La grieta desnuda. El macrismo y su época. Martín Rodriguez
Читать онлайн книгу.paso por la Fede (la Federación Juvenil Comunista) en el Colegio Nacional Buenos Aires. Era, más que nada, un hijo político de la nueva democracia, y de la creciente influencia de los medios de comunicación y de la denuncia periodística en la construcción política. Sus consumos culturales (Serrat, Cortázar, rock nacional) y su barrio de Villa Urquiza, lo hacían tan clásico que lo popularizaban. Era la viva imagen del izquierdista promedio: nunca hice política, siempre fui progresista (7). Ese significante semivacío permitía articular sobre su figura la más variada gama de intereses. Como una suerte de Scioli de izquierda, gobernaba loteando el Estado porteño entre sus diferentes apoyos, indiferente en gran medida a la consistencia general del rumbo de su gobierno. Atrapado por la crisis de 2001, y sin la posibilidad financiera de organizar un plan de infraestructura medianamente razonable, apostó en cambio a construir su imagen, reservando para sí la parte del león de lo que consideraba estratégico. En particular, la relación con los organismos de derechos humanos.
Como buen ochentista, Ibarra consideraba a los derechos humanos como un artículo de fe casi religiosa. En ese sentido, su gobierno dio lugar a una de las políticas más consistentes en términos de edificación pública de la memoria del Terrorismo de Estado, que iban desde la intervención en el espacio físico (el Parque de la Memoria comenzó allí, así como también las transformaciones de los ex centros clandestinos como sitios de memoria y los primeros intentos de recuperación de la ESMA) hasta el apoyo financiero al Banco de Datos Genéticos de Abuelas, o la institución del 24 de marzo como día de reflexión en las escuelas públicas porteñas. En el fondo, una precuela del kirchnerismo, sin el aditamento rupturista de este último.
Se trataba del complemento lógico frente a la aceptación posibilista de los límites de acción económica y política que daba el modelo Cavallo. Una suerte de compensación simbólica frente a la impotencia de la política en otros dominios. Pero la realidad es que funcionó y constituyó uno de los pocos hilos conductores en términos de política pública entre el ibarrismo y el nuevo kirchnerismo, como quedó plasmado en la histórica foto del Jefe de Gobierno y el Presidente con el fondo del frente de la Escuela de Mecánica de la Armada, el 24 de marzo de 2004, cuando firmaron el decreto de traspaso a manos civiles.
La derrota de Macri en el ballottage porteño (en septiembre de 2003) lo había relegado a la reconstrucción y a la autocrítica. Mientras, la primavera kirchnerista comenzaba a teñir por completo el clima de época: progresistas empezaban a ser todos. En ese marco, un resucitado Ibarra comenzaba a soñar con su futuro en el nuevo orden: las charlas de quincho hablaban con insistencia durante ese 2004 de una posible fórmula Néstor Kirchner - Aníbal Ibarra para las elecciones del año 2007, con el frepasista en el rol que luego tomó el mendocino Julio Cleto Cobos. Evidentemente, había en la mesa de arena nestorista un puesto destinado a los socios no peronistas de la coalición. Y si bien en la Legislatura Porteña ya había comenzado un proceso de atomización de la bancada oficial, producto del desinterés oficialista en conducirla y en su natural tendencia a la fragmentación, el peso del Estado porteño bastaba y sobraba para ordenar la “gobernabilidad”. Un escenario tranquilo y lleno de futuro. Hasta que una noche de calor interminable, el 30 de diciembre de 2004, se incendió el boliche rockero República Cromañón.
La tragedia argentina se corporiza en diciembre, esa olla a presión que combina calor, fiestas, fin del año laboral y fin de todo. Diciembre es el mes en el que vivimos en peligro. El momento del in crescendo asfixiante. La temporada de incendios. La memoria colectiva indica que los estallidos sociales suceden en ese mes. Y que cada estallido resucita, a lo zombie, la tragedia anterior, una en donde los pobres suelen poner los muertos.
Aquel diciembre de 2004, Buenos Aires parecía estar reponiéndose finalmente de la angustia de 2001. Las tasas chinas y el ímpetu reformador y reparador del nuevo gobierno habían empezado a cristalizar en la calle un clima de posguerra. Las famosas “clases medias urbanas” podían reposar un poco luego de dos años de activismo callejero. Los clubes de trueque y las asambleas populares barriales se habían desactivado paulatinamente, y de aquella ciudad en estado de revolución, faro mundial del alzamiento antineoliberal, quedaba ya un distraído Slavoj Žižek en bicicleta por la ciudad. En parte a causa de este contexto, el incendio de Cromañón irrumpió como un golpe al estómago de esa Buenos Aires que quería dejar la tragedia atrás.
