Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato


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maestros, de manera que los hijos de los más ricos son los que comienzan pronto sus ejercicios, y los continúan por más tiempo, porque desde su más tierna edad concurren a estas enseñanzas, y no cesan de concurrir hasta que son hombres hechos. Apenas han salido de manos de sus maestros, cuando la patria les obliga a aprender las leyes y a vivir según las reglas que ellas prescriben, para que cuanto hagan, sea según principios de razón y nada por capricho o fantasía; y a la manera que los maestros de escribir dan a los discípulos, que no tienen firmeza en la mano, una reglilla para colocar bajo del papel, a fin de que, copiando las muestras, sigan siempre las líneas marcadas, en la misma forma la patria da a los hombres las leyes que han sido inventadas y establecidas por los antiguos legisladores. Ella los obliga a gobernar y a dejarse gobernar según sus reglas, y si alguno se separa le castiga, y a esto llamáis comúnmente vosotros, valiéndoos de una palabra muy propia, enderezar, que es la función misma de la ley. Después de tantos cuidados como se toman en público y en particular para inspirar la virtud, ¿extrañarás, Sócrates, y dudarás ni un solo momento, que la virtud puede ser enseñada? Lejos de extrañarlo, deberías sorprenderte más, si lo contrario fuese lo cierto. ¿Pero de dónde nace que muchos hijos de hombres virtuosísimos se hacen muy malos? La razón es muy clara, y no puede causar sorpresa, si lo que yo he dicho es exacto. Si es cierto que todo hombre está obligado a ser virtuoso, para que la sociedad subsista, como lo es sin la menor duda, escoge, entre todas las demás ciencias y profesiones que ocupan a los hombres, la que te agrade. Supongamos, por ejemplo, que esta ciudad no pueda subsistir, si no somos todos tocadores de flauta. ¿No es claro que en este caso todos nos entregaríamos a este ejercicio, que en público y en particular nos enseñaríamos los unos a los otros a tocar, que reprenderíamos y castigaríamos a los que no quisiesen aprender, y que no haríamos de esta ciencia más misterio que el que ahora hacemos de la ciencia de la justicia y de las leyes? ¿Rehúsa nadie enseñar a los demás lo que es justo? ¿Se guarda el secreto de esta ciencia, como se practica con todas las demás? No, sin duda; y la razón es porque la virtud y la justicia de cada particular son útiles a toda la sociedad. He aquí por qué todo el mundo se siente inclinado a enseñar a los demás todo lo relativo a las leyes y a la justicia. Si sucediese lo mismo en el arte de tocar la flauta, y estuviésemos todos igualmente inclinados a enseñar a los demás sin ninguna reserva lo que supiésemos, ¿crees tú, Sócrates, que los hijos de los mejores tocadores de flauta se harían siempre mejores en este arte que los hijos de los medianos tocadores? Estoy persuadido de que tú no lo crees. Los hijos que tengan las más felices disposiciones para el ejercicio de este arte, serían los que harían los mayores progresos, mientras que se fatigarían en vano los demás y no adquirirían jamás nombradía, y veríamos todos los días el hijo de un famoso tocador de flauta no ser más que una medianía, y, por el contrario, el hijo de un ignorante hacerse muy hábil; pero mirando al conjunto, todos serán buenos si los comparas con los que jamás han manejado una flauta.

      »En la misma forma ten por cierto que el más injusto de todos los que están nutridos en el conocimiento de las leyes y de la sociedad sería un hombre justo, y hasta capaz de enseñar la justicia, si lo comparas con gentes que no tienen educación, ni leyes, ni tribunales, ni jueces; que no están forzados por ninguna necesidad a rendir homenaje a la virtud, y que, en una palabra, se parecen a esos salvajes que Ferécrates nos presentó el año pasado en las fiestas de Baco. Créeme, si hubieras de vivir con hombres semejantes a los misántropos que este poeta introduce en su pieza dramática, te tendrías por muy dichoso cayendo en manos de un Euríbates y de un Frinondas[14], y suspirarías por la maldad de nuestras gentes, contra la que declamas hoy tanto. Tu mala creencia no tiene otro origen que la facilidad con que todo esto se verifica y como ves que todo el mundo enseña la virtud como puede, te place el decir que no hay un solo maestro que la enseñe. Esto es como si buscaras en Grecia un maestro que enseñase la lengua griega; no lo encontrarías; ¿por qué? Porque todo el mundo la enseña. Verdaderamente, si buscaseis alguno que pudiese enseñar a los hijos de los artesanos el oficio de sus padres, con la misma capacidad que podrían hacerlo estos mismos o los maestros jurados, te confieso, Sócrates, con más razón, que semejante maestro no sería fácil encontrarlo; pero encontrar a los que pueden instruir a los ignorantes es cosa sencilla. Lo mismo sucede con la virtud y con todas las demás cosas semejantes a ella. Por pequeña que sea la ventaja que otro hombre tenga sobre nosotros para impulsarnos y encarrilarnos por el camino de la virtud, es cosa con la que debemos envanecemos y darnos por dichosos. Creo ser yo del número de estos, porque sé mejor que nadie todo lo que debe practicarse para hacer a uno hombre de bien, y puedo decir que no robo el dinero que tomo, pues aún merezco más según el voto mismo de mis discípulos. He aquí mi modo ordinario de proceder en este caso: cuando alguno ha aprendido de mí lo que deseaba saber, si quiere, me paga lo que hay costumbre de darme, y si no, puede ir a un templo, y después de jurar que lo que le he enseñado vale tanto o cuanto, depositar la suma que me destine.

