Las sombras cardinales de Porfirio. Hugo Barcia

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Las sombras cardinales de Porfirio - Hugo Barcia


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en el cementerio del oeste de la ciudad.

      Y ya habiendo transcurridos cinco años desde que sus restos mortales comenzaran a descansar en la Chacarita, la polaca se encontraba una mañana de sábado observando cómo su viudo tomaba mate bajo el alero de la casa, hablándole sin cesar y sin perder la esperanza de que alguna vez Porfirio Gómez le contestara. Pero el dueño de los burdeles ni le contestaba ni la miraba y se podrá decir que esto era así porque debía ser así: los muertos no se ven ni sus voces se escuchan. Todo el mundo creía eso, menos la polaca.

      Mientras el padre vivo y la madre muerta estaban bajo el alero, como quedó dicho, los mellizos endiablados, que ya pugnaban por alcanzar el metro de altura, potreaban en los fondos del caserón, a escondidas de los mayores.

      Desde aquella tierna edad, los mellizos ya se entrenaban en pequeñas maldades como atormentar a las gallinas ponedoras, aun bajo riesgo de ser corridos por algún gallo pendenciero. Cierto es que, en una de esas espantadas, los mellizos se molestaron mutuamente y la gresca había experimentado el corrimiento del eje del enfrentamiento: ya no pasaba el meridiano, ni la principal contradicción, por enfrentar a los pequeños humanos con las aves de corral, sino que los que entonces pasaron a enfrentarse entre sí fueron los mellizos.

      La cosa comenzó con algún pequeño empellón o alguna tirada de pelo, pero fue pasando a mayores porque quien acumula maldades las acumula para todo el mundo, y esto abarca desde una gallina hasta su propio hermano.

      Mientras esto ocurría en el fondo de la casa, lejos de los ojos y las orejas de Porfirio Gómez, la polaca, ánima bendita y madre de los mellizos, hizo gala de su condición de muerta y de la extremada sensibilidad de los espíritus para anoticiarse de las cosas que no suceden cerca de ellos. Clara se levantó de su silla porque ya había presentido que Mandinga estaba arrastrando a sus críos a un acto de locura.

      Y la polaca no se equivocaba: el Cayo Gómez, el mayor de los mellizos, el que había nacido en la expiración del año 1929, y que en esta breve anécdota hacía las veces de Caín, había tomado entre sus manos un hacha que alguien había olvidado en los fondos de la casa y se dirigía con oscuras intenciones asesinas hacia el Chato Gómez, el más pequeño de los mellizos, el que había nacido en el año 30 y que parecía tener, en lo inmediato, un fatal destino de Abel.

      La polaca no dudó un instante en salir corriendo hacia el lugar de los hechos para enfrentar, ya no a su hijo mayor, sino al mismísimo Mandinga que le hacía empuñar al infante el hacha potencialmente asesina.

      Las ánimas también se demoran en recorrer distancias, pero la suerte y la voluntad de la polaca ayudaron al Chato Gómez. Su madre, es decir, el espíritu de ésta, llegó justo a tiempo: Mandinga y el Cayo Gómez ya estaban levantando el hacha para depositar con violencia el filo de la misma en la frente indefensa del mellizo menor.

      ¿Y cómo se enfrenta a Mandinga?

      La polaca lo aprendió en tiempo gerundio: es decir, haciendo las cosas, que es la mejor manera de aprenderlas.

      El grito del ánima de la polaca fue también un desprendimiento de luz celestial y ya se sabe que, ante semejante catarata de claridad, Mandinga se repliega hasta su madriguera, dejando tras de sí el conocido y reconocible olor a azufre. Ante tanto alboroto del más allá, el Cayo Gómez dejó caer el hacha y la frente del Chato Gómez quedó intacta, sana y salva.

      A todo esto, aún el insensible de Porfirio Gómez percibió la anormalidad y el olor a azufre en el aire. Giró la cabeza unas décimas de segundo después del grito de luz de la polaca, pero justo a tiempo para ver la fosforescencia en el fondo de la casa.

      —¡Carajo! —gritó Porfirio Gómez, antes de salir corriendo hacia el gallinero.

      Cuando llegó, los mellizos lloraban a moco tendido y tendida también había quedado el hacha que casi se había convertido en asesina.

