La Larga Sombra De Un Sueño. Roberta Mezzabarba
Читать онлайн книгу.fue el viaje? ¿Se ha portado bien el pescador que debía acompañarle?», preguntó el notario ya que Greta, extrañamente, no había dicho una palabra sobre él.
«Bien, bien…», respondió Greta visiblemente incómoda.
«Habría que llevarle la paga que le corresponde por haberla llevado hasta la isla… si para usted no representa un problema. La he visto tan afectada cuando lo he nombrado. ¿Se portó de manera inconveniente con usted?»
A veces, con ciertas expresiones, parecía el padre que nunca había tenido.
«¡Que va! ¡De ninguna manera! Le llevaré con gusto lo que le corresponde por su trabajo».
Era imposible esconder lo más mínimo a aquel hombre, tenía una sensibilidad y una agudeza increíbles descubriendo los sentimientos ajenos.
Y sin embargo no se había casado. ¿Quién sabe el motivo?
Cuando regresó a casa, por la tarde, Greta se fue al paseo fluvial, donde los grupos de pescadores solían remallar las redes y charlar un poco, protegidos por la sombra fresca de los grandes olmos.
Ernesto estaba apartado arreglando una gran red con forma de cono: le daba vueltas a sus pensamientos en su cabeza, con los cabellos revueltos y la mirada baja que, a veces, levantaba como para buscar algo más allá de la sombra que lo protegía, hacia el lago.
El espejo de agua estaba inmóvil bajo el calor y la luz cegadora de julio que lo hacía relucir como una gigantesca piscina azul. Sólo algunas franjas azuladas escondían la superficie, llegando incluso hasta las dos islas, que se extendían sobre la superficie brillante como ligeras nubes multicolores. Las aguas dormían perdidas en uno de sus profundos sueños de primera hora de la tarde, y mientras la campana de Capodimonte había hecho escuchar sus campanadas, lenta y baja, la de Marta, clara y aguda, le había respondido, y de otras lejanas había llegado sólo el eco a través del aire inmóvil.
Ante la presencia de Greta entre los pescadores se creó un poco de alboroto que devolvió bruscamente a la realidad a Ernesto.
En el mismo momento en que él levantó los ojos de su trabajo, para poder ver cuál podía ser el motivo de la agitación de sus compañeros, Greta lo estaba mirando.
Entre las dos miradas saltaron chispas.
Él se quedó quieto mientras que ella avanzaba entre los pescadores inmóviles que seguían su figura sólo con los ojos.
«Te he traído la paga por tu trabajo. El notario De Fusco te está muy agradecido por haberme acompañado a la isla Bisentina y yo lo estoy por la paciencia que has demostrado al esperarme cuando por la tarde he ido a visitar la isla».
Greta hablaba con calma, su voz era baja y profunda. Todos la estaban escuchando.
Ernesto cogió el sobre que Greta le tendía, sin decir nada, casi paralizado por la emoción inesperada de volverla a ver.
La muchacha hizo el gesto de marcharse, ya se había dado la vuelta. Todos los pescadores, desilusionados por lo trivial de su conversación, ya habían vuelto a su trabajo.
Fue en ese momento cuando Greta, montada sobre la ola de su deseo, se dio la vuelta, mirando directamente a los ojos de Ernesto, le susurró:
«Mañana iré a la Martana, contigo».
5
Después de aquel rápido encuentro en la playa con Greta Ernesto había vuelto a su trabajo en silencio, había acabado de remallar las redes y luego se había ido.
Algunos de los pescadores que habían asistido a su conversación en la taberna hablaban de él en son de burla.
«¡Mira que tonto el Ernesto! No ha sido capaz de decir una palabra a aquella tipa. Y pensar que ha sido ella la que ha venido a buscarlo allí, a la playa».
Era un tópico que en aquel lugar ninguna mujer, a no ser las mujeres más valientes, se aventuraban a ir.
«Parecía encantado, ¿lo habéis visto? Yo en su lugar la habría invitado a algún sitio».