Cromañón impactó de manera directa en el caleidoscopio que formaba y nutría el universo cultural y político del progresismo argentino. Todos sus elementos (la bohemia cultural de los años ochenta, personificada en el empresario rocker Omar Chabán; los usos y costumbres del “rock chabón” de la banda Callejeros; el gobierno ibarrista y sus funcionarios, los organismos de derechos humanos, los periodistas, etc.) le eran propios. ¿Qué tenía que ver un Rodríguez Larreta con tamaña cosmovisión? Desde el principio, Cromañón se presentó como una crisis de familia progresista: salvaje, triste y sórdida como suelen ser las crisis familiares. Además, presentaba un hecho inédito en la democracia argentina: por primera vez las víctimas se enfrentaban entre sí.
Si dibujásemos el retrato-robot del militante social y político argentino 1983-2017, el identikit no estaría completo sin esa foto que cuelga del cuello: la del familiar muerto o desaparecido. Como si luego de la dictadura militar, la lucha de los organismos de derechos humanos hubiese compuesto una praxis política modelo, un procedimiento para la acción. Una ética y una estética. Malvinas-Tablada-AMIA-Bru-Cabezas-Bulacio- Cromañón-Lapa-Masacre de Floresta-Blumberg-Once-Maldonado. E incluso carreras políticas construidas en torno al dolor.
Cromañón, sin embargo, introdujo una novedad radical. Hasta ese entonces, la gramática de la política del dolor y de la víctima estaba contenida, narrada y procesada prácticamente desde y dentro del progresismo. En la Francia de posguerra se decía que la izquierda tenía labrada para siempre la superioridad moral de haber sido bajo la Ocupación nazi el “Partido de los Fusilados”, aquella parte del pueblo francés que había puesto mayoritariamente las víctimas. En la Argentina posterior al Terrorismo de Estado, podía decirse con justeza algo muy parecido. El Poder siempre era ese Otro, y las Víctimas siempre estaban del otro lado.
Cromañón rompió para siempre esa “virginidad” progresista. Los sectores que apoyaban al gobierno ibarrista, y que formaban en líneas generales esa nomenklatura política y cultural se apresuraron a cerrar filas en torno a la defensa de la posición oficial, en cuanto entrevieron que la crisis desatada, ya con vida propia, podía llegar a llevarse puesto el mismo Gobierno de la Ciudad y a su Lord Mayor. Los organismos de derechos humanos se dividieron (aunque en su mayoría sostuvieron la línea de defensa ibarrista), pero su discurso, esa legitimidad de origen, fue uno de los principales argumentos morales del jefe de Gobierno. Tanto es así que Ibarra, reconocico como ex fiscal, sumó a su defensa al aun más célebre ex fiscal Julio César Strassera. Fue su abogado defensor en el juicio político en la Legislatura. Con Strassera aparecía el Nunca Más como blindaje. Y la incapacidad de la política progresista para tramitar ese dolor (darle cauce y contenerlo) parió un concepto destinado a hacer historia: “Hacerle el juego a la derecha”. El progresismo parecía defender su monopolio del uso de la fuerza simbólica: “Jamás seremos victimarios”. Pero las imágenes estaban ahí: cuerpos apilados en morgues, héroes anónimos que salvaban vidas desconocidas en medio del humo. Y en una Argentina donde “todo es política”, carácter que el mismo progresismo ayudó a construir. Si toda víctima es política, no hay tragedia ni casualidad. Toda muerte reposa sobre una red de nervios estatales o institucionales que la producen. Al Ibarra destituido y ojeroso le podían haber colgado el cartelito en el cuello: todo es política… para todos.
A la ruptura de la “unidad” moral e ideológica le siguió la de la unidad política. El modelo de gobernabilidad política ibarrista, basado en la preeminencia del Estado porteño, el reparto de cargos ejecutivos y legislativos y un continuismo bajo otros nombres de las opacidades clásicas del ex Concejo Deliberante, saltó por los aires.
Cromañón señaló una línea divisoria en los aliados del 2003, y fracturó a todas las bancadas del centro hacia la izquierda dentro de la Legislatura. El espacio de izquierda que entonces representaba fuertemente Luis Zamora, pero que contaba también con otras expresiones políticas hijas o hermanas de 2001, se puso en pie de guerra. El nuevo kirchnerismo se dividió: