Democracia envenenada. Bernhard Mohr

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Democracia envenenada - Bernhard Mohr


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muy bien el intento de golpe de estado acaecido en agosto de 1991. Ella estaba de vacaciones en el mar Negro, sentada viendo la televisión en la recepción de un hotel junto con otros huéspedes. En cambio, yo no recuerdo con claridad esa serie de acontecimientos que produjeron el colapso de la Unión Soviética.

      «En 1991 tenía diecisiete años y no pensaba mucho en lo que sucedía a mi alrededor. Tenía demasiado entusiasmo para poner en marcha mis estudios de actuación», dice Olga.

      Sin embargo, el estilo de vida de Olga debía ser puesto a prueba de manera abrumadora. En el transcurso del camino que iba desde el teatro hasta su hogar, un apartamento de una habitación que su madre y ella compartían al oeste de la provincia de Kuntsevo, Olga vio los resultados de una sociedad que había sido puesta de cabeza. La economía controlada por el Estado más grande del mundo había sido reemplazada en tiempo récord por un caos capitalista, lo que causó un gran sufrimiento social. Antes, las autoridades decidían lo que se debía producir y a qué precio, pero ahora el mercado podía regularse a sí mismo. La liberación de los precios produjo una hiperinflación que diezmó el valor del rublo. La madre de Olga había ahorrado dinero durante muchos años para darle a su entonces pequeña hija un capital inicial una vez que fuera adulta, pero sus ahorros se evaporaron significativamente de la noche a la mañana. En muchos sitios había escasez de alimentos y de productos de consumo básico y, en San Petersburgo, la gente tenía que comprar con tarjetas de racionamiento. Aunque la mayoría conservó sus trabajos, el pago de los sueldos era insuficiente. El padre de Olga, quien se había divorciado cuando ella era una niña, trabajó durante gran parte de su vida como diseñador de robots en un prestigioso instituto de investigación. Ahora estaba entre aquellos que tenían que buscar algún trabajo extra para no morir de hambre. Por eso, durante un tiempo, él —un investigador con treinta años de experiencia académica—, tuvo que trabajar como estibador.

      Comparada con la mayoría de los rusos, la familia de Olga logró sobrellevar los problemas de la caótica década de los noventa. A pesar de que los ahorros desaparecieron, la mamá ganaba lo suficiente como para solventar más de lo necesario. Incluso, tuvo la dicha de poder comprarle un automóvil a su hija, lo que convirtió a Olga en una chica popular entre los estudiantes. Algunas veces el automóvil servía para que sus compañeros más pobres pudieran ahorrarse el dinero del transporte, con el fin de usarlo para conseguir comida.

      Al final de los años noventa su mamá perdió el trabajo, pero para entonces Olga había empezado a ganar dinero y podía por fin ayudar a su familia. Además, su madre tuvo la suerte de poder comprar una vivienda subsidiada gracias a los beneficios laborales que tuvo con su exempleador. En 1996 ella se mudó a un nuevo apartamento de dos habitaciones cerca de la plaza Preobrazhenskaya, al noreste de Moscú, mientras que Olga decidió establecerse en Kuntsevo. Con el tiempo, cuando nació Daniil,z hubo la necesidad de un espacio más amplio, por lo tanto, la mamá de Olga permitió que tomaran su apartamento.

      Y es aquí donde Olga, Serguéi, Daniil y yo estamos sentados viendo quién dura más tiempo en silencio. Olga toma un sorbo del barolo que traje del Aeropuerto de Oslo-Gardermoen (Rusia tiene un embargo de muchos productos occidentales, así que es muy difícil conseguir buenos vinos italianos), mientras que Daniil sirve Tarkhun, una bebida carbonatada de color verde que elaboran en Georgia. Finalmente, la anfitriona rompe el silencio.

      «La década de los noventa es para mí un periodo oscuro en la historia de Rusia. Siempre me sentí orgullosa de vivir en una ciudad llena de personas educadas y gentiles, pero de pronto, las circunstancias las convirtieron en vulnerables sin espíritu. Tengo la imagen de una Moscú donde los parques estaban llenos de gente mendingando, de personas comiendo las sobras de las palomas, maldiciendo y embriagándose. No quiero vivir eso de nuevo. Y creo que la mayoría de mi generación piensa igual», dice ella.

      Mis recuerdos son bastante parecidos. Mi primera visita a Rusia fue en enero de 1999, después de la caída del rublo de 1998, en la que el valor de la moneda se devaluó una cuarta parte en tan solo seis meses. Los precios se habían disparado vertiginosamente, impidiendo que el país pudiera remediar la situación de los empleados y pensionados. Estuve un mes en la escuela de idiomas de San Petersburgo y, diariamente, camino al metro, pasaba al lado de ancianos vestidos con sus abrigos desgastados pidiendo dinero para comer. Recuerdo que en un recorrido estudiantil a Moscú, un compañero noruego vio a una anciana metiendo un brazo, hasta el fondo, en una caneca de basura. Cuando lo sacó, su mano apretaba con fuerza sobras de palomitas de maíz. Ella se quedó parada discerniendo si se lo comería o no, y justo en ese momento mi compañero le dio un rublo.

      La escena en las calles era completamente diferente en 2006, el año en que Olga y yo nos conocimos. Me mudé a Moscú poco después de que el consorcio noruego Schibsted comprara la mayoría accionaria del periódico gratuito Moj rajon (Mi ciudad). En corto tiempo, el periódico se había posicionado como el más leído de San Petersburgo e iban a lanzar una nueva edición —con inversión de capital noruego y tecnología occidental— que conquistaría a Moscú. Mi trabajo era adaptar los procesos de la compañía rusa dentro de la dinámica del consorcio noruego y, al mismo tiempo, era responsable de reclutar al personal. Olga, que había terminado sus estudios de actuación y que luego estudió publicidad y adquirió experiencia en el mundo editorial, iba a dirigir la división de mercadeo. Casualmente, terminamos uno al lado del otro en la oficina. Ella quería mejorar su inglés y estaba contenta por tener a un extranjero en su círculo de conocidos. Yo necesitaba a una guía de Moscú y, a diferencia de muchos de mis colegas, Olga era una moscovita genuina. Junto con el sonido de sus tacones altos conocí rápidamente los encantadores parques del occidente de la ciudad, los restaurantes georgianos en el este y los clubes del centro donde debías aprender qué puertas podías tocar.

      Moscú, en 2006, era El Dorado, eran los felices años veinte, que en realidad significaban ochenta años de retraso debido al comunismo. Entre el los años 2000 y 2006, el Producto Interno Bruto de Rusia se duplicó y los ingresos crecieron tanto que a los empleados estatales y a los pensionados les pagaban a tiempo. Rusia iba viento en popa pagando también su deuda externa. Todavía había mendigos en el metro, pero eran menos y nadie parecía estar muriendo de hambre. Todo indicaba que el país, apenas siete años después de la devaluación del rublo, había encontrado por fin una forma adecuada de libre mercado. El rápido crecimiento hizo que empresas extranjeras invirtieran en el país y, así, los moscovitas que habían logrado adquirir cierta experiencia en profesiones comerciales podían elegir empleos novedosos y bien remunerados. Pasaron de usar tiquetes del metro a comprar automóviles propios, llenaron sus apartamentos con televisores pantalla plana coreanos y refrigeradores alemanes, y podían comer en restaurantes un par de veces a la semana. En verano, podían vacacionar en Hurghada y Alanya, en la Costa del Sol y Provenza, en vez de en las


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