«¿Pero qué creéis vosotros? Él ya la ha llevado a algún sitio… me han dicho que han estado todo un día en la Bisentina…».
La gente, como era habitual, charlaba, hacían un traje a medida a los desgraciados que tenían la mala suerte de formar parte de sus conversaciones.
Pero Ernesto no les oía. No habría podido, estaba a años luz de todo lo que le rodeaba. Lejos de aquellas chácharas insulsas, lejos de sus compañeros que realmente no habían escuchado a Greta susurrarle aquellas pocas palabras, que en él habían provocado escalofríos. Era feliz pero no conseguía explicarse la sombra que parecía oscurecer la mirada de Greta.
Al día siguiente Ernesto no fue a retirar las redes que había tirado la noche anterior con su padre, como acostumbraba a hacer sino que permaneció en casa limpiando y abrillantando la barca con la cual a primera hora de la tarde conduciría a Greta a la isla Martana. Ese día, él sería el príncipe que le haría visitar la isla.
Pasó la mañana, muy lentamente, gota a gota, como un goteo consciente del que, sin embargo, iba a surgir una gran alegría. Estaba fascinado profundamente con aquella muchacha que, aparentemente, podía parecer muy dura, desapegada del mundo, casi altanera pero que, en el fondo, no era otra cosa que una dulcísima criatura. Sólo algunas veces, antes del día en que la había acompañado con la lancha morota a la Bisentina, la había visto descender del autobús que venía de la ciudad, o para hacer compras, siempre seria, siempre sola, pero él no la comprendía.
No había comprendido su desesperada llamada, un grito en un silencio transparente como el vidrio. No había entendido nada hasta que en el agua, y sólo con el agua, todo se había aclarado. Era distinta de las otras. Distinta de las mujeres que él había conocido, pocas, era verdad, pero siempre bastante tontas…
No habría deseado otra cosa que perderse en la profundidad de aquellos ojos y nadar en aquellos cielos oscuros, iluminados aquí y allá por algunas estrellas, miradas lejanas. Habría querido, pero percibía en ella algo hostil, en el fondo a su ser reservado parecía que acechaba una especie de temor.
¿Pero de qué o mejor dicho, de quién?
El sol calentaba desde lo alto en el cielo: alto y omnipotente era al mismo tiempo capaz de dar vida a la naturaleza y de matarla con su calor abrasador.
Caliente, casi quemado estaba también el muelle gris donde Greta encontró a Ernesto dentro de su barca, oscura, de fondo plano, la popa cuadrada y un mástil donde estaba arriada una cándida vela.
Estaban de nuevo solos en el agua.
Ernesto, con la ayuda de los remos salió del pequeño puerto artificial de Capodimonte, luego dejó libre la vela al viento. Apenas superada la pequeña península donde surgía el centro del pueblo, Greta encontró de frente, más allá del agua movida ligeramente por la brisa de la tarde, Montefiascone aferrado en una colina, cuya figura era veía coronada por la mole de la gran cúpula de la iglesia de S. Margherita: miró a su alrededor. Sus ojos se posaban sobre las costas del lago, parándose primero en Bolsena, para continuar después hacia Gradoli y Grotte di Castro donde el cielo, a lo lejos, aparecía lleno de nubes blancas y suaves como la nata montada, que se iban desvaneciendo hasta a llegar a Valentano, que parecía cortar el cielo azul con sus dos torres.
Greta se sentía conmocionada.
Emocionada por aquel silencio que habría querido lleno de palabras.
Fue Ernesto el primero en hablar.
«¿Sabes, Greta? Hoy mi padre ha vuelto a casa después de pescar hecho una furia: la corriente debió de llevarse las redes hacia la Fitttura y en el momento de subirlas a la barca se han roto. Ha sido una mañana pésima.»
«¿La Fittura?», preguntó Greta escuchando su voz casi como si proviniese de la garganta de otra persona.
«Nosotros llamamos Fittura a una especie de empalizada que se encuentra debajo del agua. He oído decir que está formada por multitud de grandes estacas y palos