Damas de Manhattan. Pilar Tejera Osuna
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DAMAS DE MANHATTAN
Pilar Tejera
Título de la obra: Damas de Manhattan
Autora: Pilar Tejera
© De esta edición. Ediciones Casiopea
Diseño de cubierta: Karen Behr y Anuska Romero
Maquetación: CaryCar Servicios Editoriales
Isbn: 978-84-121020-4-8
Reservados todos los derechos
A Charlie, gracias al cual conocí esta ciudad hace muchos muchos años. Gracias por los siguientes viajes que hemos compartido contigo los hermanos. Gracias por apoyarme en esta pasión por las damas del pasado.
PRÓLOGO
Este libro comienza con la primera inmigrante —una adolescente procedente de Irlanda— registrada en la nueva oficina de inmigración abierta en la isla de Ellis a finales del siglo xix. Pero, en realidad, las mujeres llevaban formando parte de la historia de Manhattan desde mucho tiempo atrás. Y a algunas de ellas dedico el capítulo de las pioneras.
No ha sido fácil elegir a quiénes incluir en el libro. Cuanto más me documentaba, más candidatas surgían: sufragistas, activistas, periodistas, mecenas, damas de la alta sociedad, escritoras, filántropas, enfermeras y un larguísimo etcétera pusieron su grano de arena en la vida de la ciudad de Nueva York, dotándola de un valor añadido. Algunas de ellas, nacidas en familias acaudaladas, se beneficiaron de sus contactos, su educación o su fortuna para aportar mejoras a la ciudad y a la vida de sus vecinos. Unas cuantas gozaron de la suficiente libertad para poner en práctica sus ideales, aunque para ello tuviesen que enfrentarse a no pocas dificultades. Las hay que abandonaron la seguridad de sus hogares para viajar a Nueva York y sembrar allí su semilla ideológica, cultural, filantrópica y social. Otras, simplemente, lo tuvieron difícil, e incluso se vieron obligadas a abrirse camino en el hampa, de la forma que mejor sabían. Pero cada una, a su manera, ayudó a dar forma a la ciudad tal y como hoy la conocemos. Fuesen ricas o no, conservadoras, progresistas, célebres o desconocidas, todas ellas forjaron la historia de la Gran Manzana. Impregnaron Manhattan de arte, de servicios, de glamour o de infraestructuras. Defendieron con vehemencia sus causas y vivieron según sus convicciones, algunas de ellas, incluso al margen de la ley.
A todas ellas está dedicado este libro, así como a las que siguen poniendo su luz en el mundo.
Pilar Tejera, junio de 2020
Puedes cerrar todas las bibliotecas si quieres, pero no hay barrera, cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.
Virginia Wolf
ANNIE MOORE:
Estrenando Ellis Island
Nueva York, 1 de enero de 1892. Algunos celebran ese primer día de Año Nuevo frente a las costas de Manhattan. Los nuevos edificios en la isla de Ellis, construidos para el uso de la Oficina de Inmigración, han sido ocupados formalmente por los funcionarios de dicho departamento. Los empleados han llegado a una hora temprana. Sin ninguna ceremonia o apertura formal, se disponen a recibir a los primeros inmigrantes. El superintendente y su secretario jefe han mostrado a cada uno su lugar. El coronel Weber está en la isla desde a las ocho en punto y realiza un recorrido de inspección para ver que todo está listo para la recepción del primer barco.
El edificio ha sido erigido por el Gobierno federal y en él se han invertido quinientos mil dólares. Ahora, con las nuevas instalaciones, pueden manejar fácilmente a siete mil inmigrantes en un día. Anteriormente, en la Oficina de Barcazas, no podían atender ni siquiera a la mitad de ese número. Allí, la mayor demora se producía en el área de equipajes. Todo eso ha sido solucionado, ya que esta zona ocupa el primer piso y el cambio agiliza considerablemente los trámites. Los muelles, además, están dispuestos de forma tal que los inmigrantes de dos barcos puedan tocar tierra al mismo tiempo. Tan pronto como lo hagan, serán conducidos a una amplia escalera situada en el lado sur del edificio. Una vez allí y girando a la izquierda, quedarán repartidos en diez pasillos al final de los cuales los atenderán los empleados de registro. Todos ellos serán censados, pasarán por una inspección médica y, de ser necesario, por un proceso de cuarentena. Aquellos que deban quedar temporalmente retenidos, permanecerán en un recinto cerrado y alambrado. Los más afortunados embarcarán en el ferri Brinckerhoff a sus puntos de destino y a la Oficina de Barcazas, donde pondrán rumbo a diversas estaciones de ferrocarril. Otra de las novedades es que se ha dispuesto una oficina de información para dar servicio a quienes busquen amigos o familiares. También hay servicio de telégrafo y una oficina de cambio de divisa. Excepto el cirujano, ninguno de los funcionarios residirá en la isla.
