El fin del armario. Bruno Bimbi

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El fin del armario - Bruno Bimbi


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Ludwig Wittgenstein; una experiencia de sí mismo, de autopercepción, de identidad y de relación con los demás. No por alguna verdad metafísica o algún orden natural trascendental, sino porque vivimos en este mundo y somos parte de esta tribu, los humanos, para la cual esas palabras dicen algo importante. Una persona que lleva una vida hétero, tiene deseos sexuales predominantemente héteros y se siente feliz con ello no va a perder ningún título por una experiencia sexual homosexual, ni un gay dejará de serlo por una experiencia ocasional con alguien del sexo opuesto. De hecho, lo más probable es que esa experiencia ocasional tampoco lo lleve a pasar a entenderse como bisexual.

      Por otro lado, también es cierto que hay mucha gente que no encaja de forma tan categórica en esas clasificaciones, porque las opciones son muchas más que aquellas que se nos presentan como posibles. La escala de Kinsey, más allá de todas las críticas que se le han hecho, es más realista que el par excluyente hétero/homo, aunque no deje de ser otra lista de opciones que no podrá abarcar todas las experiencias posibles. El término “bisexual”, importante como identidad para aquellos que tienen relaciones sexuales satisfactorias y pueden formar parejas, enamorarse o desear a personas de ambos sexos, no alcanza para definir otras experiencias, como las de aquellos que tienen una identidad gay o hétero y una vida sexual que generalmente encaja con ella, pero saltan el cerco de vez en cuando, o con frecuencia. O quienes, simplemente, viven experiencias sexuales en diferentes momentos de su vida sin pedirle permiso a una identidad fija e inmutable.

      La compleja sexualidad de los varones heterosexuales incluye también al chico que tiene novia y una vida social hétero, pero de vez en cuando tiene sexo con hombres, ya sea clandestinamente o sin hacerse problemas; el que se hace chupar la pija en el túnel de Amerika sin dejar de sentirse el más machito del mundo; el que experimentó una y otra cosa en la adolescencia y después lo hizo sólo con mujeres; el que vive en el armario hasta muy grande sin asumir lo que siente; el taxi boy que solo tiene sexo con hombres cuando trabaja, pero no le gusta hacerlo, o le gusta pero no lo reconoce, o sí lo reconoce pero no lo hace fuera del trabajo; el que sólo tiene sexo con hombres cuando está borracho; el que lo hizo una vez por curiosidad y todo bien, sin cuestionarse nada, y muchos etcéteras. E igual de compleja es la sexualidad de los que se dicen gays, y de las mujeres, hétero o lesbianas.

      ¿Y qué decir de cuando la orientación sexual, la identidad de género y los roles en la cama se relacionan, de las más diversas formas, con una disparidad de juicios sobre la identidad sexual del otro y sobre lo que determinados papeles “significan” en términos identitarios? (Hablamos aquí de cómo cada uno se percibe y percibe al otro y de cómo ello se relaciona con su propio deseo, más allá de lo que pensemos sobre esas percepciones). Están los hombres heterosexuales cisgénero (es decir, no trans) que tienen relaciones con trans porque las entienden como mujeres y, por tanto, no sienten que eso cuestione su heterosexualidad, pero algunos sólo las desean si las ven “bien femeninas”. Y están los que no les interesa preguntarse si son hombres o mujeres, más o menos “femeninas” en su aspecto, ni se cuestionan qué dice eso de su propia orientación sexual. Y los que salen con trans, pero solo son activos, porque reproducen el papel de “macho”. Y los que salen con trans y son pasivos, pero nunca tendrían relaciones con varones. Y los que experimentan con juguetes sexuales, pero apenas con su novia, o solos. Y los gays que no sienten atracción por hombres trans, y los que sí. Y los que sólo sienten atracción por hombres “muy masculinos”, y los que prefieren a los afeminados. La misma diversidad existe en el caso de las mujeres.

      Hay muchas más posibilidades de las que imaginamos y todas las clasificaciones son útiles, suficientes para las experiencias de algunos, pero no alcanzan para abarcar las de todos. Eso siempre fue así, de forma más abierta o más clandestina, con aceptación o sin ella, con teorizaciones o sin ellas, dicho o no dicho. Pero en otras épocas, todo lo que no encajaba en la norma era reprimido de tal forma que había que auto obligarse a aceptarla o vivir clandestinamente. Porque la norma dice que todo lo que no encaja está mal, es un desvío, algo reprochable, sucio, pecaminoso, enfermizo. Por suerte, cada vez menos gente piensa así y eso hace más fácil que los demás vivan su vida.

