La Fontana de Oro. Benito Pérez Galdós
Читать онлайн книгу.al detener con un vigoroso esfuerzo el movimiento agresivo de Chaleco contra Elías, se rozó la mano izquierda con la extremidad puntiaguda de la empuñadura de la navaja que el mozo llevaba en la faja. Esta rozadura le levantó un poco la piel y le hizo derramar alguna sangre. El militar se envolvió la mano en un pañuelo, y con la derecha tomó el brazo del viejo. Este se hallaba magullado, roto y en un estado de desfallecimiento tal que no podía andar sino a pasos cortos y vacilando a cada momento.
El militar le sostuvo con fuerza, y andando con él muy lentamente, le preguntó dónde estaba su casa para llevarle a ella. Elías, sin contestarle, le encaminó haciéndole señas por la calle de Alcalá, dirigiéndose a la del Barquillo para tomar al fin la de Válgame Dios, donde aquel buen hombre vivía.
El joven militar era sin duda poco amante del silencio, y de carácter alegre y comunicativo, porque por el camino comenzó a hablar con singular volubilidad, pareciendo que el obstinado mutismo del vicio estimulaba más su prolija locuacidad.
No podemos transcribir los términos precisos en que habló este, que desde ahora es nuestro amigo, y nos acompañará en todo el tránsito de esta dilatada historia; pero conociendo su carácter como lo conocemos, es seguro que no será aventurado poner en boca suya estas o parecidas palabras:
«Hay que deplorar, amigo mío, en esta imperfecta vida humana, que las cosas mejores y más bellas tienen siempre un lado malo; fatal obscuridad que proyecta en breve parte de su esfera lo más resplandeciente y luminoso. Las instituciones más justas y buenas, ideadas por el hombre para producir efectos de bien común, ofrecen en los primeros tiempos de práctica extraños resultados, que hacen dudar a los de poca fe de la bondad y justicia de ellas. Los hombres mismos que fabrican un objeto de sutil mecanismo, vacilan en los primeros momentos del uso, y no aciertan a regular su compás y reposado movimiento. La libertad política, aplicación al gobierno del más bello de los atributos del hombre, es el ideal de los Estados. Pero ¡qué penosos son los primeros días de práctica! ¡Cómo nos aturde y desespera el primer ensayo de esta máquina!
»El mayor inconveniente es la impaciencia. Hay que tener perseverancia y fe, esperar a que la libertad dé sus frutos, y no condenarla desde el primer día. ¿No sería loco el que plantando un árbol le arrancara desesperado al ver que no echaba raíces, crecía y daba flores y frutos al primer día?».
Es probable que el militar no empleara estos mismos términos; pero es seguro que las ideas eran las mismas. Lo cierto es que al concluir esperó a ver si su peroración producía algún efecto en el viejo; pero este, sumamente abstraído, daba muestras de no atender a sus palabras y de hacer en su interior otras consideraciones no menos trascendentales y profundas.
«Es de deplorar -continuó el militar reforzando su elocuencia con un poco de mímica-, es de deplorar que los primeros derechos concedidos por la libertad sean mal empleados por algunos hombres. El hábito de la libertad es uno de los más difíciles de adquirir, y tenemos que sufrir los desaciertos de los que por su natural rudeza tardan más en adquirir este hábito. Pero no desconfiemos por eso, amigo. Usted, que es sin duda buen liberal, y yo, que lo soy muy mucho, sabremos esperar. No maldigamos al sol porque en los primeros momentos de la mañana produce molestia en nuestros ojos, cuando salen bruscamente de la obscuridad y del sueño».
Parose por segunda vez el joven para tomar aliento y ver si la fisonomía del anciano daba señales de aprobación; pero no observó en aquel rostro singular otra cosa que abstracción y melancolía.
«Esos que le han detenido a usted -continuó el militar-, no son liberales. O son agentes ocultos del absolutismo, o ignorantes soeces sin razón ni conciencia. O libertinos sin instrucción, o alborotadores asalariados. ¿Será preciso quitarles la libertad y no devolvérsela hasta que reciban educación o castigo? Entonces, ¿habrá libertad para unos, y para otros no? Ha de haberla para todos o quitársela a todos. ¿Y es justo renunciar a los beneficios de un sistema por el mal uso que algunos pocos hacen de él? No: más vale que tengan libertad ciento que no la comprenden, que la pierda uno solo que conoce su valor. Los males que con ella pudieran ocasionar los ignorantes son inferiores al inmenso bien que un solo hombre ilustrado pueda hacer con ella. No privemos de la libertad a un discreto por quitársela a cien imprudentes».
