La palabra muda. Jacques Ranciere

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La palabra muda - Jacques  Ranciere


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aquí, es un modelo escriturario. Lo que quiere decir dos cosas. Si la obra es una catedral es, en una primera acepción, porque se trata del monumento de un arte que no está gobernado por el principio mimético. Como la catedral, la novela nueva no se deja comparar con nada que sea exterior a ella misma, no remite a ningún sistema de decoro representativo que convenga a un tema. Construye con la materia de las palabras un monumento del cual solo cabe apreciar la amplitud de las proporciones y la profusión de las figuras. La metáfora arquitectónica puede pasar a ser metáfora lingüística para expresar que la obra es en primer lugar realización de una potencia singular de creación. Se asemeja a una lengua particular tallada en el material de la lengua común. Es lo que dice otro redactor de la Revue des Deux Mondes: “Las páginas escritas por Hugo, sus perfecciones e imperfecciones, no pueden haber sido escritas más que por él. Unas veces es un pensamiento tan potente que parece pronto a hacer estallar la frase que lo encierra; otras veces una imagen tan pintoresca que el pintor no podría reproducirla tal como el poeta la ha concebido; algunas veces aun, una lengua tan extraña que para escribirla parece que el autor ha utilizado las letras desconocidas de un idioma primitivo y que la combinación misma de las letras de ese alfabeto no fuera posible en ningún otro”26.

      La catedral de palabras es obra única y manifiesta una potencia del genio que supera la tarea tradicional que se le asignaba en el análisis de Batteux: “ver con justeza” el objeto que se quiere representar. La catedral de palabras ya es “libro sobre nada”, firma de un individuo en tanto que individuo27. Pero al expresar la exclusiva potencia individual del genio, el libro incomparable se vuelve semejante a aquello que solo expresa a su vez la exclusiva potencia anónima de sus creadores, el genio único de un alma común, la catedral de piedra. Se puede reconocer una semejanza entre el genio desligado del creador y el genio anónimo que ha edificado el poema colectivo, la plegaria colectiva de la catedral. El poeta es capaz de construir, en una catedral de palabras, la novela de la catedral de piedra porque esta misma ya es un libro. Es lo que observa el viajero Hugo, cuando descubre en la noche el tímpano de la catedral de Colonia: “Una luz que apareció en una ventana vecina iluminó por un instante bajo los dovelajes una multitud de exquisitas estatuillas sentadas, ángeles y santos leyendo en un gran libro abierto sobre sus rodillas, o hablando y predicando con sus dedos en alto. Así, unos estudian, otros enseñan. Un admirable prólogo para una iglesia que no es más que el Verbo hecho mármol, bronce y piedra”28.

      La potencia original del poema se toma de la potencia común donde los poemas tienen origen. La catedral es poema de piedra, identidad entre la obra de un arquitecto y la fe de un pueblo, materialización del contenido de dicha fe: la potencia de encarnación del Verbo. Al principio unificador de la historia, tal como lo expresaba el ut pictura poesis, se opone el principio unificador del Verbo como lenguaje de todos los lenguajes, lenguaje que reúne originariamente la potencia de encarnación de cada lenguaje particular. El idioma singular del poeta no sirve más que para expresar la potencia común del Verbo tal y como la vuelve visible la catedral, la potencia divina de la palabra hecha espíritu colectivo de un pueblo; palabra que se olvidaría en la piedra y la libraría a la despreocupación de los constructores-demoledores si una palabra poética no viniera a manifestar nuevamente en el poema de las palabras la potencia poético-religiosa que en ella está inscrita. Entre los lectores y los predicadores del libro de Vida representados en el tímpano de piedra, la catedral como Libro o Verbo encarnado en la piedra, la fe de los constructores de catedrales, la empresa de hacer vivir en una novela figuras carnales análogas a sus figuras esculpidas y las palabras-piedras del libro-catedral, se traza un círculo que imita al que unía antiguamente al poeta dramático a todo un universo de la palabra en acto. Pero este círculo ya no es el de la palabra-acto del orador. Es el de la escritura. Al orador sagrado se opone el santo o el ángel de piedra que expresa mejor que él la potencia del Verbo hecho carne. Al orador profano que exhorta a los hombres reunidos se opone el constructor del poema de piedra que expresa mejor que él la potencia de la comunidad habitada por la palabra. La palabra elocuente será, en adelante, la palabra silenciosa de lo que no habla con el lenguaje de las palabras o de lo que nos hace pronunciar las palabras ya no como instrumentos de un discurso de la persuasión o la seducción sino como símbolos de la potencia del Verbo, de la potencia a través de la cual el Verbo se encarna. El círculo de palabra que vincula el libro del poeta con el libro del tímpano, y el libro del tímpano con el libro de Vida que ha inspirado al constructor, puede parecer muy cercano al que se trazaba en torno a la escena dramática. Y sin embargo es un paradigma de la palabra viva que ha sustituido a otro: un paradigma de la escritura como palabra viva. Es el que rige en adelante la poesía, el que hace que haya dejado de ser un género de las Bellas Letras, definido por el uso de la ficción, para ser un uso del lenguaje, y un uso que se demuestra de manera ejemplar en la prosa del género sin género que es la novela. La prosa de Hugo es poética porque reproduce, no la escena esculpida en el tímpano de la catedral, sino lo que esta escena expresa –es decir, manifiesta y simboliza al mismo tiempo–, lo que su mutismo, entonces, dice dos veces: la diferencia por la cual la piedra se hace verbo y el verbo, piedra.

