Cuentos De Etiopía I. Juan Moisés De La Serna

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Cuentos De Etiopía I - Juan Moisés De La Serna


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para dentro de sí, “se lo tiene merecido, así aprenderá a caerse cuando yo quiero.”

      Pasaron los días y cada vez que pasaba intentaba hacer caer a la rana de su hoja, pero ya no usaba las piedras, si no sólo la mirada o al menos eso es lo que creía el joven.

      Unas veces lo conseguía y otras no, y él ya no dedicaba mucho tiempo en hacerlo, si a la tercera vez no lo conseguía lo dejaba y se iba, no se arriesgaba a ninguna otra nota más como la del segundo día de clase.

      En algunos momentos conseguía mojar a la rana y otros no, y se dio cuenta de que cuando venía enfadado de la clase por cualquier motivo que en esta le hubiese sucedido podía hacer que aquella rana se cayese de su hoja y se mojase.

      Lo observó y practicó, un día que estaba tranquilo delante de la rana, practicó tirarla y no lo consiguió, y se puso a pensar en aquello que le enfurecía, volvió a intentarlo y en esta ocasión si lo consiguió. Ya sabía cómo conseguirlo había dado con la clave, era recordar o revivir algo que le pusiese furioso y dar salida a esa furia hacia la rana.

      Todo eso había hecho que aquel lugar no fuese tan pesado para él, y que al menos tuviese un amigo, aquella rana.

      Sí, el joven ya sabía que tenía la capacidad de espantar a la rana, de tirarla de su hoja a voluntad, sólo tenía que hacer un breve ejercicio de quedarse quieto y recordar una situación estresante de su vida.

      “Pero, ¿es esto todo lo que soy capaz de hacer?,” se preguntaba para sí el joven.

      Así intentó algo más, al lado de la rana había una hoja suelta que estaba flotando en el agua, esta era pequeña y entendió que no le debía de suponer mucha dificultad el moverla, lo intentó y lo intentó y nada consiguió y perseveró varios días y al final hundió la pequeña hoja.

      “¡Hundida!, pero ¿por qué si yo quería moverla? ―pensó el joven―, bueno, a lo mejor es sólo lo que sé hacer, hundir cosas.”

      Y así él mismo rompió una pequeña rama de un arbusto próximo e intentó por días hasta que consiguió hundir la rama, pero esta salió a flote, y volvió a hundirla y volvió a flotar; se esforzó por dejar aquella rama debajo del agua y se dio cuenta cómo lo conseguía ya casi sin esfuerzo, es como si de alguna forma unos dedos estuviesen sujetando aquel palo bajo el agua.

      Intentó que la rama se acercara y lo hizo, luego pensó en que se alejara y también lo hizo, luego la soltó y ascendió hacia la superficie.

      “Ya veo cómo he de hacer para moverlo, tengo que tener el objeto sujeto,” se dijo el joven.

      Y así trató de mover la rama estando encima del agua y no lo consiguió, pero tras un poco de práctica al final lo hizo.

      Este pequeño charco se había convertido sin saberlo en su escuela personal de entrenamiento de su capacidad de hundir objetos, en principio y ahora de moverlos a voluntad.

      Sabiéndose ya poseedor de esta capacidad, se preguntó si también podría hacer algo donde no hubiese agua, por ejemplo, en un arbusto próximo, así lo miró, se concentró y nada consiguió.

      “Demasiado grande, no puedo moverlo”, se dijo así mismo.

      En realidad, lo único que sucedía es que el joven no se había dado cuenta que dentro del árbol y como parte de la conservación del mismo existía una estructura metálica que impedía que este se moviese.

      Se dijo que debían de ser objetos pequeños los que podría mover, y se preguntaba para qué querría esa capacidad, pues en su vida diaria no tenía cabida, y menos cuando él mismo no quería destacar en nada en aquel lugar en que tanto le estaba costando adaptarse.

      Empezó a practicar con objetos pequeños como lapiceros y rotuladores, los cuales por ser redondeados apenas ofrecían resistencia y por tanto le era muy fácil mover.

