La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós
Читать онлайн книгу.y el catecismo. La madre Angustias les decía:
«Ahora el ca... ca... tecismo. Madre Brí... Brí... Brígida, la que no sepa, al ca... ca... caramanchón».
Y se marchaba a acostar, porque padecía de ciertos ahoguillos, y tenía que ponerse todas las noches paños calientes en el estómago.
Clarita y otras niñas de la escuela creían a pie juntillas que la madre Angustias no tenía ojos, y que todas sus facultades ópticas residían en aquellos dos temibles vidrios verdes, engastados en una armazón rancia y enmohecida; y acontecía que para imitarla cortaban dos redondeles de papel verde del forro del catecismo y se lo pegaban con saliva en los ojos, con lo cual se morían de risa. Como no podían ver gota con aquellos parches, sorprendiolas un día la madre Petronila, que era un vinagre, y después de darles muchos coscorrones, las condenó a no comer ni jugar aquel día. ¡Qué horas pasaron las pobres!
Otra vez se hallaban todas en el patio, y ocurriósele a un pajarito muy flaco meterse allí por el tejado y posarse, después de chocar en los muros, en el entristecido clavel. ¡Qué algazara se armó! Aquel fue el mayor acontecimiento del año. Con pañuelos, con mantos, con cuanto hallaron a mano, le persiguieron hasta cogerle; atáronle un hilo en una de las patas, y Clara le guardó muy bien en un cajoncillo donde tenía la costura. A escondidas le echaban de comer por las noches; pero el animalito enflaquecía y se ponía más triste cada vez. Una noche, en el momento en que el rezo iba a principiar, Clara tenía abierto el costurero, y fingiendo arreglar dentro de él alguna cosa, se ocupaba en abrirle la boca al pajarito y meterle a la fuerza unas migajas de pan que había guardado en el bolsillo, cuando de repente alzó el vuelo el animal, revoloteó por la habitación con el hilo atado en la pata y fue a pararse ¿dónde creeréis?, en la misma cabeza de doña Angustias, que al verse profanada de aquel modo, tomó tal cólera, que el asma le ahogó la voz y estuvo gesticulando en silencio diez minutos, roja como un tomate. Clara se quedó yerta de miedo.
«Cla... Cla... Cla... rita -exclamó la madre Angustias ciega de furor-. ¡Niña mal... mal criada! ¿Qué desaca... ca... cato es este? Esta noche al ca... ca... caramanchón».
Clara fue condenada aquella noche a dormir en el caramanchón, ultima pena, que sólo se aplicaba muy de tarde en tarde a los más negros y raros delitos. Doña Angustias continuó con su cacareo hasta que vio cumplida la terrible orden; y a la hora en que acostumbraban a recogerse. Clara fue llevada al presidio, que era un desván obscuro, fétido y pavoroso. La pobrecilla no cabía en sí de miedo al verse sola en aquel tugurio, entre mil objetos cuya forma no podía apreciar, tendida en un miserable jergón y expuesta al aire colado, que por una ventanilla entraba. En su desvelo, sintió las pisadas de los ratones que en aquellos climas vivían; pisadas que en sus oídos resonaban como si fueran producidas por los pies de un ejército de gigantes. Se encogió, se envolvió toda en su manta, escondiendo los pies, las manos y la cabeza; pero las ratas corrían por encima, y saltaban, iban y venían con una algarabía espantosa. También contribuyó a aumentar el pavor de la niña una disputa que en el tejado vecino se trabó entre dos gatos bullangueros, que lanzaban maullidos lúgubres y desentonados. La pobre no pudo dormir, y el día la encontró hecha un ovillo, empapada en sudor frío y temblando de miedo.
Entre estos sucesos extraordinarios y la diaria tarea del estudio y la costura, aterrada siempre por la fascinación terrible de los espejuelos de la madre Angustias, pasó Clara cuatro años, hasta que, cumplidos los once, vino Elías por ella y se la llevó a su casa.
El realista no sabía al principio qué hacer de aquella niña: ocurriole hacerla monja; pero impulsado por un repentino egoísmo, resolvió conservarla a su lado. Era solo: su casa necesitaba una mujer. ¿Quién mejor que Clara? Su inteligencia no estaba bien cultivada, pues no sabía sino leer, escribir y hacer algunas cuentas; pero, en cambio, cosía muy bien y entendía toda clase de labores.
