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una palestra —me respondió—, en un edificio recién construido, donde nos ejercitamos la mayor parte del tiempo pronunciando discursos, en los que tendríamos un placer que tomaras parte.

      —Muy bien —le dije—, pero ¿quién es el maestro?

      —Es uno de tus amigos y de tus partidarios —dijo—, es Miccos.

      —¡Por Zeus!, ¡no es un necio; es un hábil sofista!

      —¡Y bien!, ¿quieres seguirme y ver la gente que está allí dentro?

      —Sí, pero quisiera saber lo que allí tengo que hacer, y cuál es el joven más hermoso de los que allí se encuentran.

      —Cada uno de nosotros, Sócrates, tiene su gusto —me dijo:

      —Pero tú, Hipótales, dime, ¿cuál es tu inclinación?

      Entonces él se ruborizó.

      —Hipótales, hijo de Hierónimo —le dije—, no tengo necesidad de que me digas si amas o no amas; me consta, no solo que tú amas, sino también que has llevado muy adelante tus amores. Es cierto que en todas las demás cosas soy un hombre inútil y nulo, pero Dios me ha hecho gracia de un don particular que es el de conocer a primer golpe de vista el que ama y el que es amado.

      Al oír estas palabras, se ruborizó mucho más.

      —¡Vaya una cosa singular! Hipótales —dijo Ctesipo—. Te ruborizas delante de Sócrates y tienes reparo en descubrir el nombre que quiere saber, cuando por poco tiempo que permanezca cerca de ti, se fastidiará hasta la saciedad de oírtelo repetir. Sí, Sócrates, nos tiene llenos y hasta ensordecidos con el nombre de Lisis; y sobre todo, cuando se excede algo en la bebida, se nos figura, al despertar al día siguiente, que estamos oyendo el nombre de Lisis. Y todavía es disimulable cuando solo lo hace en prosa en la conversación, pero no se limita a esto, sino que nos inunda con sus piezas en verso. Y lo intolerable es el oírle cantar en loor de su querido con una voz admirable; sin embargo, nos precisa a escucharle. Y ahora viene ruborizándose al oír tus preguntas.

      —Ese Lisis —le dije—, es muy joven a mi entender. Supongo esto, porque al nombrarle tú, no he podido recordarle.

      —En efecto, solo se le conoce con el nombre de su padre, que todos saben quién es. Pero debes conocerle de vista, porque para esto basta haberle visto una vez.

      —Dime, ¿de quién es hijo?

      —Es el hijo mayor de Demócrates, del demo de Exoné.

      —Tus amores, Hipótales, son nobles, y te honran en todos conceptos. Pero explícate ahora, como lo hacías delante de tus camaradas, porque quiero saber si conoces el lenguaje que conviene tener sobre amores delante de la persona que se ama, ya estando solos, ya estando delante de otras personas.

      —Sócrates —me dijo—, ¿crees todo lo que te ha referido Ctesipo?

      —¿Quieres decir que no amas al que ha citado?

      —No —dijo—, pero no he hecho versos, ni escrito nada sobre mis amores.

      —Ha perdido el buen sentido —dijo Ctesipo—; divaga y está fuera de sí.

      —Hipótales —le dije—, no tengo deseos de oír tus cánticos, ni tus versos, si realmente los has compuesto para ese joven; pero sí querría saber el sentido en que están, para asegurarme de tus disposiciones respecto a la persona amada.

      —Ctesipo te lo dirá mejor —respondió—, porque debe saberlos perfectamente, puesto que dice tener aturdidos ya los oídos con la historia de mis amores.

