Nadie es ilegal. Mike Davis

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Nadie es ilegal - Mike  Davis


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(Stanford, CA: Stanford University Press, 1985), p. 80.

      12. Ibíd., pp. 172-73.

       Capítulo 3

       La amenaza amarilla

       Para un norteamericano, la muerte es preferible a vivir junto a un chino.

      Dennos Kearney (1877)1

      El Times de Londres fue, por supuesto, el periódico de más ventas en el siglo diecinueve, y el primer artículo indexado en “Los Ángeles” es “La Masacre China, 24 de octubre de 1871”. Como consecuencia de la muerte de un sheriff (como en el caso de Juan Flores) una pandilla de vigilantes compuesta de quinientos ingleses se abalanzaron sobre “la calle de los negros” (actualmente cerca de Union Station) masacrando a todo tipo de hombres chinos. El número oficial de víctimas fue diecinueve (casi el 10% de la población china local), pero observadores del incidente piensan que fue un número mucho mayor. En una reflexión moderna del acontecimiento, el historiador William Locklear comenta que las dos décadas de vigilantismo inglés y de odio racial en Los Ángeles propició “la tierra fértil” para la peor de las matanzas (sin considerar las masacres de indios) ocurrida en la historia de California2.

      Los chinos (que en 1860 eran la quinta parte de la fuerza laboral del Estado) fueron frecuentemente víctimas en la época de la fiebre del oro –trabajando en condiciones degradantes– pero la persecución de forma sistemática comenzó con la depresión económica regional, entre 1869 y 1870. En la dilatada depresión de la década de 1870, los chinos fueron los chivos expiatorios del desintegrado sueño californiano, cuando las esperanzas utópicas de los primeros años fracasaron contra las realidades del poder económico concentrado, la escasez de tierras de cultivo, los bajos salarios y el desempleo incontrolado. Si durante los primeros años de 1850 los yacimientos de oro constituían una democracia de productores, donde los hombres blancos de diferentes clases sociales trabajaban codo con codo, ya a finales de la década el monopolio se afincó firmemente en la tierra, los comercios y la minería.

      El surgimiento del Ferrocarril Pacífico Central (anteriormente Pacífico Sur) y el equipo de capitalistas que lo dirigían, “Los cuatro grandes”, durante los años 1860, establecieron señoríos semifeudales sobre las ruinas de la igualdad jacksoniana; mientras tanto, la larga crisis económica arruinaba a miles de pequeños agricultores, cocheros autónomos, jóvenes profesionales ambiciosos y empresarios diversos. Su histeria pequeñoburguesa se convirtió en alucinante furia contra la “amenaza amarilla”, que demagogos como Dennis Kearney (antiguo marinero convertido en próspero hombre de negocios) esparcieron a través de los movimientos obreros de San Francisco y California, convirtiéndose en una obsesión incurable durante los siguientes cincuenta años.

      En Indispensable Enemy, un crudo y revolucionario análisis de la “falsa conciencia” que padece la clase obrera, Alexander Saxton explica cómo el populismo excluyente anti-asiático, enraizado en las contradicciones de la ideología productora jacksoniana, se atribuía el universo moral de la fuerza laboral californiana. En lugar de hacer causa común con los trabajadores chinos, el Sindicato de Trabajadores de Kearney en San Francisco, y su rama, el Partido de los Trabajadores de California, gritaban “¡Los chinos tienen que irse!” y demandaban la abrogación del Tratado de Burlingame de 1868 que había normalizado la migración china hacia los Estados Unidos. Las enormes procesiones con fogatas terminaban en alborotos y en la destrucción de los negocios chinos. Kearney y otros líderes trabajadores atribuyeron la crisis económica a una conspiración de “culíes” y monopolistas, cuyo objetivo final no era otro que destruir la república blanca norteamericana3.

      De hecho, en su novela The Last Days of the Republic (1880), el partidario de Kearney, Pierton Dooner, describe cómo los desesperados intentos de los trabajadores blancos de San Francisco para masacrar a los chinos fueron frustrados por la milicia capitalista, conduciendo a la liberación de los chinos y en un final a su conquista de Norteamérica. “El Templo de la Libertad se ha derrumbado; y encima de sus ruinas se levantó la colosal estructura de esplendor barbárico conocida como el imperio occidental de su augusta majestad, el Emperador de China… El propio nombre de los Estados Unidos fue así borrado de la lista de naciones”4.