La hija de la Chacona creció en casa de Coletilla, y fue mujer. Creció sin juegos, sin amables compañeras, sin alegrías, sin esas saludables y útiles expansiones que conducen felizmente de la niñez a la juventud. Elías no la trataba mal, pero tampoco era muy cariñoso con ella. Los domingos la solía llevar a la Florida o a la Virgen del Puerto; una vez la llevó al teatro, y Clara creyó que era verdad lo que estaban representando. Los paseos dominicales cesaron cuando Elías tuvo ocupaciones y preocupaciones que le apartaban de su casa: entonces ella se limitó a oír misa muy de mañana en las monjas de Góngora, y en esta expedición la acompañaba una criada alcarreña llamada Pascuala, que Coletilla había tomado a su servicio.
Este encierro perpetuo hubiera agriado y pervertido tal vez otro carácter menos dulce y bondadoso que el de Clara, la cual llegó a creer que aquella vida era cosa muy natural, y que no debía aspirar a otra cosa; así es que vivía tranquila, melancólicamente feliz, y a veces alegre. Y, sin embargo, semanas enteras pasaban sin que una persona extraña penetrara en la casa del fanático. Parecía que toda la sociedad quería huir de aquella jaula en que estaba encerrado su mayor enemigo.
Sólo una excepción existía en aquel aislamiento normal. Ya hemos dicho que don Elías fue amigo y servidor de una antigua e ilustre casa. Después de la ruina de los Porreños y Venegas, sólo quedaron tres individuos, tres dueñas venerables que conservaron relaciones amistosas con el realista. Muy de tarde en tarde iban a visitarle. Tenían un trato seco; eran intolerantes, rígidas, orgullosas. Nunca hablaban a Clara sino con palabras solemnes, que daban tristeza y abatían el ánimo. No podían prescindir de la etiqueta, ni aun delante de una pobre muchacha, y eran tan ceremoniosas y tiesas, que Clara les llegó a tomar antipatía, porque siempre que iban a la casa dejaban allí una sombra de tristeza que duraba mucho tiempo en el alma de la huérfana.
En los últimos años, Coletilla entraba, como hemos dicho, en el período álgido de su frenesí político; la cólera era su estado normal, y era cosa imposible que en sus fanáticas obsesiones pudiera aquella alma irascible tener cariños y finezas para la pobre compañera que tanto las necesitaba. Por el contrario, mostrábase muy duro con ella; se estaba sin hablarle semanas enteras; otras veces la reprendía con acrimonia y sin motivo; la llamaba frívola y casquivana. Un día, al ver que la desventurada se había peinado con menos sencillez que de ordinario, y se había vestido, reformando un poco su natural elegancia con el poderoso instinto de la moda, que las mujeres más apartadas del mundo poseen, la riñó, repitiéndole muchas veces esta frase que le costó lágrimas a la infeliz: «Clara, te has echado a perder». Otras veces le daba al viejo por vigilarla, y le prohibía asomarse al balcón y abrir la puerta, es decir, la abandonaba o la martirizaba, según el estado de aquel espíritu perturbador y cruel.
Clara se puso mala; se iba agostando con lentitud como el clavel que crecía difícilmente en el patio de la escuela. Su melancolía creció, se puso descolorida y extenuada, y llegó a hacer temer graves peligros para su salud. Coletilla no pudo permanecer indiferente a la enfermedad de su protegida, y trajo un médico el cual expresó su dictamen muy brevemente, diciendo: «Si usted no manda a esta chica al campo, se muere antes de un mes».
El realista pensó que la muerte de aquella muchacha sería un contratiempo. Recordó que su hermana vivía en Ateca con su familia, y formó su plan.
Escribió dos letras, y algunos días después Clara entraba en el pueblo con el corazón rebosando de alegría.
Benéfica reacción se verificó en su salud, y su espíritu, tanto tiempo abatido por el fastidio y el encierro, se reanimó con el pleno goce de la Naturaleza y el trato de personas alegres que la atendían y la amaban. Aquellos días fueron una segunda vida para la desdichada mártir, porque se regeneró materialmente, adquiriendo lozanía, frescura y vigor: sus ojos, acostumbrados a la obscuridad de cuatro paredes, recorrían ya un largo horizonte; sus pasos la llevaban a grandes distancias; su voz era escuchada por amigas joviales y francas, por jóvenes sencillos, por viejos cariñosos; su alegría era comprendida y compartida por otros; sus inocentes deseos satisfechos; conocía la amistad, la vida familiar, la confianza; gozaba de un cielo hermoso, de un aire puro, de un bienestar sobrio y tranquilo, de felices y no monótonos días, de sosegadas y apacibles noches.
Pero durante la permanencia de Clara en Ateca pasaron cosas que influyeron poderosamente en el resto de su vida. Vamos a referirlas,