El Misterioso Tesoro De Roma. Juan Moisés De La Serna

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El Misterioso Tesoro De Roma - Juan Moisés De La Serna


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me había dado la flor.

      Miré a todos lados y nadie parecía inmutarse por aquel chillido, fue durante unos breves segundos y luego se disipó en el bullicioso devenir de los viandantes.

      Quedé quieto durante un momento y un extraño pensamiento me vino, quizás aquella niña estuviese en peligro. Me recorrió un escalofrió que me subía por toda la médula espinal hasta el cuello y de repente salí corriendo en dirección a donde había visto por última vez a aquella pequeña, de la cual parecía que nadie más se hubiese percatado de su llamada de auxilio.

      Allí dejé a mis compañeros de viaje sin siquiera decirles nada, ya que no conocía todavía a dónde me dirigía. Recorrí aceleradamente unos cien metros casi sin respirar hasta que me frené en seco cuando finalizó la calle, la cual se bifurcaba en dos.

      Miré ansioso y extrañado para todos lados pues no hacía tanto que había escuchado a aquella pequeña y no la vi por ninguna parte. Ella no podría haber corrido tanto en tan poco tiempo tal como lo había hecho yo, por lo que ya la tendría que estar viendo, aunque a diferencia de la concurrida plaza que acababa de abandonar aquí no pude ver a nadie.

      Hubiese resultado de mucha utilidad el preguntar a cualquier viandante por si había visto una niña pequeña pasar por ahí, pero al no encontrarme a nadie, no sabía qué hacer, podía dirigirme por una u otra calle, pero ¿hasta dónde?, ¿por cuánto tiempo mantendría mi búsqueda?

      Aunque no conocía de nada a aquella pequeña el pensar que pudiese estar en peligro me resultaba cuanto menos preocupante y no quería volverme, pero era inútil seguir corriendo indefinidamente por estas calles.

      Únicamente podría haber desaparecido si a la niña la llevasen en brazos, pues no veía ninguna otra posibilidad ya que por su propio pie no habría llegado tan lejos tan rápidamente.

      Volví bastante abatido y preocupado sobre mis pasos, desilusionado por no haberla podido ayudar, con la respiración entrecortada por el esfuerzo realizado y vi que a mitad de la calle hacia la derecha había una pequeña puerta de la cual no me había percatado al pasar corriendo.

      Recorrí nervioso de nuevo la calle desde el principio para ver si había más aperturas y no encontré ninguna otra, “¿es posible que se la hayan llevado por aquí?”, me preguntaba delante de la pequeña puerta que me llegaba un poco más arriba del pecho.

      Puse mis manos sobre aquel antiguo portón de madera, hinchada por la humedad y empujé para ver si cedía, pues no tenía ningún tipo de llamador o cerrojo. Tras varios intentos, esta cedió hacia dentro y se abrió realizando un escandaloso chirrido, como las viejas y desengrasadas bicicletas cuando pasan un tiempo sin usarse.

      Me detuve delante de aquella oquedad oscura decidiendo si iba a entrar o no, pues era seguro que se trataba de una propiedad privada a la que nadie me había invitado a pasar, además era poco probable que aquella pequeña hubiese entrado por allí pues en ese caso tendría que haber escuchado ese peculiar sonido, a no ser…, que la puerta ya estuviese abierta antes de que la cogiesen.

      Metí la cabeza para ver lo que había tras esta hinchada portezuela de madera vieja y lo único que acerté a ver fue una profunda e inmensa oscuridad, acompañada de un intenso olor a humedad, más propio de los lugares próximos al mar, en el que la humedad reinante en el ambiente se impregna en las paredes, corroyéndolas y formando salitre que las desconcha y agrieta.

      Permanecí ahí aguantando el olor fuerte, a la espera de que se me acostumbrase la vista a la oscuridad para tratar de localizar algún objeto en su interior, mientras intentaba escuchar algún ruido por insignificante que fuese, pero todo aquello fue en balde, no se produjo ningún sonido allí dentro pues lo único que oía era mi respiración acelerada y no vi nada que no fuese la más absoluta obscuridad, con lo que concluí que aquella puerta debía de conducir a una habitación cerrada, fría y húmeda.