      Si hay una cosa que se puede decir de Porfirio Gómez es que siempre poseyó una tosca pero natural inteligencia: cagó a retos a los mellizos y los llevó de las orejas hasta la casa, haciéndoles difícil a los hermanitos la tarea de tocar el piso con los pies.

      —¡Los vas a desorejar, Porfirio! —le gritaba la polaca a su viudo.

      Por supuesto, Porfirio Gómez no le contestaba. A cambio de eso, les sacudió una módica tunda a los que habían jugado a ser Caín y Abel, y luego los encerró en piezas separadas, cuestión de evitar cualquier nuevo intento de agresión entre ambos.

      —Yo sé que lo escuchan a Mandinga más de lo que deberían —le decía la polaca a Porfirio Gómez—, ¡pero no es manera de educarlos pegarles y encerrarlos!

      Porfirio Gómez seguía, tal cual era su costumbre, sin contestar.

      La polaca seguía, tal cual era su costumbre, hablando sin parar.

      Porfirio Gómez había vuelto a sentarse debajo del alero y la que había sido su mujer lo siguió hasta allí, diciéndole que, si los dos se dedicaran a criar bien a los niños, Mandinga no tendría tanto tiempo para hablarles y convencerlos de atrocidades tales como agarrar un hacha y fabricar un tempranero muerto.

      Una hora seguida estuvo la polaca hablándole al dueño de los burdeles, explicando, rogando, sugiriendo con énfasis, rezándole a los cielos, dándole clases a su viudo de moral familiar y de concordia, y ya para los finales de su oratoria volvía a asaltarla la duda (porque los muertos también dudan) de que los vivos no escuchan ni ven a las ánimas.

      —Si no me escuchás, Porfirio, esta familia se va a ir al demonio —dijo la polaca, mientras Mandinga debería estar riéndose de aquella frase exacta y certera.

      Y en ese momento sucedió un hecho extraordinario, algo que iría a transformar para siempre esta historia:

      —¡Y quién te dijo que no te escucho, carajo! —le contestó Porfirio Gómez a la polaca, mirándola por primera vez en su vida, y también en su muerte, a esos ojos de aurora boreal que la europea ostentaba.

      La polaca no se murió de un infarto porque ya estaba muerta desde hacía cinco años, lo que pulverizaba ipso facto la teoría de que sólo son los muertos los que asustan a los vivos.

      Porfirio Gómez había conseguido algo que nunca antes había conseguido: hacer callar a la polaca. Pero la polaca pasó rápidamente de aquella mudez a un nuevo estado de fascinación por su viudo. Y, al cabo de unos segundos, Clara, la que fuera mujer de Porfirio Gómez, la que tenía sus huesos enterrados en el cementerio del oeste de la ciudad y su alma bajo el alero de la casona de Palermo, le dijo a Porfirio Gómez, en un estado de extrema emoción:

      —Amor mío, es la segunda vez en tu vida que me hablás —recordando con esas palabras cuando el dueño de los burdeles le dio a elegir entre ser prostituta o ser su esposa legítima y legal.

      Y, aún en la muerte, la polaca volvió a morir, pero esta vez ya no víctima de calenturas infecciosas ni de fiebres tormentosas de abismos de tumba, sino sitiada por un apasionado, entrañable y eterno amor por su viudo.

      • • •

      Cuando tomó conciencia de lo que había hecho y, sobre todo, de la derivación de cuanto había actuado o lanzado a los aires, y de la transformación —a partir de ese hecho— del rostro de la polaca, más transparente aún en la muerte que en la vida, Porfirio Gómez se levantó de su silla debajo del alero y atravesó los pasillos de la casa rumbo a su habitación, seguido, o más bien perseguido, por la alegría de la polaca, que saltaba y flotaba a izquierda y derecha, como una mariposa primaveral mecida por los aires cálidos del mediodía.

      El dueño de los burdeles pegó un portazo y pensó que el mundo quedaba afuera de su habitación, pero la polaca no necesitaba que ninguna puerta estuviera abierta para atravesarla: los puros espíritus atraviesan barreras como la luz traspasa los cortinados de las ventanas. Con esa naturalidad, la polaca se sentó en la cama en la que seguía durmiendo aún después de muerta.

      —¿No te parece que ya es hora de que conversemos, Porfirio? —le dijo a su viudo, al que le costaba volver a romper el silencio.

      Pero


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