El Evangelio de Simon. John Smelcer

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El Evangelio de Simon - John Smelcer


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sólo un pequeño lote que incluía el establo de piedra que había estado en ese terreno desde hacía ya muchas generaciones que nadie sabía con certeza qué tan antiguo era.

      Lo que en el pasado era la granja de su familia estaba ahora rodeada por casas, una igual a la otra y todas pintadas de blanco, limpias y brillantes a la luz del sol. Más allá del establo de piedra, se podía ver el soso color beige de la arena y la roca, además las escasas colinas onduladas cubiertas de maleza, árboles verdes con casas abarrotadas de gente y los horribles cables de electricidad que corrían hacia Jerusalén en la distancia.

      “Muy bien, abuelo. Rebekah dice que canjeará las entradas del teatro por las de una película que de cualquier manera quería ver. Entonces, ¿qué es lo que quieres mostrarme?”

      El viejo movió una de las dos sillas de madera junto a la pequeña mesa.

      “Ven y siéntate”, le dijo.

      Cuando los dos estaban sentados, el joven enfrente de su abuelo, el viejo acercó la caja.

      “Esto es más antiguo de lo que te puedes imaginar”, dijo el viejo mientras movía la cubierta y cuidadosamente la ponía a un lado de la caja.

      Un olor a humedad salía de la caja abierta.

      “¿Qué es?”

      “Tu pasado. Tu futuro”.

      Simón estaba desconcertado.

      El viejo levantó un paquete de papel que estaba atado de forma entrecruzada con un cordel azul.

      Simón se levantó y se inclinó para ver mejor. Desde donde se encontraba pudo ver lo que parecía como un libro encuadernado en piel dentro de la caja.

      Su abuelo puso su mano arrugada sobre las páginas.

      “Este manuscrito contiene la historia de nuestra familia, nuestro lugar en la historia”.

      Al nieto le constaba trabajo entender lo que su abuelo decía. De lo que él tenía entendido, no había nada especial acerca de su familia, ninguna fama que reclamar, ningún rol extraordinario en la historia.

      “Estoy envejeciendo. Debo decirte un secreto ahora que mi mente todavía está lúcida”.

      Simón se preguntaba si ese libro encuadernado en piel era el diario de su abuelo.

      “¿Es algo de cuando eras niño, algo que hiciste? ¿De la guerra tal vez?” Preguntó, mientras se volvía a sentar.

      “No”.

      “¿Es algo sobre mi padre? ¿Era adoptado?”

      El viejo hizo una mueca, las arrugas alrededor de sus ojos como profundos cañones quedaron marcados como por una inundación.

      “No”.

      “¿Es algo acerca de mi abuela? ¿De cómo la conociste?

      El viejo sonrió suavemente. Extrañaba a su esposa.

      “No. No es sobre tu abuela. No hagas más preguntas. El secreto que debo revelarte sucedió mucho antes de que yo naciera. Es la historia de lo que pasó con el primer Simón, de quien nosotros recibimos su nombre.

      El viejo empujó el manuscrito a su nieto a través de la mesa.

      “Léelo. Tienes tiempo suficiente”.

      Simón hojeó aleatoriamente algunas páginas. El manuscrito parecía como si fuera escrito en hojas de piel de cebolla en aquellas viejas máquinas de escribir.

      “Estaré en el establo cuando termines”.

      Simón desató el cordel y puso a un lado la primera página en blanco. Cuando comenzó a leer, su abuelo arrastró los pies a través del piso chirriante hacia la puerta, tomó su bastón y un desgastado sombrero de fieltro negro del perchero de la pared que estaba junto a un pequeño crucifijo de madera. Dirigió su mirada justo cuando Simón levantó la suya del manuscrito sorprendido, boquiabierto, con ojos perplejos.

      El viejo miró a su nieto y con una sonrisa levantó su sombrero antes de dirigirse hacia la luz del sol.

