Milagro. Alicia Dujovne Ortíz

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Milagro - Alicia Dujovne Ortíz


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gobernador Morales ha decidido destruir todo lo realizado por la Tupac Amaru. Ha suspendido las obras, dejando a muchos trabajadores de la cooperativa sin trabajo.

      La situación que vive Milagro Sala, como presa política del gobierno de Macri y del gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, trascendió las fronteras del país y muchos grupos y organizaciones se han manifestado solidariamente reclamando su libertad.

      Alicia Dujovne Ortiz, desde Francia, se sintió conmovida por la situación de Milagro y por lo realizado por esta mujer indígena y pobre, por el coraje de asumir el desafío y la rebelión junto a sus hermanos y hermanas. La obra realizada por la Tupac les ofreció a los pobres dignidad y una oportunidad de participación, es decir, ser constructores de su propia vida y de su propia historia.

      Alicia decidió viajar a la Argentina y su objetivo fue llegar a Jujuy para conocer a esa mujer indígena, presa política, y logró visitarla en la cárcel de mujeres, en Alto Comedero.

      El gobierno neoliberal de Macri y el gobernador Morales no pueden permitir que la obra de la Tupac Amaru cumpla con sus objetivos de construir casas para los desposeídos ni que continúe activa, ya que se sustentó en el apoyo del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

      El gobierno busca destruir todo aquello que tenga la marca “K”, es una política de devastación: todo lo realizado por la Tupac tiene que desaparecer.

      Alicia se acerca a Milagro para conocerla y sentir sus palabras, su pensamiento. ¿Quién es esa pequeña mujer que creció junto a su pueblo y pudo realizar el milagro de llevar a cabo una obra de viviendas, escuelas, hospitales, centros culturales, espacios de participación popular?

      Conversa con esa mujer indígena, que le explica sus preocupaciones mientras habla y recorre inquieta el espacio reducido de la prisión, preocupada por lo que ocurre y por la falta de respuesta de las autoridades.

      Alicia va tejiendo el poncho de la vida de esa mujer indígena, que de niña tuvo que armarse de valor para enfrentar la violencia y la pobreza, pero que a fuerza de voluntad fue forjando su carácter y comprendiendo que el camino es la unidad y la dignidad del pueblo. Recibió el abrazo de Milagro y su mirada de asombro, asombro de dar y de recibir afecto, de poder compartir la sonrisa de la vida a pesar de todo, porque existen la esperanza y la convicción de que la lucha de los pueblos continúa.

      –Adolfo Pérez Esquivel

      Buenos Aires, 12 de septiembre de 2017

      ADVERTENCIA PRELIMINAR

      Escribí esta crónica en castellano, pero pensando en la traducción francesa (Milagro Sala. L’étincelle d’un peuple será publicado en noviembre de 2017 por Editions des Femmes), lo cual justifica cierto exceso de información, acaso inútil para el lector argentino. Sin embargo, he decidido dejar el texto tal como será leído en otras comarcas: la experiencia me indica que no todo lector está al corriente de todo y, como decíamos en la Argentina de mis tiempos, “mejor que zozobre y no que fafalte”. Cuando hace más de veinte años escribí mi biografía de Eva Perón, esa vez en francés, supuse que en mi país los datos que allí daba resultarían pan comido –hasta llegué a decirme que ese libro no era para los argentinos–, pero no ha sido así. Invito al lector que no necesite tantas explicaciones a salteárselas sin el menor empacho, y hago votos por que el que sí las necesite se entere de una historia alucinante que está sucediendo en la Argentina de hoy.

      Pensamientos de ida

      ¿Cómo no comprender la irritación provocada por la indiecita de un metro cincuenta que, de buenas a primeras, implementando un “Estado paralelo”, hacía ella lo que el gobierno se olvidaba de hacer?

      Acto por los quince años desde la fundación de la Tupac Amaru, en 2014.

      “Yo no la voy a liberar”, dijo el gobernador, martilleándose el pecho con el índice. Yo. Lo rodeaban sus ministros y los jueces, designados, es de suponer, según las reglas del arte, tal como el propio gobernador –miembro de ese viejo Partido Radical que, salvo deshonrosas excepciones, fue digno de respeto– había sido votado por una importante mayoría. Sin embargo, ni él dudaba en pronunciar el pronombre personal, ni a nadie a su alrededor se le ocurrió murmurar, aunque fuera en sordina, la palabra “ley”.

