La conquista de la actualidad. Steven Johnson

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La  conquista de la actualidad - Steven  Johnson


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Gardiner. Unos meses después de la boda de su hermana, Tudor comenzó a tomar notas en un diario. Como portada, dibujó un boceto del edificio de Rockwood que durante años le había permitido a su familia escapar al calor del sol estival. Lo llamó “Ice House Diary” (del inglés, “El diario del almacén de hielo”). La primera entrada decía lo siguiente: “Plan etc., para transportar hielo a los climas tropicales. Boston, 1 de agosto de 1805. En el día de hoy, William y yo decidimos reunir todas nuestras pertenencias y embarcarnos en el proyecto de llevar hielo a las Indias Occidentales el próximo invierno”.

      La entrada era típica del comportamiento de Tudor: enérgico, confiado, casi cómicamente ambicioso (aparentemente, su hermano William estaba menos convencido de lo promisorio de este plan). La confianza de Tudor en este emprendimiento derivaba del valor que el hielo tendría al llegar a los trópicos: “En un país donde en algunas estaciones del año el calor es prácticamente insoportable –escribió en una entrada posterior– y donde a veces el agua, la necesidad básica de la vida, solo puede consumirse en estado tibio, el hielo debe considerarse como un bien superior a muchos otros lujos”. El mercado del hielo estaba destinado a dotar a los hermanos Tudor de fortunas mucho más grandes de las que alguien podría imaginar. Sin embargo, parece haberle prestado menos atención a los desafíos propios del transporte del hielo. En concordancia con el período, los Tudor confiaban en las historias –seguramente apócrifas– de que se había enviado un cargamento de helado casi intacto desde Inglaterra hasta Trinidad como evidencia prima facie de que su plan debería funcionar. Al leer el “Ice House Diary”, podemos escuchar la voz de un hombre enceguecido por su propia convicción, negado a escuchar cualquier tipo de duda o argumentos en su contra.

      Sin importar cuán engañado pueda haber estado Frederic, tenía algo a su favor: contaba con los medios para poner su plan en marcha. Tenía el dinero suficiente como para contratar un barco y un suministro interminable de hielo, fabricado por la Madre Naturaleza cada invierno. De esta forma, en noviembre de 1805, Tudor envió a su hermano y a su primo a Martinica como equipo de avanzada, con instrucciones para negociar los derechos exclusivos del hielo, que enviarían muchos meses más tarde. Mientras esperaba novedades de sus enviados, Tudor compró un bergantín llamado Favorite por $4.750 y comenzó a preparar el hielo para la travesía. En febrero, Tudor partió del puerto de Boston hacia las Indias Occidentales, con el Favorite cargado de hielo de Rockwood. El plan de Tudor era lo bastante atrevido como para atraer la atención de la prensa, aunque el tono utilizado dejaba algo que desear. “No es ninguna broma –decía el Boston Gazette–, un navío cargado con 80 toneladas de hielo ha partido desde este puerto hacia Martinica. Esperamos que no resulte ser otra especulación sin fundamentos”.

      La burla del Gazette terminaría siendo bien fundada, aunque no por los motivos que uno hubiera esperado. A pesar de varias demoras relacionadas con el clima, el hielo sobrevivió bastante bien la travesía. El problema resultó ser algo que Tudor nunca había contemplado. Los residentes de Martinica no tenían ningún interés en este exótico bien congelado. Simplemente no sabían qué hacer con él.

      En el mundo moderno, tomamos por sentado que durante un día cualquiera nos veremos expuestos a distintas temperaturas. Disfrutamos de nuestro café caliente por la mañana y del helado como postre en la cena. Los que vivimos en climas con veranos cálidos, esperamos un constante ir y venir entre las oficinas con aire acondicionado y la humedad brutal al aire libre; en aquellos sitios donde predomina el invierno, nos abrigamos y nos aventuramos hacia las heladas calles, para luego subir el termostato cuando regresamos al hogar. Pero la gran mayoría de los hombres que vivían en climas ecuatoriales en el siglo xix nunca habían experimentado algo frío. La idea del agua helada debería sonar tan fantasiosa para los residentes de Martinica como el iPhone.