      Lo que al fin está cambiando –y se refleja en las respuestas de diferentes generaciones a encuestas como las de YouGov– no son las posibilidades del deseo, ni la diversidad de la sexualidad humana, sino la posibilidad de asumir los deseos, permitirse concretarlos, ser feliz con ellos y reconocerlo ante los demás, inclusive en una encuesta (que, al realizarse con una muestra de personas que responden online, anónimamente, permite una mayor sinceridad).

      Lo que cambió es que los encuestados más jóvenes probablemente se animan a hacer y decir lo que desean sin miedo a ser censurados o sufrir consecuencias o a tener culpa por ello, porque viven su sexualidad con más naturalidad y menos imposiciones. Que, poco a poco, los baños públicos pierden terreno frente al Grindr y las discotecas donde todos conviven, o las relaciones que comienzan con vínculos cotidianos donde antes sería mucho más difícil, como el barrio, la red de amistades, el trabajo, la escuela o la universidad. Que en muchos lugares –y eso varía y se nota en otras segmentaciones de la encuesta– tener novio si sos chico o novia si sos chica, o tener una vida sexual que incluya un menú más amplio, no es algo que avergüence o dé miedo a un adolescente, como hace 10, 20 o 50 años –o inclusive a sus padres–, independientemente de cómo se asuma desde el punto de vista identitario.

      Lo que estas encuestas reflejan es que, poco a poco, somos más libres. Y eso no va a acabar con las identidades o las diferencias, tampoco con la diversidad, pero va a permitir que se expresen sin la obligación de adaptarse a las normas de los otros.

      No es que haya más putos que antes. O más bisexuales. Es que, poco a poco, hay más libertad y menos miedo de disfrutar de la vida, y de responder la verdad si nos preguntan, como si nos preguntaran si nos gusta lo dulce o lo salado, las películas de acción o las comedias, o un poco de cada cosa, porque sí.

      Y al final se supo: uno de cada cinco hombres hétero mira pornografía gay en internet.

      Podríamos presentar la noticia de varias formas. Por ejemplo: “Casi el 100 por ciento de los varones mira pornografía online”, o “Más de la mitad de los gays miran pornografía hétero”. El recorte elegido, sin embargo, resalta el dato que probablemente sorprenda más, aunque no debería, porque el deseo y la curiosidad siempre van más lejos que el comportamiento.

      Y, gracias a internet, ahora es más fácil.

      Antiguamente, para ver una porno, era necesario ir a un cine especializado, comprarla o alquilarla en un videoclub. En cualquier caso, hacía falta algún tipo de interacción con otras personas, conocidos o desconocidos, que acabarían enterándose: el empleado de la boletería del cine o del videoclub, los otros clientes, la gente que por casualidad pasaba por ahí. Si eso podía inhibir a muchos homosexuales con ganas de ver porno gay, qué decir de las dificultades que enfrentaban los héteros con curiosidad por saber cómo es el sexo entre dos hombres: hacía falta que tuvieran muchas ganas y algo más que dudas para que se animaran a entrar a un cine condicionado gay o a agarrar esa película, con esa foto tan explícita en la cajita, llevarla hasta el mostrador del videoclub y pagar.

      Pero eso cambió. Ver porno online en la intimidad del hogar es tan fácil como buscar una receta, pagar las cuentas en la web del banco o leer el diario. Todo, absolutamente todo, está a disposición de todos (a no ser en las dictaduras y regímenes teocráticos, que restringen el acceso a determinado tipo de contenidos en internet), y hay infinidad de páginas que pueden visitarse de forma anónima –eso sí: cuidado con el malware, si no querés terminar en un episodio de Black Mirror– y sin pagar un centavo.

      Como era previsible, esa “democratización” de la pornografía cambió los hábitos de mucha gente, borrando fronteras y naturalizando lo que era tabú: de acuerdo con un estudio realizado en EE.UU. y publicado en Archives of Sexual Behavior con el título “Sexually Explicit Media Use by Sexual Identity: A Comparative Analysis of Gay, Bisexual, and Heterosexual Men in the United States”, el 20,7 por ciento de los varones heterosexuales consultados habían visto pornografía gay al menos una vez en los últimos seis meses. Como era de esperar, las respuestas positivas suben bastante (96


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