Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato


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en todas las ciudades de Grecia como tal sofista y como maestro en las ciencias y en la virtud, y eres el primero que has señalado salario a tus preceptos. ¿Cómo no recurriré a ti para el examen de las cosas que tratamos de averiguar? ¿Cómo puedo dejar de estar impaciente por hacerte preguntas y comunicarte mis dudas? Yo no puedo menos de hacerlo, y ardo en el deseo de que me hagas recordar cosas que ya te he preguntado, y que me expliques las que aún tengo que preguntarte.

      »La primera cuestión que te propuse, si mal no recuerdo, era la siguiente: La ciencia, la templanza, el valor, la justicia y la santidad ¿son nombres que se aplican a un solo y mismo objeto, o cada uno de estos nombres designa una esencia particular que tiene sus propiedades distintas, y es diferente de las otras cuatro? Tú me has respondido que estos nombres no se aplicaban a un solo y mismo objeto, sino que cada uno servía para marcar una cosa distinta y que designaba cada uno una parte de la virtud, no como las partes del oro que todas se parecen al todo, del que son partes, sino una parte desemejante, como las partes del semblante, que siendo partes del mismo no se parecen al todo y cada una tiene sus propiedades. Dime ahora si permaneces en la misma opinión; y si has variado, explícame tu pensamiento, porque no quiero llevar las cosas a todo rigor, y te dejo en plena libertad de desdecirte; no me sorprenderá que tú al principio me hayas expuesto ciertos principios con solo la idea de tantearme.

      —Te digo muy seriamente, Sócrates —me respondió Protágoras—, que esas cinco cualidades que has nombrado son partes de la virtud; verdaderamente hay cuatro que tienen alguna relación entre sí, pero el valor es muy diferente de las otras; y he aquí por donde conocerás que digo verdad. Encontrarás a muchos que son muy injustos, muy impíos, muy corrompidos y muy ignorantes, y que sin embargo tienen un valor admirable.

      —Alto —le dije—, porque es preciso examinar lo que das por sentado. Llamas valientes a los que tienen audacia; ¿no es así?

      —Sí, y a todos los que, sin mirar adelante, van adonde los demás no se atreven a ir.

      —Veamos, pues; ¿no llamas la virtud una cosa bella, y no te precias de enseñarla en este concepto?

      —Sí, como cosa muy bella la enseño; si no sería preciso que hubiera perdido yo el juicio.

      —Pero esta virtud ¿es bella en parte y en parte fea, o es toda bella?

      —Es toda bella y muy bella.

      —¿Conoces gentes que se arrojan de cabeza en los pozos?

      —Sí, los buzos.

      —¿Hacen esto porque es un oficio que ellos saben o por alguna otra razón?

      —Porque es un oficio que saben.

      —¿Cuáles son los que combaten bien a caballo?, ¿son los que saben o los que no saben manejar un caballo?

      —Los que saben, sin duda.

      —¿No sucede lo mismo con los que combaten con el broquel escotado?

      —Sí, ciertamente, y en todas las demás cosas sucede lo mismo; los que las saben son más firmes que los que no las saben, y las mismas tropas, después que han sido disciplinadas, son más atrevidas de lo que eran antes de disciplinarse.

      —Pero —le dije—, ¿has visto hombres que sin haber aprendido nada de todo esto, sean sin embargo muy atrevidos en todas ocasiones?

      —Sí, ciertamente, los he visto y muy atrevidos.

      —¿No llamas a estos hombres, tan audaces, hombres valientes?

      —No te fijes en eso, Sócrates; el valor en tal caso sería una cosa fea, porque sería una locura.

      —Pero —le dije—, ¿no has llamado valientes a los hombres audaces?

      —Sí, y lo repito.

      —Sin embargo, estos hombres audaces te parecen locos y no valientes; y, por el contrario, los más instruidos te han parecido los más audaces. Si éstos son los más audaces, son los más valientes según tus principios, y por consiguiente la sabiduría y el valor son la misma cosa.