      ME LLAMO SIMÓN. NACÍ EN CIRENE, una ciudad costera en la provincia Cirenaica no lejos del puerto romano de Apolonia en la costa sur mediterránea. Mi familia se mudó a Judea cuando era niño. Mi madre murió en el mar durante el trayecto. Mi padre compró un terreno que estaba a medio día de distancia de Jerusalén en el que criaba cabras, plantaba olivos y cultivaba un viñedo.

      Pero éste no es el tema de la historia.

      Se trata del día en que ayudé a un nazareno llamado Jesús a cargar su cruz por la calles de Jerusalén hacia el Gólgota donde fue crucificado.

      Han pasado cuarenta años desde aquel día, más o menos. Era mucho más fuerte y alto de lo que soy ahora. Le pedí a mi nieto que escribiera mis memorias ahora que todavía puedo recordar con claridad. Ezra aprendió a escribir en arameo. Le prometí una de mis cabras por su trabajo, una hembra preñada.

      Lo que vas a leer se lo he contado a muy pocas personas. Tal vez dudarás de mucho de lo que diga. Tal vez pienses que estoy mintiendo. Es entendible. No estuviste ahí. Es difícil para la mayoría de la gente creer en cosas que no han visto con sus propios ojos.

      De mi parte, te perdono tu escepticismo.

      Jueves

      El amor es el cumplimiento de la ley.

      (Romanos 13:10)

      MI PADRE MURIÓ CUANDO TENÍA CUARENTA Y SIETE AÑOS, heredé esta tierra en la que he vivido desde entonces. Volviendo al inicio de esta historia, he vivido aquí con mi esposa, Raquel, y mis dos hijos–Alejandro y Rufo. En aquella Pascua, mi primogénito, Alejandro, tenía diecisiete años; Rufo tenía quince. Al igual que su padre, eran muchachos robustos que se convertirían en hombres fuertes. Nuestra hija, Abigail, tenía catorce años en ese momento.

      Abigail estaba sentenciada a muerte. A veces, su fiebre quemaba como un incendio. Cuando la fiebre estaba muy alta, su frágil cuerpo se convulsionaba con violentos ataques, y sus ojos se tornaban blancos, lo que siempre aterrorizaba a su madre. El estómago de Abigail no toleraba ningún tipo de alimento o líquidos. Su madre se la pasaba aseándola y limpiando paños. Nuestra pequeña hija se consumía, y nada de lo que hacíamos parecía ayudarla. Consultamos al médico de la aldea pero ninguno de sus remedios pudo curar su enfermedad. Me sentía tan indefenso como una pluma en el Jordán, tan inútil con la certeza de que nuestra hermosa hija iba a morir.

      Me arrodillé junto a la cama de Abigail y limpié su cuerpo hirviendo con un paño húmedo; en eso Alejandro y Rufo regresaron del campo donde habían estado trabajando desde la mañana.

      “¿Cómo está nuestra hermana?” Me preguntó Alejandro.

      “Está empeorando”, le respondí con tristeza, moviendo mi cabeza. “No ha abierto los ojos en todo el día”.

      Rufo se arrodilló junto a la cama y puso su mano en la frente de Abigail.

      “Recupérate hermanita”, susurró. “Qué Dios tenga misericordia de ti”. Los ojos de Abigail permanecieron cerrados.

      “¿Repararon la rueda de la carreta como se los pedí? Mañana es Pascua. Debemos ir a Jerusalén para vender el vino”.

      Los muchachos respondieron que la carreta estaba lista.

      “Muy bien”, les dije. “Y cómo les fue en el establo?”

      “Pusimos las primeras cuatro capas de piedra”, respondió Alejandro. “Las piedras están bien colocadas. Los cimientos son muy sólidos”.

      Rufo asintió, apoyando la aseveración de su hermano mayor.

      Besé a Abigail en la frente.

      “Síganme”, les dije, mientras me ponía de pie, “Vamos a ver su trabajo y a cargar la carreta para el viaje de mañana”.

      Una


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