El joven se paró por tercera vez por dos razones: primera, porque no tenía más que decir (insistimos en que no empleó las mismas palabras); y segunda, porque el viejo, al llegar a su calle, se detuvo en una puerta, y dijo: «Aquí». El viejo había concluido, y el militar iba a dejar a su nuevo amigo; pero notó que estaba este cada vez más desfallecido y corría peligro de no poder subir si le abandonaba. El locuaz y discreto joven entró, pues, en la casa sosteniendo al realista, que apenas podía dar un paso.
La mansión de Elías se ostentaba en la mitad de la calle de Válgame Dios, donde hacía veces de palacio. Colocada entre dos casas a la malicia, aparecía allí con proporciones gigantescas, sin que por eso tuviera más que dos pisos altos, de los cuales el superior gozaba la singular preeminencia de ser habitado por nuestro héroe.
La fachada era mezquina, fea. El cuarto bajo servía de oficina a las ruidosas ocupaciones de un machacador de hierro, que surtía de sartenes, asadores y herraduras a todo el barrio del Barquillo. Los balcones del principal eran fiel remedo de los jardines colgantes de Babilonia, porque había en ellos muchos tiestos con flores, muchas matas que estaban en camino de ser árboles, juntamente con tres jaulas de codornices y dos reclamos, que por la noche daban armonía a toda la calle. En medio de esta selva y de estos gorjeos se veía una muestra de Prestamista sobre alhajas.
El portal era angosto y muy largo. Para llegar a la escalera, que estaba en lo profundo, se corrían mil peligros a causa de las sinuosidades del terreno, en el cual los hoyos, llenos de inmundicia, alternaban con puntiagudos guijarros, alzados media cuarta. La escalera era angosta, y sus paredes, blanqueadas en tiempo de Felipe V, cuando menos, se hallaban en el presente siglo cubiertas de una venerable capa de mugre, excepto en la faja o zona por donde rozaban los codos de los que subían, la cual tenía singular pulimento. En uno de los tramos había, no un candil, sino el sitio de un candil manifestado en una gran chorrera de aceite hacia abajo, una gran chorrera de humo hacia arriba, y en la convergencia de ambas manchas un clavo ennegrecido.
Llegaron al segundo, y el militar llamó. Sin duda, alguna persona esperaba con impaciencia, porque la puerta se abrió al momento. Abriola una joven como de diez y ocho años de edad, que al ver el aspecto abatido del viejo, y sobre todo al ver que un desconocido le acompañaba, cosa sin duda muy rara en él, dejó escapar una exclamación de temor y sorpresa.
«¿Qué hay? ¿Qué le ha pasado a usted?» dijo cerrando la puerta, después que los dos estaban en el pasillo.
E inmediatamente marchó delante y abrió la puerta de una sala, donde entraron los tres. El anciano no habló palabra, y se dejó caer en un sillón con muestras de dolor.
«¿Pero está usted herido? ¿A ver? Nada» dijo la joven examinando con mucha solicitud a Elías y tomándole la mano.
-No ha sido nada -dijo el militar, que se había descubierto respetuosamente-, no ha sido nada: pasaba hace un momento por la calle, y cinco hombres soeces que le encontraron quisieron que cantara no sé qué cosa, y el señor, que no estaba para cantos, se negó.
La joven miró al militar con expresión de estupor. Parecía no comprender nada de lo que este había dicho.
«Eran unos borrachos que quisieron hacerle daño; pero pasé yo felizmente... No se asuste usted: no tiene nada».
Elías pareció un poco repuesto; apartó con despego a la joven, y su semblante principió a serenarse.
«¡Ay!, qué miedo he tenido esta noche -dijo la joven-. Esperándole hora tras hora y sin parecer... Luego esos alborotos en la calle... A media noche pasaron por ahí unos hombres gritando. Pascuala y yo nos escondimos allí dentro, y nos sentamos en un rincón temblando de miedo. ¡Cómo gritaban! Después sentimos muchos golpes... decían que iban a matar a uno. Nosotras nos pusimos a llorar. Pascuala se desmayó; pero yo procuré animarme, y juntas empezamos a rezar de rodillas delante de la Virgen que está allí dentro. Después se fue alejando el ruido; sentimos unos quejidos en la calle.