la tez blanca casi translúcida y los ojos clarísimos. No tendría más de 60 años. Lo que me impresionó, además de sus pupilas de hielo, fue su calma prodigiosa.

      —Contame que te está pasando —me dijo.

      Comencé a relatarle mis penurias amorosas con Pato y a hablarle del desgano y la tristeza que me invadían todas las mañanas al levantarme. En un momento me asusté porque sentí que su mirada iba a perforarme los sesos. Lo hacía con una intensidad brutal, como si quisiera adueñarse de mi cabeza. Me interrumpió para decir algo que me confundió aún más. Pero le habló a Clara.

      —Mirale los ojos, fijate su mirada. Por momentos no es ella —le dijo.

      Fue entonces cuando mencionó al bicho feo que podía matarme debido al trabajo de cementerio realizado por alguien que no me quiere.

      —¿Quién es? —pregunté.

      —Un exnovio que aún no puedo identificar —respondió.

      La miré atontada. A esta altura ya estaba medio perdida y no sabía qué decir. Ella siguió hablando. Me explicó que iba a deshacer el trabajo, que sería difícil pero no imposible, lo que me hizo presuponer que me costaría caro.

      Lo más delirante fue cuando se puso a relatar el proceso en el que adquiere la clarividencia y el poder para contrarrestar el hechizo. Dijo que en la ceremonia, en la que ella y sus asistentes se visten de blanco, la diosa Oximar baja de no sé bien dónde para tomar posesión de su cuerpo. Para demostrar el poder de esta divinidad, nos contó que podía tomar cantidades monstruosas de champagne y quedar fresca como una lechuga. Debo haber entrado en una suerte de furor místico porque mi preocupación a esta altura de la entrevista pasaba por estar en manos de una diosa alcohólica.

      Al final, Marta me hizo escribir en un papel blanco mis principales deseos. También me preguntó si tenía en mi departamento velas negras. Asentí con la cabeza y me pidió que me deshiciera de ellas lo más rápido posible. Pese a que me habían salido carísimas en un local de decoración de Palermo Soho, al día siguiente las tiré a la basura. Pero nunca más volví a ese lugar. No soy una persona sugestionable. Como la eficacia de la magia reside en la creencia y yo no creía, me convencí de estar a salvo. Ahora no sé bien qué pensar. Hace unos días, en un chequeo de rutina, mi médica ginecóloga descubrió un tumor de casi dos centímetros en mi teta izquierda. Una célula rebelde que decidió no morir y me puede matar. Que era capaz de crecer sin control y correr tan de prisa como la niña que fui. Con la biopsia en la mano, la doctora Alejandra Thompson usó la misma expresión pavorosa que la bruja: “Es un bicho feo, muy agresivo”, me dijo. Y prosiguió: “El tratamiento va a ser


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