      Pero para comprender la fórmula que vuelve equivalentes el poema y la piedra, y deducir sus consecuencias, hay que desplegar las diferentes relaciones que encierra: entre la novela y el libro de Vida; entre el libro de Vida y el poema; entre el poema, el pueblo y la piedra. Comencemos entonces por el principio, es decir por la aparente paradoja que liga, en nombre de la poesía, el no-género novelesco al texto sagrado. En 1669 Pierre-Daniel Huet publicó su tratado Sobre el origen de las novelas. Huet es ese tipo de “literatos” del que nos habla Voltaire, más apasionado por los versos latinos que intercambia con su amigo Ménage que por las novedades del teatro trágico. Por eso es tanto más significativo verlo interesarse, como su camarada, por la literatura sin reglas de la novela, colaborar discretamente con Madame de La Fayette o escribir para esta última un prefacio más largo que el libro mismo a La princesa de Montpensier. Y es aún más significativo ver la relación que establece entre el menoscabado género novelesco, la tradición poética y el Libro sagrado del que pronto se convertirá en sacerdote.

      A primera vista, el planteo de Huet parece resumirse en una expansión del dominio poético que permite la inclusión de ese género marginal que es la novela. Para ello se basa por otra parte en una “máxima de Aristóteles”, inhallable en el texto de la Poética pero seguramente conforme a su doctrina: “El poeta es tanto más poeta por las ficciones que inventa que por los versos que compone”. El concepto de mimesis es discretamente sustituido por un concepto más amplio, el de fabulación. Ahora bien, la aparente expansión del dominio mimético comienza a subvertir su propio principio en torno precisamente a esta sustitución. Porque la “fabulación” supone dos cosas a la vez: es la percepción confusa y llena de imágenes que los pueblos del Occidente bárbaro se hacen de una verdad que son incapaces de discernir. Pero también es el conjunto de los artificios (fábulas, imágenes o juegos de sonoridades) que los pueblos del Oriente refinado inventaron para transmitir la verdad, para ocultar lo que de ella debía ser ocultado y adornar lo que de ella debía ser transmitido. El dominio de la fabulación es entonces el de la presentación sensible de una verdad no sensible. Y este modo de presentación es al mismo tiempo el arte a través del cual los sabios envolvían con fábulas o disimulaban con jeroglíficos los principios de la teología y de la ciencia y el gesto natural de los pueblos “de espíritu poético y fecundo de invenciones” que solo discurren por medio de figuras y solo se explican por medio de alegorías. Este es el procedimiento que Homero y Herodoto enseñaron a los griegos y el procedimiento con el que Pitágoras o Platón disfrazaron sus filosofías, traducidas por Esopo en fábulas populares que los árabes tomaron de él y transmitieron al Corán. Pero también el de los persas, apasionados por ese “arte de mentir agradablemente” del que dan testimonio aún los titiriteros de la plaza mayor de Ispahán. O aun el de los apólogos chinos o las parábolas filosóficas de los hindúes. Esta manera de escribir oriental es, por último, la de la propia Santa Escritura, “enteramente mística, enteramente alegórica, enteramente enigmática”. Los Salmos, los Proverbios, el Eclesiastés, el Libro de Job son “obras poéticas, llenas de figuras que parecerán audaces y violentas en nuestros escritos pero que son comunes en los de esta nación”; el Cantar de los Cantares es “una obra dramática que toma una forma pastoril, en la que los sentimientos


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