Marianela. Benito Pérez Galdós

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Marianela - Benito Pérez Galdós


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confundiéndose con los terroríficos bultos y sombrajos que engendra la fiebre.

      —¡Choto, Choto, aquí!—dijo el ciego—. Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en una galería.

      En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas.

      El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Siguole el ciego con la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo la tierra.

      —Es pasmoso—dijo—que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.

      —Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente frío; abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en salir.

      Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Después dijo:

      —Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aquí se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted frío?

      —Diga usted, buen amigo—interrogó el doctor festivamente—. ¿Está usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el estómago de un gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?

      —Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente. Ya hemos entrado en la parte más seca. Esto es arena pura.... Ahora vuelve la piedra.... Aquí hay filtraciones de agua sulfurosa; por aquí una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra.... También hay capas de pizarra: esto llaman esquistos.... ¿Oye usted cómo canta el sapo? Ya estamos cerca de la boca. Allí se pone ese holgazán todas las noches. Le conozco; tiene una voz ronca y pausada.

      —¿Quién, el sapo?

      —Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.

      —En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca.

      Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor, fue el canto melancólico que había oído antes. Oyolo también el ciego; volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo:

      —¿La oye usted?

      —Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?...

      En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, gritó:

      —¡Nela!... ¡Nela!

      Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.

      El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:

      —No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería... en la herrería!

      Después, volviéndose al doctor, le dijo:

      —La Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. Al anochecer volvíamos juntos del prado grande... hacía un poco de fresco. Como mi padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metime en la cabaña de Romolinos, y la Nela corrió a mi casa a buscarme el gabán. Al poco rato de estar en la cabaña, acordeme de que un amigo había quedado en esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a la Nela, y salí con Choto. Pasaba por la Terrible, cuando le encontré a usted.... Pronto llegaremos a la herrería. Allí nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa, y ella le acompañará a usted hasta las oficinas.

      —Muchas gracias, amigo mío.

      El túnel les había conducido a un segundo espacio más singular que el anterior. Era una profunda grieta abierta en el terreno, a semejanza de las que resultan de un cataclismo; pero no había sido abierta por las palpitaciones fogosas del planeta, sino por el laborioso azadón del minero. Parecía el interior de un gran buque náufrago, tendido sobre la playa, y a quien las olas hubieran quebrado por la mitad, doblándole en un ángulo obtuso. Hasta se podían ver sus descarnados costillajes, cuyas puntas coronaban en desigual fila una de las alturas. En la concavidad panzuda distinguíanse grandes piedras, como restos de carga maltratados por las olas; y era tal la fuerza pictórica del claro-oscuro de la luna, que Golfín creyó ver, entre mil despojos de cosas náuticas, cadáveres medio devorados por los peces, momias, esqueletos, todo muerto, dormido, semi-descompuesto y profundamente tranquilo, cual si por mucho tiempo morara en la inmensa sepultura del mar.

      La ilusión fue completa cuando sintió rumor de agua, un chasquido semejante al de las olas mansas cuando juegan en los huecos de una peña o azotan el esqueleto de un buque náufrago.

      —Por aquí hay agua—dijo a su compañero.

      —Ese ruido que usted siente—replicó el ciego deteniéndose—y que parece... ¿cómo lo diré? ¿no es verdad que parece ruido de gárgaras, como el que hacemos cuando nos curamos la garganta?

      —Exactamente. ¿Y dónde está ese buche de agua? ¿Es algún arroyo que pasa?

      —No, señor. Aquí, a la izquierda, hay una loma. Detrás de ella se abre una gran boca, una sima, un abismo cuyo fin no se sabe. Se llama la Trascava. Algunos creen que va a dar al mar por junto a Ficóbriga. Otros dicen que por el fondo de él corre un río que está siempre dando vueltas y más vueltas, como una rueda, sin salir nunca fuera. Yo me figuro que será como un molino. Algunos dicen que hay allá abajo un resoplido de aire que sale de las entrañas de la tierra, como cuando silbamos, el cual resoplido de aire choca contra un chorro de agua, se ponen a reñir, se engrescan, se enfurecen y producen ese hervidero que oímos de fuera.

      —¿Y nadie ha bajado a esa sima?

      —No se puede bajar sino de una manera.

      —¿Cómo?

      —Arrojándose a ella. Los que han entrado no han vuelto a salir, y es lástima, porque nos hubieran dicho qué pasaba allá dentro. La boca de esa caverna hállase a bastante distancia de nosotros; pero hace dos años los mineros, cavando en este sitio, descubrieron una hendidura en la peña, por la cual se oye el mismo hervor de agua que por la boca principal. Esta hendidura debe comunicar con las galerías de allá dentro, donde está el resoplido que sube y el chorro que baja. De día podrá usted verla perfectamente, pues basta trepar un poco por las piedras del lado izquierdo, para llegar hasta ella. Hay un cómodo asiento. Algunas personas tienen miedo de acercarse; pero la Nela y yo nos sentamos allí muy a menudo a oír cómo resuena la voz del abismo. Y efectivamente, señor, parece que nos hablan al oído. La Nela dice y jura que oye palabras, que las distingue claramente. Yo, la verdad, nunca he oído palabras; pero sí un murmullo como soliloquio o meditación, que a veces parece triste, a veces alegre, a veces colérico, a veces burlón.

      —Pues yo no oigo sino ruido de gárgaras—dijo el doctor riendo.

      —Así parece desde aquí... Pero no nos retardemos, que es tarde. Prepárese usted a pasar otra galería.

      —¿Otra?

      —Sí, señor. Y ésta, al llegar a la mitad se divide en dos. Hay después un laberinto de vueltas y revueltas, porque se hicieron galerías que después quedaron abandonadas, y aquello está como Dios quiere. Choto, adelante.

      Choto se metió por un agujero, como hurón que persigue al conejo, y siguiéronle el doctor y su guía, que tentaba con su palo el tortuoso, estrecho y lóbrego camino. Nunca el sentido del tacto había tenido más delicadeza y finura, prolongándose desde la epidermis humana hasta un pedazo de madera insensible. Avanzaron, describiendo primero una curva, después ángulos y más ángulos, siempre entre las dos paredes de tablones húmedos y medio podridos.

      —¿Sabe usted a lo que me parece esto?—dijo el doctor, conociendo que los símiles agradaban a su guía—. Pues se me parece a los pensamientos del hombre perverso. Parece que somos la intuición del malo, cuando penetra en su conciencia para verse en toda su fealdad.

      Creyó Golfín que


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