      Pero ¿qué podría ser aquello?, quizás un antiguo almacén de comida o la guardilla abandonada de alguna casa.

      Con mucho cuidado y avisando de mi presencia por si había alguien dentro de aquel siniestro lugar, me decidí a entrar.

      Para evitar chocarme con algún objeto dejé la puerta abierta, pero no sirvió de mucho pues aquella negra oscuridad se transformó únicamente en espesa penumbra en donde mi sombra se proyectaba cual sinuosa y fantasmagórica silueta en la pared del fondo.

      Tras casi caerme pues a la entrada había tres escalones descendentes de los cuales no me había apercibido, me repuse y estuve tanteando tratando de no chocar con nada, andando muy lentamente hasta que me topé con una pared.

      No habría ni dos metros de distancia desde la puerta hasta el fondo de la lúgubre habitación y no parecía tener ningún otro acceso, un callejón sin salida.

      De ninguna forma podría haber entrado la niña allí y de haberlo hecho no habría sido voluntariamente, pero ¿dónde podría estar?, se me acababan las ideas, por lo que seguí con lo que estaba haciendo explorando aquel pequeño cuarto, como si me agarrase a un clavo ardiendo.

      Con mis manos continué palpando cada centímetro de aquella estancia hasta que di con una hendidura en la pared, se trataba del marco de otra puerta, la cual toqué a continuación.

      Su tacto áspero y húmedo, era muy parecido a la que había tenido que empujar para poder acceder a éste sombrío cuarto.

      Deslicé mi mano por su frontal intentando palpar el pomo para abrirlo, pero no lo encontraba, únicamente hallé un agujero a la altura de mi ombligo, que supongo sería el ojo de la cerradura.

      Empujé con fuerza como había hecho con la puerta de acceso, pero no se movió. Como no cedía, pensé que a lo mejor se abría hacia mí, por lo que traté de tirar de la misma, metiendo los dedos como pude en aquella minúscula oquedad de la cerradura, pero todo mi esfuerzo fue en balde pues tampoco en esta dirección cedió.

      Me agaché hasta la altura de aquella apertura en la puerta, para ver si al menos podría ver algo a través suyo y lo único que alcancé a ver, de forma bastante parcial, fue un patio cuadrado, similar a un claustro, circundado de columnas erigidas cual barrotes de la cárcel.

      Éstas parecían custodiar y proteger los numerosos cuadros de grandes dimensiones colgados en las paredes adyacentes. Nada que me ayudase a identificar el lugar, pues casas señoriales así, ya las había visto en varias ocasiones a lo largo de la mañana, pero no vi ni a la niña ni a cualquier otra persona a la que le pudiese pedir ayuda para mover aquella pesada puerta y me tuve que resignar ante mi estrepitoso fracaso. Sabiendo que ya no podría hacer más por aquella pequeña y que mis compañeros, una vez terminada su visita a la iglesia donde les dejé, me estarían buscando, por lo que me volví a la plaza con la fuente en el centro de donde salí.

      Todavía me quedaba la inquietud por la pequeña que hace sólo un momento antes de desaparecer me había dado aquella delicada flor, pero ni si quiera tenía la certeza de que la hubiese pasado algo.

      Volví a donde se encontraban ya mis compañeros esperándome, buscándome por los alrededores. Después de tranquilizarles y preguntarles sobre cómo había sido su visita, proseguimos a otra nueva calle y delante nuestra volvió a surgir un antiguo monumento a conocer.

      De nuevo me quedé fuera, pero esta vez refugiado bajo la sombra de un balcón para que no me diese tanto sol.

      Estando allí, algo más calmado, habiéndome recuperado de las emociones sufridas minutos antes, me acordé de haber vivido algo similar con anterioridad, una situación muy comprometedora de mi pasado, que creía olvidado, diluido por el paso de los años, pero lo recordé en mi mente como si lo estuviese volviendo a vivir en ese preciso momento.

      En esta ocasión tuve que intervenir y no lo hice por miedo o cobardía, no lo sé bien, pero si hubiese sido por mí se hubiese salvado.

      Me refiero a mi hermana, allá cuando éramos pequeños, no tendría ni los siete años y ella tan sólo unos cinco.

      Ocurrió un día caluroso como hoy, en la piscina de la base, a la que pertenecíamos pues


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