      »He aquí, Sócrates, cuál es la fábula y cuáles son las razones de que he querido valerme para probarte que la virtud puede ser enseñada y que están persuadidos de ello todos los atenienses; y para hacerte ver igualmente que no hay que extrañar que los hijos de los padres más virtuosos sean las más veces poca cosa, y que los de los ignorantes salgan mejores, puesto que aquí mismo vemos que los hijos de Policleto, que son de la misma edad que Jantipo y Páralos, no son nada si se les compara con su padre, y lo mismo sucede con otros muchos hijos de nuestros más grandes artistas. Pero con respecto a los hijos de Pericles, que acabo de nombrar, no es tiempo de juzgarlos, porque da espera su tierna juventud.

      Concluido este largo y magnífico discurso, Protágoras calló; y yo, después de haber permanecido largo rato en una especie de arrobamiento, me puse a mirarle como quien esperaba que dijese más, y cosas que yo aguarda con mucha impaciencia. Pero viendo que había efectivamente concluido, y después de hacer yo un esfuerzo para replegarme sobre mí mismo, me dirigí a Hipócrates y le dije:

      —En verdad, hijo de Apolodoro, no me es posible expresarte mi agradecimiento en haberme precisado a venir aquí, porque por nada en el mundo hubiera querido perder esta ocasión de haber oído a Protágoras. Hasta aquí había creído siempre que de ninguna manera debíamos al auxilio del hombre el hacernos virtuosos, pero al presente estoy persuadido de que es una cosa puramente humana. Solo me queda un pequeño escrúpulo, que me quitará fácilmente Protágoras, que tan lindas cosas nos acaba de demostrar. Si consultáramos sobre estas materias a alguno de nuestros grandes oradores, quizá tendríamos discursos semejantes a este, y creeríamos oír a un Pericles o a alguno de los más elocuentes que hemos tenido. Pero si después de esto les propusiéramos alguna objeción, no sabrían qué decir, ni qué responder, y permanecerían mudos como un libro; en lugar de que, no oponiendo objeciones y limitándose a escucharles, no concluirían nunca, y harían como los vasos de bronce, que una vez golpeados producen por largo tiempo un sonido, si no se pone en ellos la mano o se los coge, y he aquí lo que hacen nuestros oradores; se les excita, razonan hasta el infinito. No sucede esto con Protágoras; es muy capaz, no solo de pronunciar largos y preciosos discursos, como acaba de hacerlo ver, sino también de responder con precisión y en pocas palabras a las preguntas que se le hagan, así como de esperar y recibir las respuestas en forma conveniente, cosa que está reservada a muy pocos.

      »Por ahora, Protágoras —le dije—, solo falta una pequeña cosa para quedar satisfecho por completo, y me daré por contento cuando hayas tenido la bondad de contestarme. Dices que la virtud puede ser enseñada, y si hay en el mundo un hombre a quien yo crea sobre este punto, eres tú; pero te suplico me quites un escrúpulo que me has dejado en el espíritu. Has dicho que Zeus envió a los hombres el pudor y la justicia, y en todo tu discurso has hablado de la justicia, de la templanza y de la santidad, como si la virtud fuese una sola cosa que abrazase todas estas cualidades. Explícame con la mayor exactitud si la virtud es una, y si la justicia, la templanza, la santidad, no son más que sus partes, o si todas las cualidades que acabo de nombrar no son más que nombres diferentes de una sola y misma cosa. He aquí lo que deseo aún saber de ti.

      —Nada más fácil, Sócrates, que satisfacerte sobre este punto, porque la virtud es una, y esas que dices no son más que partes.

      —Pero —le dije yo—, ¿son partes de la virtud como son la boca, la nariz, los oídos y los


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