Un Rastro de Muerte: Un Misterio Keri Locke – Libro #1. Блейк Пирс

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Un Rastro de Muerte: Un Misterio Keri Locke – Libro #1 - Блейк Пирс


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los ojos y sintió una oleada de alivio. Las dos amigas habían girado hacia el oeste por la Avenida Clubhouse, hacia la costa. Ashley continuó sola hacia el sur por Main Street, cerca del parque canino.

      Había tardes en las que ella se quedaba por allí, mirando a los perros correr tras las pelotas de tenis por el suelo cubierto de trocitos de madera. Pero hoy no. Hoy ella caminaba con un propósito, como si tuviera que estar en algún lugar.

      Si ella hubiera sabido lo que se avecinaba, no se hubiera molestado en ir.

      Ese pensamiento le hizo sonreír para sí mismo.

      Siempre había pensado que ella era atractiva. Admiró de nuevo su cuerpo de surfista, esbelto y atlético, mientras poco a poco se acercaba hacia ella, viniendo por detrás a lo largo de la calle, pendiente de dejar que pasara el alegre desfile de estudiantes. Ella llevaba una falda rosa que le llegaba justo por encima de las rodillas y un top azul vivo que se amoldaba a su figura.

      Entonces dio el paso.

      Una tibia serenidad le invadió. Encendió el poco convencional cigarrillo electrónico que estaba encima de la guantera central de la furgoneta y pisó con suavidad el acelerador.

      Paró la furgoneta al lado de ella y la llamó por la ventana abierta junto al asiento del copiloto.

      –Eh.

      Al principio la cogió por sorpresa. Entrecerró los ojos para mirar hacia el interior del vehículo, pues no podía ver de quién se trataba.

      –Soy yo —dijo él como si nada. Aparcó la furgoneta, se inclinó y abrió la puerta del copiloto para que ella pudiera ver quién era.

      Ella se inclinó un poco para velo mejor. Al cabo de un instante, él vio en el rostro de ella que le había reconocido.

      –Ah, hola. Lo siento —se disculpó.

      –No hay problema —le aseguró él, antes de dar una larga calada.

      Ella miró con más detenimiento el objeto que él tenía en la mano.

      –Nunca había visto uno así.

      –¿Quieres probarlo? —le ofreció de la manera más informal que pudo.

      Ella asintió y se acercó, inclinándose hacia dentro. Él se inclinó hacia ella también, como si fuera a quitárselo de la boca para dárselo a ella. Pero cuando ella estaba a un metro de distancia, él pulsó un botoncito del aparato, lo que causó que un pequeño cierre se abriera y esparciera una sustancia química en el rostro de ella, en forma de pequeña nube. A la vez, él se colocó una máscara delante de la nariz, para no aspirar la sustancia.

      Fue tan sutil y silencioso que Ashley ni siquiera lo notó. Antes de que pudiera reaccionar, se le empezaron a cerrar los ojos, y empezó a desplomársele el cuerpo.

      Ella ya estaba cayendo hacia delante, perdiendo la conciencia, y lo único que él tuvo que hacer fue extender los brazos e introducirla en el asiento del pasajero. Para alguien que lo viera por casualidad, podría incluso verse como si ella hubiera subido voluntariamente.

      Su corazón palpitaba con fuerza pero se record a sí mismo que debía mantener la calma. Ya había llegado hasta aquí.

      Pasó el brazo por encima del espécimen, tiró de la puerta del copiloto para cerrarla, abrochó bien el cinturón de seguridad a ella y después el suyo. Finalmente, se permitió respirar una sola vez, lenta y profundamente.

      Después de asegurarse de que todo estaba despejado, arrancó.

      Enseguida se unió al tráfico de media tarde del Sur de California, confundiéndose como otro conductor más, tratando de navegar en un océano de humanidad.

      CAPÍTULO UNO

      Lunes

      Al caer la tarde

      La detective Keri Locke se suplicaba a sí misma a no hacerlo esta vez. Como la detective de más bajo rango en la División Pacífico Los Ángeles Oeste Unidad de Personas Desaparecidas, se esperaba que trabajara más duro que cualquier otro en la división. Y como mujer de treinta y cinco años que se había unido a la fuerza hacía apenas cuatro, a menudo sentía que se esperaba que ella fuese la policía más trabajadora de todo el Departamento de Policía de Los Ángeles. No podía darse el lujo de que pareciera que se estaba tomando un descanso.