La mañana es fría y húmeda. Las gaviotas pueblan el aire con el sonido de sus graznidos. Por todas partes se respira una sensación de inquietud. Se estrena un nuevo año y una nueva vida para la mayoría de los recién llegados. Tres grandes barcos de vapor esperan en el puerto para desembarcar a sus pasajeros. Son el SS Nevada, el Victoria y el de la Ciudad de París. Entre los tres, suman setecientos viajeros. Se calcula que hacia el mediodía, cuando todos hayan desembarcado, la pequeña isla estará densamente poblada.
Hay mucha ansiedad entre los pasajeros. Todos quieren ser los primeros en pisar el embarcadero. Para cada uno de ellos, esta va a ser una isla de esperanza, una isla de lágrimas, de libertad y de miedos. Pero el honor de estrenar la nueva Oficina de Registro está reservado a una joven irlandesa, Annie Moore, que ese mismo día cumple quince años de edad. El nombre de su embarcación, el SS Nevada, llegado la noche anterior, será el primero en quedar registrado en el libro de la recién estrenada aduana.
Temprano, en esa fría mañana de Año Nuevo, los 148 pasajeros son trasladados a bordo del barco de transferencia John E. Moore, alegremente decorado con banderitas. Bajo el sonido de las sirenas de niebla y el tintineo metálico de campanas, la proa se aproxima al muelle. Tan pronto como llegan a tierra, los ocupantes comienzan a descender. Annie Moore es la primera en hacerlo. Los nervios le juegan una mala pasada y tropieza con la pasarela, pero pronto se recupera y se apresura hacia el gran edificio que prácticamente cubre la isla. Mediante un plan previamente acordado, es escoltada a un mostrador de registro, ocupado por Charles M. Hendley, ayudante del secretario del Tesoro, quien ha pedido como favor especial al coronel Webber el privilegio de presenciar la acogida del primer inmigrante.
Annie Moore llega acompañada de sus dos hermanos pequeños Anthony, de once años, y Phillip, de siete. Los tres han viajado desde Queenstown (condado de Cork, Irlanda) para reunirse con sus padres, establecidos en Manhattan desde hace algún tiempo. El coronel Webber observa a la recién llegada. Apenas una niña de cabello castaño con un flequillo que le cubre la frente. Su rostro es una mezcla de temor, de cansancio y de ansiedad. En un intento de apaciguar su ánimo, deja a un lado su espíritu castrense y la saluda con familiaridad. Ya ha llegado a su destino. Debe sentirse feliz. Tras anotar sus datos, le entrega una moneda de diez dólares por ser la primera persona inscrita. A continuación, pronuncia un breve discurso de bienvenida. Annie observa al oficial mientras aprieta en su mano tan inesperado regalo. Es la primera moneda de los Estados Unidos que ha visto y la mayor suma de dinero que ha poseído. Nunca se separará de ella, siempre la conservará como un recuerdo de su llegada a Nueva York.
Las siguientes horas en Ellis Island harán de ella la primera inmigrante en pasar por los consabidos trámites de la inspección federal. Con ella da comienzo la historia de muchos de los inmigrantes en Nueva York.
Días después de su histórica llegada, Annie logrará dar con el número 32 de Monroe Street para reunirse con sus padres. Tres años más tarde unirá su vida a la de otro inmigrante, Joseph Augustus Schayer, un joven de origen alemán empleado en el mercado de pescado de Fulton. El matrimonio nunca saldrá de Nueva York. Pasará toda su vida en el Lower East Side, posiblemente en el 99 de Cherry Street. Annie Moore dará a luz al menos a diez niños antes de morir de insuficiencia cardíaca a los cincuenta años en 1924. Su tumba en el cementerio de Calvary, en Queens, está marcada con una cruz celta hecha de piedra caliza