      Las misteriosas y casi mágicas propiedades del hielo aparecerían más tarde en una de las más maravillosas líneas de apertura de la literatura del siglo xx en la obra de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Buendía recuerda una serie de carpas que instalaba un grupo de gitanos desarrapados, donde en cada una podía apreciarse una extraordinaria nueva tecnología. Los gitanos solían exhibir lingotes magnéticos, telescopios y microscopios, pero ninguno de estos logros de la ingeniería impresionaba tanto a los residentes del imaginario pueblo de Macondo, en América del Sur, como un simple bloque de hielo.

      No obstante, en ocasiones, la mera novedad de un objeto puede hacer que sea difícil discernir su utilidad. Este fue el primer error de Tudor. Había imaginado que la novedad del hielo sería un punto a su favor y que los bloques de hielo superarían a cualquier otro lujo. En cambio, solo recibió miradas confundidas.

      La indiferencia a los poderes mágicos del hielo había impedido que William, el hermano de Tudor, consiguiera un comprador exclusivo para el cargamento. Lo que es aún peor, William ni siquiera había podido encontrar una ubicación adecuada para almacenar el hielo. Tudor viajó hasta Martinica para descubrir que no había demanda para su producto, que se estaba derritiendo a un ritmo alarmante ante el calor tropical. Repartió folletos por todo el pueblo e incluyó instrucciones específicas acerca de cómo llevar y preservar el hielo, pero pocas personas le prestaron atención. Sí consiguió preparar algo de helado, lo que impresionó a algunos lugareños, quienes creían que esta exquisitez no podía crearse tan cerca del Ecuador. Pero, en última instancia, el viaje fue un completo fracaso. En su diario, calculó que había perdido casi $4.000 con esta desventura tropical.

      El desolador patrón del viaje a Martinica se repetiría en los años subsiguientes, con resultados aún más catastróficos. Tudor envió una serie de barcos con hielo hacia el Caribe, pero solo recibió un pequeño aumento en la demanda de su producto. Mientras tanto, la fortuna de su familia colapsó y los Tudor se retiraron a su granja en Rockwood, que –como casi todas las tierras de Nueva Inglaterra– no era muy idónea para la agricultura. El cultivo de hielo era la última esperanza de la familia. Pero era una esperanza de la cual la sociedad de Boston se burlaba abiertamente, y una serie de naufragios y embargos parecían justificar el escarnio. En 1813, Tudor fue enviado a la prisión para deudores. Muchos años más tarde, escribió lo siguiente en su diario:

      El lunes 9 me arrestaron [...] y me encerraron por deudor en una prisión de Boston [...] En este día memorable en mi pequeña crónica, tengo 28 años, 6 meses y 5 días de edad. Es un evento que creo que no podría haber evitado, pero es un clímax del que sí esperaba poder escapar, dado que mis negocios por fin están mejorando luego de una terrible lucha contra circunstancias adversas durante siete años. Sin embargo, esto ha sucedido y debo intentar soportarlo como haría contra las tempestades del cielo, que deberían servir para fortalecer, en lugar de menguar, el espíritu de un verdadero hombre.

      El incipiente negocio de Tudor se enfrentaba a dos importantes obstáculos. Tenía un gran problema de demanda, dado que la mayoría de sus potenciales clientes no comprendían para qué les sería útil este producto. Y tenía un problema de almacenamiento: perdía gran parte del producto por culpa del calor, especialmente una vez que llegaba a los trópicos. Pero su experiencia en Nueva Inglaterra le otorgó una ventaja crucial, más allá del hielo en sí mismo. A diferencia del sur de los Estados Unidos, que se caracterizaba por las plantaciones de azúcar y de algodón, los estados del norte estaban casi desprovistos de recursos naturales que pudieran vender en otro sitio. Esto significaba que los barcos salían vacíos del puerto de Boston y se dirigían a las Indias Occidentales para llenar sus cascos con cargamentos valiosos, antes de regresar a los adinerados mercados de la costa este. Pagarle a una tripulación para que navegara sin cargamento era una verdadera pérdida de dinero. Cualquier cargamento era mejor que nada, es decir que Tudor podía negociar tarifas más económicas si cargaba el hielo en lo que de otra forma hubiera sido un barco vacío y, de esta manera, evitaba la necesidad de comprar y mantener sus propios navíos.

      Por supuesto, gran parte de la belleza del hielo es que era básicamente gratis: Tudor solo necesitaba pagarles a sus trabajadores para que tallaran los bloques de los lagos congelados. La economía de Nueva Inglaterra generaba otro producto que también carecía de valor: aserrín –el principal desecho de los aserraderos–. Tras años


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