      Rumio la escena, sacada de algún diario argentino, a bordo de un largo vuelo París-Buenos Aires, seguido de inmediato por un breve, aunque azaroso, Buenos Aires-Jujuy. Quince horas de viaje que deberán acercarme al escenario de los acontecimientos, allí donde Milagro Sala está presa porque un gobernador llamado Gerardo Morales lo ha decidido. Él, en persona. Algo en ese “yo”, lanzado tranquilamente ante unos periodistas que no demostraron la más mínima sorpresa (de lo contrario le habrían preguntado por qué lo dijo, cómo era posible que un hombre político se arrogara el derecho de señalarse a sí mismo declarando, muy suelto de cuerpo, sus intenciones secretas), ha logrado arrancarme del apacible campito donde vivo, en el centro de Francia, y me ha impulsado a ir. A ver qué pasa, quién es ese señor que se autodenomina Yo y, por encima de todo, quién es Milagro. Sé muy poco sobre ella, apenas lo que todo argentino, sea cual fuere su lugar de residencia, ha leído en la prensa. Que está en la cárcel por asesina y por ladrona, según algunos y, según otros, por haberse atrevido a realizar aquello que creímos perdido entre las nieblas de la Historia: una revolución. En mi país, el abismo abierto entre una versión y otra no proviene de ahora: conocí desde siempre lo que en la actualidad se denomina “grieta”, hondo tajo que en los orígenes de nuestra ciudadanía separaba a federales de unitarios, luego a peronistas de antiperonistas y hoy, a kirchneristas de antikirchneristas. Étnicamente hay varias Argentinas, por suerte, pero política (y periodísticamente), solo dos.

      Acerca de esa provincia de Jujuy, al noroeste del país y casi boliviana a ojos porteños, tampoco sé gran cosa, exceptuando la imagen de tarjeta postal con la llama y el cardo, aunque quizás me ayude el haber vivido justamente en Bolivia durante mi adolescencia. En los años cincuenta tuve el privilegio de asistir muy desde adentro a una de las primeras revoluciones latinoamericanas del siglo xx, la del MNR –Movimiento Nacionalista Revolucionario–, cuando los mineros armados desfilaban frente al Palacio Quemado, en La Paz. (Desde adentro, ya que mi propio padre trabajaba junto a esa revolución boliviana que, como tantas, terminó por caer). Entre varios otros pecados, cometidos o no, a Milagro se la acusa, sin ir más lejos, de haber atesorado quinientas armas para defender su movimiento, o para ir al ataque. Han de ser silenciosas, las armas, si se piensa que ni uno solo de sus seguidores –los militantes de la asociación barrial Tupac Amaru, creada por ella en homenaje al dirigente indígena alzado contra el poder colonial en 1780 y desmembrado en la plaza pública por cuatro caballos atados a sus brazos y sus piernas, lanzados hacia los cuatro puntos cardinales–, ni uno, decía, disparó un tiro desde que ella está detenida en el Penal de Alto Comedero, junto a la capital de la provincia.

      Poco más tarde, a mi llegada a la ciudad norteña, el marido de Milagro, Raúl Noro, me entregará unas páginas de su autoría que servirán para ilustrarme acerca de una historia poco desarrollada en nuestros libros escolares, al menos los de mi época, donde la civilización del noroeste ocupaba un par de líneas, y eso con suerte. Historia que, de no ser por Milagro, tampoco ahora preocuparía a nadie.

      El texto de Noro me permitirá refrescar ciertas nociones, bienvenidas para entender las diferencias entre el noroeste y “nosotros”, vale decir, los argentinos del centro y del sur. Diferencia geográfica, diferencia histórica: entre mis pampas originarias –las de Buenos Aires, las de Santa Fe, las de Entre Ríos, donde se aposentó, en el siglo xviii, mi familia materna y, a comienzos del xx, la paterna– y esta región reseca, enclavada entre montañas violetas, no hay muchos puntos en común. Llanuras húmedas, infinitas, las de la pampa, donde las vacas escapadas de los barcos españoles se volvieron un ganado salvaje y donde el caballo pareció convertir a los indios tehuelches o pampas en lo que de verdad eran, como si desde siempre les hubiera estado faltando entre las piernas y al montarlo se completaran. Indígenas que nunca habían construido nada,


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