      —No te acuerdas bien, Sócrates, de lo que yo te he respondido. Me has preguntado si los hombres valientes eran atrevidos; te he dicho que sí; pero no me has preguntado si los hombres atrevidos eran valientes, porque si me lo hubieras preguntado, te habría respondido que no lo son todos. Hasta aquí queda en pie mi principio: que los hombres valientes son audaces; y tú no has podido convencerme de que es falso. Haces ver perfectamente que unas mismas personas son más audaces cuando están instruidas que cuando no lo están, y más audaces las instruidas que las no instruidas, y de aquí te complaces en deducir que el valor y la sabiduría no son más que una sola y misma cosa. Si este razonamiento ha de valer, podrías probar igualmente que el vigor y la sabiduría no son más que uno. Porque, primeramente, tú me preguntarías según tu acostumbrada gradación: «¿los hombres vigorosos son fuertes?» Yo te respondería, «sí». Dirías tú en seguida: «¿los que han aprendido a luchar son más fuertes que los que no han aprendido? Y el mismo luchador, ¿no es después de haber aprendido más fuerte que lo era antes?» Yo respondería que sí. De estas dos cosas que te he concedido, valiéndote de los mismos argumentos, te sería fácil deducir esta consecuencia: que por mi propia confesión la sabiduría y el vigor son una misma cosa. Pero yo nunca he concedido, ni concederé, que los fuertes son vigorosos; solo sostengo, que los vigorosos son fuertes; porque estoy muy distante de conceder que el vigor y la fuerza sean una misma cosa. La fuerza procede de la ciencia y algunas veces de la cólera y del furor; en lugar de lo cual el vigor procede siempre de la naturaleza y del buen alimento. Así es como he podido decir que la audacia y el valor no son la misma cosa. Porque si los hombres valientes son audaces, no se sigue de aquí que los hombres audaces sean valientes. La audacia, en efecto, procede del estudio y del arte y algunas veces de la cólera y del furor, y lo mismo sucede con la fuerza; y el valor procede de la naturaleza y del buen alimento que se da al alma.

      —Pero —le dije yo—, ¿crees, mi querido Protágoras, que ciertas gentes viven bien y que otras viven mal?

      —Sin duda.

      —¿Dices que un hombre vive bien, cuando pasa su vida entre dolores y angustias?

      —No.

      —Pero cuando un hombre muere, después de haber pasado agradablemente su vida ¿no encuentras que ha vivido bien?

      —Sí.

      —¿Luego vivir agradablemente es un bien, y vivir desagradablemente es un mal?

      —Es según que se ciñe o no a lo que es honesto —dijo.

      —Pero qué, Protágoras, ¿no eres tú de la opinión del pueblo, y no llamas, como él, malas a ciertas cosas agradables, y buenas a otras cosas penosas?

      —Ciertamente.

      —Y dime, estas cosas agradables ¿no son buenas en tanto que agradables, con tal de que no resulte ningún mal? Y las cosas penosas ¿no son malas igualmente en tanto que penosas?

      —En verdad, Sócrates —me dijo—, yo no sé si debo darte respuestas tan sencillas y tan generales como tus preguntas, y asegurar absolutamente que todas las cosas agradables son buenas y que todas las cosas penosas son malas. Me parece, que no solo en esta disputa, sino también en todas las demás que pueda tener en mi vida, es más seguro responder que hay ciertas cosas agradables que no son buenas, y otras desagradables que no son malas, y que hay una tercera especie de cosas que ocupan un término medio y que no son ni buenas ni malas.

      —¿Llamas agradables las cosas que van unidas con el placer y que causan placer?

      —Ciertamente.

      —Te pregunto, si son buenas en tanto que son agradables, es decir, si el placer mismo es un bien.

      —A esto, Sócrates, te respondo lo que tú respondes todos los días a los demás: que es preciso examinar este punto. Si concuerda con la razón, y lo agradable y lo bueno no son más que una misma cosa, hay necesidad de concederlo; si no, será preciso discutir.

      —Pues


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