      A su alrededor, el departamento rebosaba de actividad. Una anciana de origen hispano estaba sentada junto a un escritorio cercano, poniendo una denuncia por el robo de una cartera. Al otro lado de la sala, estaban fichando a un ladrón de coches. Era una típica tarde en la que ahora era su nueva vida. Pero la ansia seguía allí, recurrente, consumiéndola, negándose a ser ignorada.

      Se dejó llevar. Se levantó y se dirigió a la ventana que daba al Culver Boulevard. Se paró allí y casi pudo ver su reflejo. Con el resplandor vacilante del sol del atardecer, ella parecía medio humana, medio fantasma.

      Así era cómo se sentía. Sabía que, objetivamente, era una mujer atractiva. Un metro setenta de estatura y alrededor de 59 kilos —60 si era honesta—, con el pelo rubio cenizo y una figura que con una maternidad de por medio había permanecido intacta, todavía llamaba la atención.

      Pero si la miraban más de cerca, verían que sus ojos marrones estaban enrojecidos y lacrimosos, su frente era un ovillo de líneas prematuras y su piel en ocasiones tenía la palidez, bueno, de un fantasma.

      Al igual que en la mayoría de las jornadas, ella vestía una sencilla blusa, ajustada dentro de pantalones negros, y zapatos bajos de color negro que se veían profesionales y eran fáciles de llevar. Llevaba el pelo recogido hacia atrás en una cola de caballo. Era su uniforme no oficial. Casi la única cosa que cambiaba diariamente era el color de la parte de arriba. Todo ello reforzaba su sentir de que estaba dejando pasar el tiempo más que viviendo en verdad.

      Keri percibió movimiento por el rabillo del ojo y salió de su introspección. Ahí venían.

      Fuera de la ventana, Culver Boulevard estaba casi vacío de gente. Había un carril para corredores y ciclistas a lo largo de la calle. La mayoría de los días, al caer la tarde, estaba congestionada por el tráfico peatonal. Pero hoy hacía un calor implacable, con temperaturas cercanas a los treinta y siete grados centígrados y ninguna brisa, incluso ahí, a menos de ocho kilómetros de la playa. Los padres que normalmente venían con sus hijos a pie, del colegio a casa, habían preferido ese día sus coches con aire acondicionado. Todos menos uno.

      Exactamente a las 4:12, como un reloj, una pequeña, de siete u ocho años de edad, pedaleaba en su bicicleta lentamente por el sendero. Vestía un bonito vestido blanco. Su joven mamá caminaba detrás de ella en vaqueros y camiseta, con una mochila colgada del hombro de manera casual.

      Keri luchó contra la ansiedad que borboteaba en su estómago y miró alrededor para ver si alguien en la oficina estaba observándola. Nadie. Entonces se dejó llevar por el escozor al que había procurado resistirse durante todo el día y se puso a contemplar.

      Keri las observaba con una mirada de celos y adoración. Aún no podía creerlo, incluso después de tantas veces junto a esta ventana. La pequeña era la viva imagen de Evie, desde el ondulado cabello rubio y los ojos verdes, hasta la sonrisa ligeramente torcida.

      Permaneció en trance, mirando por la ventana mucho después que madre e hija hubieran desaparecido de su vista.

      Cuando finalmente despertó y volvió a su oficina de planta abierta, la anciana de origen hispano ya se iba. El ladrón de coches había sido procesado. Un nuevo maleante, esposado e insolente, se había colocado junto a la ventanilla para ser fichado, mientras un alerta oficial uniformado permanecía a su izquierda.

      Echó un vistazo al reloj digital de pared que había encima de la máquina de café. Marcaba las 4:22.

      «¿Realmente he estado parada junto a esa ventana diez minutos enteros? Esto va a peor, no a mejor.»

      Volvió a su mesa con la cabeza baja, tratando de no hacer contacto visual con ninguno de sus compañeros. Se sentó y miró los archivos


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