Confina-dos. Anna Garcia

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Confina-dos - Anna Garcia


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hablar, hablamos. Y nos gritamos también. A veces incluso nos insultamos un poco. También hablo por teléfono con mi familia, aunque a mi padre aún le cueste un poco hacerse con las nuevas tecnologías, con amigos e incluso realizo videoconferencias con mis alumnos del instituto. Así que esa parte la cumplo.

      ¿Deporte? Si soy sincera, nunca he sido amante del deporte. Tampoco es que mi horario en el instituto y la preparación en casa de las clases me dejaran mucho tiempo para practicarlo, pero me he propuesto que el confinamiento no me lleve al sobrepeso, así que pongo todo de mi parte para lograrlo. Si no me interrumpen como hoy, claro está. Ya sé que mi estilo no es el más depurado, y quizá mis mallas tienen más años que Alex, pero el mérito está en intentarlo, ¿no?

      —¡¿Qué estás haciendo tanto rato en el rellano?!

      La voz de la vieja loca me sobresalta, y clavo la mirada en la puerta de delante.

      —Señora, métase en sus asuntos.

      —¡Voy a llamar a la policía!

      —¿Y por qué motivo, si se puede saber?

      —¡Porque solo se puede salir de casa para comprar bienes de primera necesidad e ir al médico!

      —¡Y a eso voy, señora!

      —¡Sin entretenerse por el camino!

      Resoplando y fulminando su puerta con la mirada, empiezo a alejarme hacia las escaleras. Al llegar a la calle, aún maldiciendo a la vieja, me tapo la boca y la nariz con el pañuelo que llevo anudado al cuello y me dirijo al supermercado situado al final de la calle. Con el paso acelerado y la cabeza agachada, miro por el rabillo del ojo a un lado y a otro. Me siento como si estuviera haciendo algo ilegal, como si me estuviera escondiendo. Me consuela que el comportamiento de la poca gente con la que me cruzo sea igual que el mío. Un señor mayor incluso ha cruzado de acera para no tener que pasar cerca de mí. Lo entiendo, aunque no puedo evitar sentirme algo mal por ello.

      Una vez dentro del supermercado, me sorprende ver que reina el caos absoluto. Hay pasillos enteros con estanterías totalmente vacías. Algunos clientes corren empujando un carrito, mirando a un lado y a otro, sucumbiendo al pánico por no encontrar lo que buscan. Un par de agentes de seguridad intentan que mantengan la calma, sin éxito alguno.

      —La gente está fatal… —susurro mientras camino hasta el pasillo de los lácteos. Cuando llego, me quedo totalmente en shock—. ¿Dónde…?

      Giro sobre mí misma, algo desubicada. Un carrito me golpea por la espalda. Dolorida, me doy la vuelta en busca de una explicación o disculpa, pero a la señora parece importarle bien poco mi estado, y enseguida se pierde por otro pasillo.

      —Perdone… ¿dónde está la leche? —le pregunto a una empleada del súper, que me mira con expresión de agobio antes de contestar.

      —Estaba ahí.

      —¿Estaba?

      Vuelvo a mirar hacia las estanterías vacías, atando cabos, de repente consciente de que las imágenes de supermercados desabastecidos, con interminables colas de clientes, son la cruda realidad.

      Empiezo a sentir agobio al imaginarme abriendo la nevera y encontrándola vacía, teniéndome que conformar con una rama de apio mojada en hummus. Presa del pánico, acelero el paso y recorro los pasillos a la carrera, llenando el cesto sin ningún criterio específico.

      —Mantengan la distancia —me pide la cajera una vez me pongo en la cola y yo la miro recelosa, agarrando mi cesta de la compra como si temiera que alguien me la fuera a robar.

      En el fondo, no respiro tranquila hasta que salgo de nuevo a la calle, con una extraña sensación de victoria, como si hubiera conseguido pasar una prueba. Con mi bolsa colgada al hombro, de nuevo con la boca y la nariz tapadas, corro hacia casa.