      —Sí, ¡por los dioses! —exclamó Ctesipo—, lo sé perfectamente, y es cosa sumamente graciosa. Hipótales es el amante más atento y más preocupado del mundo, y sin embargo, nada dice de sus amores, que otro joven no pueda decir tan bien como él. ¡Esto es muy singular! Él nos canta y nos repite todo lo que se repite y se canta en la ciudad sobre Demócrates y sobre Lisis, abuelo suyo, y sobre todos sus antepasados, sus riquezas, sus corceles sin número, sus victorias en Delfos, en el Istmo, en Nemea, en la carrera de los carros y carrera de caballos, y otras historias más viejas aún. Últimamente, Sócrates, nos cantó una pieza sobre la hospitalidad que Heracles había merecido a uno de los abuelos de Lisis, pariente del mismo Heracles, y que había nacido de Zeus y de la hija del que fundó el barrio de Exoné; leyendas referidas por todas las viejas, que él rebusca, canta, y nos obliga a que se las escuchemos.

      —Hipótales —dije yo entonces—, ¡vaya una cosa singular!, ¿compones y cantas tu propio elogio antes de haber vencido?

      —Pero, Sócrates, no es para mí lo que compongo y lo que canto.

      —Por lo menos —le respondí yo—, tú no lo crees.

      —¿Qué quiere decir eso, Sócrates?

      —Es —le dije— que si eres dichoso con tales amores, tus versos y tus cantos redundarán en honor tuyo, es decir, en alabanza del amante que haya tenido la fortuna de conseguir tan gran victoria. Pero si la persona que amas te abandona, cuantas más alabanzas le hayas prodigado, cuanto más hayas celebrado sus grandes y bellas cualidades, tanto más quedarás en ridículo, porque todo ello ha sido inútil. Un amante más prudente, querido mío, no celebraría sus amores antes de haber conseguido la victoria, desconfiando del porvenir, tanto más cuanto que los jóvenes hermosos, cuando se los alaba y se los ensalza, se llenan de presunción y de vanidad. ¿No piensas tú así?

      —Sí, verdaderamente —dijo.

      —Y cuanto más presuntuosos son, ¿no son más difíciles de atraer?

      —Es cierto.

      —¿Qué juicio formarías de un cazador que espantase la caza, imposibilitándose así de cogerla?

      —Es evidente que sería un loco.

      —Sería muy mala política, en vez de atraer a la persona que se ama, espantarla con palabras y canciones. ¿Qué dices a esto?

      —Que ésa es mi opinión.

      —Procura, pues, Hipótales, no exponerte a semejante desgracia con toda tu poesía. No creo que tengas por buen poeta a aquel que solo hubiera conseguido con sus versos perjudicarse a sí mismo.

      —No, ¡por Zeus! —exclamó—; ésa sería una gran locura. Por otra parte, Sócrates, yo estoy de acuerdo contigo en todo lo que has dicho, y si tienes algún otro consejo que darme, lo tomaré con gusto, cual conviene a un hombre que se propone hablar y obrar, para salir airoso en sus amores.

      —Eso no es difícil —le respondí—, pero si pudieras conseguir que tu querido Lisis conversara conmigo, quizá podría darte un ejemplo de la clase de conversación que deberías tener con él, en lugar de esas piezas y esos himnos que dicen que le diriges.

      —Nada más fácil; no tienes más que entrar allí con Ctesipo, sentarte y ponerte a conversar; y como se celebra hoy la fiesta de Hermes,[2] y los jóvenes y los adultos se reúnen todos en ese sitio, no dejará Lisis de acercarse a ti. Si no, Lisis está muy ligado con Ctesipo por medio de su primo Menéxeno, que es su compañero favorito, y si de suyo no lo Lace, Menéxeno le llamará.

      —Así será —dije yo, y en el acto entré en la palestra con Ctesipo, entrando todos los demás detrás de nosotros.

      Cuando llegamos, la función había terminado, y encontramos allí los jóvenes que habían asistido al sacrificio,[3] todos con trajes de fiesta y jugando a la taba. Los más estaban entregados a sus juegos en el atrio exterior; unos jugaban a pares y nones en un rincón del cuarto del vestuario con gran número de tabas, que sacaban de unos cestillos; y otros, manteniéndose en pie alrededor de ellos, hacían el papel de espectadores. Entre los primeros estaba Lisis, de pie, en medio de jóvenes de todas edades, con su corona en la cabeza, y dejaba ver en su semblante la belleza asociada a cierto aire de virtud. Nosotros


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