      UNA FAMILIA PECULIAR

      El viajero continuaba su camino, cuando se le acercó un niño y le dijo,

      –Todavía no has visto lo más importante de este pueblo, todavía no has visitado mi casa.

      El viajero entendió que se trataba de una chiquillería y le respondió,

      –Bien, enséñame tu casa y proseguiré mi camino.

      Los dos fueron a una casa a las afueras de la ciudad, y llegado a ella, le salió una mujer y le preguntó el motivo de su visita, el viajero le comentó que había sido invitado por su hijo, y que estaría poco tiempo.

      La mujer le invitó a comer, y a la hora de comer llegó el hombre y no se extrañó de ver al viajero y dijo,

      –Ya veo que al final has sabido donde buscar, ya creía que te ibas a ir del pueblo sin ver lo más importante.

      El viajero se extrañó de que utilizase las mismas palabras que su hijo y le preguntó,

      –¿De qué se trata eso tan importante de ver?, ¿quizás algún tesoro familiar?

      El dueño de la casa se rio y dijo,

      –Nada que sea de valor material, nosotros aquí conservamos viejas costumbres, que no abundan por esta zona, para nosotros es nuestro bien más preciado, y creemos que pocos saben disfrutarlo, por eso te invito a convivir con nosotros hasta mañana después de comer, y luego continúas tu camino.

      El viajero comprendió que lo que esperaba encontrar no era lo que había en aquella casa, pero la curiosidad pudo más y se quedó para conocer a estas personas que se definían a sí mismas como peculiares.

      Pasado el día completo y la mañana del siguiente y tras comer se despidió el joven diciendo,

      –En verdad, que me hubiese perdido mucho si me voy sin conoceros, sois una familia muy peculiar y con unas costumbres realmente especiales, si esto se extendiese se viviría mejor, tanto física como emocionalmente.

      –En realidad esto no se lo enseñamos a nadie ―dijo el dueño―, únicamente en esta ocasión porque nuestro hijo así lo ha considerado adecuado, ya lo intentamos en un tiempo y nos retiraron la amistad, ya que no estaban preparado para ello, de momento, nosotros lo conservamos hasta cuando estén preparados el resto para poder aceptarlo.

      –Entonces decirme ―dijo el viajero―, ¿queréis que os guarde el secreto?

      El dueño le contestó,

      –Lo que te llevas es para ti, utilízalo como mejor comprendas que puedes hacer, sí te digo que no todos están preparados para conocerlo y menos para aceptarlo, luego informarles de algo que no les sirve, únicamente les crea inseguridad y miedo.

      El joven agradeció la hospitalidad y al muchacho su invitación y dijo,

      –En verdad tienes una gran familia, enhorabuena.

      –Espero yo con mis hijos y mis hijos con los suyos extender todo el bien que nosotros hemos aprendido a generar dentro de la casa ―afirmó el muchacho.

      EL GRILLO CANTANTE CRI-CRI

      En un lugar un poco distante de las tierras de Hab y Ssinia (Etiopía) y también en otros momentos de la historia diferentes, en un prado cubierto de amplio matorral y vegetación, nació un grillo como los demás, normal, y de una madre que ya había tenido más hijos, y también le dio en esta ocasión varios hermanos, pues es sabido que por la gran mortandad que existe, la naturaleza da muchos hijos a quien los pierde con facilidad.

      Ocurrió que este grillo al día siguiente de nacer y ya moviéndose subió a una hoja en un momento en que sopló el viento. Aquel joven experimentó en un solo momento la naturaleza con todo su esplendor, el viento le trajo música y también vida, pues respiró profundo y se sintió lleno por dentro y abrazado por fuera. El aire era cálido y sintiendo bien cerró los ojos asiéndose a la hoja, sin embargo, esta se desprendió y fue arrastrada hasta un pequeño arroyuelo.

      El aire arrastró la hoja hasta un lugar de remanso en que quedó varada y ya había vegetación y unas piedras. El grillo que había abierto los ojos y que se sintió volar con el aire, se encontró bien, no experimentó miedo, pues no lo conocía, y esperó


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