      La novela de Dooner fue la progenitora de las disertaciones sobre la amenaza amarilla y el peligro que acecha a la civilización blanca. (Sus descendientes actuales incluyen la apocalipsis de la inmigración y “la amenaza parda” que se comercializan en libros recientes de Victor Davis Hanson, Daniel Sheehy, Tom Tancredo y otros xenófobos)5. Su defensa de las masacres de Los Ángeles también convirtió a The Last Days of the Republic en una especie de Turner Diaries para los miembros del movimiento de los workingman y sus aliados rurales. Si bien los ataques a los chinos en San Francisco fueron disipados por vigilantes burgueses (un Comité de Seguridad Pública entrenado por el venerable William Tell Coleman) y el oportuno arribo de buques de guerra norteamericanos, la violencia anti-culí se volvió crónica en los campos de California donde muchos chinos, antiguos trabajadores de los ferrocarriles, encontraban trabajo en la agricultura.

      La Orden de los Caucasianos fue el equivalente rural de los clubes anti-chinos en San Francisco, creciendo rápidamente su membresía en Sacramento Valley. En 1877, en el apogeo del malestar anti-chino, miembros desempleados de la Orden atacaron los campos chinos en toda la cuenca: quemando barracas, apaleando a los campesinos, y en marzo, cerca de Chico, murieron cuatro trabajadores chinos. Ese verano la violencia se diseminó en Great Gospel Swamp cerca de Anaheim en el sur de California, donde los vigilantes pertenecientes a la Orden atacaron a los chinos recolectores de lúpulo. Al año siguiente la poderosa Grange apoyó el llamamiento de Kearney a una cruzada general contra los “leprosos asiáticos con trenzas”, declarando que los chinos son una “plaga siniestra que socava los fundamentos de nuestra prosperidad, la dignidad de los trabajadores y la gloria del Estado”6.

      El vigilantismo fue también, por supuesto, un escenario político, siendo su objetivo primario presionar a los políticos para que aprobaran legislaciones anti-chinas. En 1879, mientras los bribones continuaban arremetiendo contra los inmigrantes chinos en los campos, se negoció en Sacramento una nueva constitución del Estado bajo la influencia de los delegados del Partido de los Trabajadores y de Grange. Anticipándose a las últimas constituciones racistas en el sureste, ésta dictaminaba escuelas segregadas para los “mongoles”, barrerlos de los empleos públicos y permitir comunidades insertadas para segregarlos en barrios chinos (instrumentos prejuiciados más que una decisión colectiva). Inmediatamente después, el 94% de los votantes californianos respaldaron un referéndum para excluir aún más a los inmigrantes chinos. El reformador agrario Henry George, conocido como el “Karl Marx de California”, se lamentaba de que esa histeria blanca sobre los chinos desperdiciaba una oportunidad histórica para la reforma radical del sistema económico del Estado. (George, originalmente un fanático anti-chino, se apartó de la demagogia racista de Kearney)7.

      Ni siquiera los “monopolistas”, presuntamente patrocinadores de la “amenaza culí”, defendieron a los chinos con total ardor. Richard Street explica en su historia del trabajo agrícola californiano en el siglo XIX que, cuando los campesinos chinos, en la década del setenta y principios de los ochenta, comenzaron a organizarse e inclusive a protestar, muchos de sus empleadores perdieron rápidamente su entusiasmo por el Tratado de Burlingame. Al estar ahora la población blanca de California poderosamente unida contra la inmigración china, el presidente Chester Arthur ignoró la protesta de Beijing y firmó el Acta de Exclusión China en mayo de 18828.

      Pero el fin de la inmigración hizo que aumentaran las presiones para expulsar a los chinos del campo. Las ligas y organizaciones anti-chinas locales organizaron boicots a los rancheros que empleaban a trabajadores chinos, e incluso amenazaron de muerte e incendiaron el gran Rancho Bidwell. En febrero de 1882, los vigilantes sacaron a los trabajadores chinos fuera de los campos de lúpulo al norte de Sacramento y quemaron sus barracas cerca de Wheatland. Un mes después, en una enorme convención anti-china en Sacramento, el abogado Grover Johnson, padre


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