      Una vez en el ascensor, resoplo agotada y miro mi reflejo en el espejo. Empiezo a tener un color cetrino nada favorecedor. Quizá podría subir al terrado la hamaca de playa y aprovechar para tomar el sol. Así también podría vigilar que nadie hurte ropa ajena. Con esa idea aún en la cabeza, meto la mano dentro de la bolsa. Saco una botella de horchata y la miro detenidamente. No es que me guste especialmente y creo que es la primera vez que la compro. En realidad, empiezo a preguntarme por qué lo he hecho. Y sigo con la misma sensación cuando echo un vistazo dentro de la bolsa y veo la coliflor, la lata de melocotón en almíbar, la caja de conos de fresa y las toallitas de bebé.

      —Ni siquiera me gusta demasiado la fresa —susurro con la caja en la mano mientras se abre la puerta del ascensor y salgo al rellano.

      —¡¿Eso es un bien de primera necesidad?! —Escucho a la vieja gritar, consiguiendo asustarme de nuevo.

      No me lo puedo creer…

      —¡Señora, por favor! ¡Háganos un favor a todos y céntrese en Qué bello es vivir!

      —¡Voy a llamar a la policía!

      —¡Y yo al asilo! ¡A ver si le hacen un hueco!

      En cuanto cierro la puerta de casa a mi espalda, descubro a Alex al final del pasillo, de brazos cruzados y con gesto de reproche.

      —¿Haciendo amigas? —me pregunta.

      —Esa mujer es insufrible —digo, camino a la cocina.

      —¡Hostias, helado! ¡Genial! —grita ella al ver la caja en mi mano, siguiéndome con la clara intención de abrirla y llevarse uno.

      —Ni hablar. Hay que racionar la comida, que no puedo estar saliendo cada día a comprar.

      —¿Coliflor? ¡Joder, qué asco! ¿Esto qué es? ¿Alcachofas en vinagre? Mamá, ¿qué mierda has comprado?

      —Pues… —Rápido, que no te vea dudar. Con convicción. No puede saber que entraste en pánico y compraste lo primero que viste en las estanterías del supermercado—. Tienes que comer más verdura, Alex. ¿Has limpiado?

      Intento mantenerme firme y aguanto su mirada de brazos cruzados, impertérrita. Ella me mira durante unos segundos más con una mueca extraña dibujada en la boca, hasta que se da por vencida.

      —Sí.

      —¿Seguro? —Enarca una ceja dándome a entender que no piensa contestarme—. ¿Y has hablado con tu padre?

      Sé la respuesta nada más verle la cara, y también puedo adivinar cómo ha ido la conversación a tenor de su comportamiento esquivo.

      —Sí…

      —¿Y va a venir a rescatarte? —insisto, cada vez más convencida de la respuesta de su padre, mascando esta pequeña victoria con deleite.

      —No. Me ha dicho que tengo que quedarme aquí por mi bien —contesta de forma esquiva, sin mirarme a los ojos—. Y además tiene mucho trabajo…

      —Ya. Bueno. Lo siento por ti, entonces —digo mientras me doy la vuelta para intentar que no vea la sonrisa de satisfacción que se ha dibujado en mi cara.

      Cuando acabo de guardar todos los deliciosos manjares que he comprado, abro la caja de los helados y le tiendo uno a Alex. Ella lo coge y me sonríe de medio lado. Al ir a guardar el resto en el congelador, veo una luz de esperanza en el horizonte materializada en una pizza sabor barbacoa. La saco con orgullo, consciente de que será el golpe definitivo para meterme a mi hija en el bolsillo.

      Parte 2:

      Héctor. 4º 1º

      Me quito el casco de la moto y me peino el pelo con los dedos de la mano, de forma perezosa. Luego me froto la cara y bostezo de forma prolongada. Al principio fui reacio a marcharme el hospital, desoyendo a todos los compañeros que insistían para convencerme. Me negaba a irme porque sentía como si, al hacerlo, les estuviera abandonando en la estacada.

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