Mi Águila Ottawa. Virginie T.
Читать онлайн книгу.conmigo a tomar algo».
Lo reflexioné, sopesé los pros y los contras y terminé aceptando. Su sonrisa viril en esos labios firmes y carnosos y sus ojos brillantes de deseo por mí acabaron derrotándome. Nuestra relación empezó un año antes con un beso fogoso. El tipo de beso que te deja con las piernas flaqueando y las bragas húmedas y yo pensaba ingenuamente que acabaríamos pasando nuestra vida juntos. Aunque no vivíamos juntos, a veces hablábamos de tener un hijo. Bueno, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que era sobre todo yo quien pensaba en esa continuación lógica a nuestro amor, mientras que mi amante esquivaba sistemáticamente el tema.
«Estoy tan bien contigo. ¿Te imaginas un pequeño ser que se nos pareciera? ¿Una mezcla entre tú y yo?
—Ya tendremos tiempo para pensar en eso, Cayla, no corras».
Yo no estaba del todo de acuerdo con ese comentario. Al fin y al cabo, nos llevábamos diez años de diferencia y yo me preguntaba a veces si su reticencia no se debía a ese hecho. Richard rozaba los cuarenta y yo suponía que eso lo hacía dudar, mientras que yo me decía que era o ahora o nunca para tener un hijo. No quería que Richard fuese un padre «viejo» cuando llevase a nuestro hijo a la escuela. Es fastidioso cuando le dicen a un niño «aquí está tu yayo» y que te responda «es mi padre». La realidad habría resultado mucho más dolorosa y humillante. El señor no consideraba tener descendientes, ni entonces ni nunca, y la edad era efectivamente un problema para nuestra pareja, pero no era suyo, sino mío. A priori veintinueve años es el límite para sus conquistas.
Me acuerdo perfectamente del día que cambió mi vida y modificó mi futuro. Fui a darle una sorpresa. Ese día libraba y había previsto encontrarme con él para invitarlo a comer. Bien por mí. Fui yo quien se quedó estupefacta y no en el mejor de los sentidos. Entré sin llamar, como solía hacer, y me quedé paralizada in situ por lo que vi. Richard estaba sentado en su sillón detrás de su escritorio, con la bragueta abierta, con una becaria sobre sus rodillas. Fue la voz de mi jefe lo que me sacó de mi estupor.
«—Cayla, ¿qué haces aquí?
—¿Es lo único que se te ocurre decir? Podrías subirte la bragueta al menos.
—No es lo que te imaginas.
—¿Ah no? Déjame adivinar. ¿Nuestra nueva becaria especialista en reptiles quería alimentar tu serpiente? Déjalo bonita, no es ninguna anaconda, más bien una culebrilla».
Me fui dando un portazo bajo la risita ahogada de la jovencísima chica y el rostro carmesí de mi desde entonces ex amante. Aquella pésima venganza no me alivió en absoluto y volver al trabajo al día siguiente como si nada, después de haber ignorado un sinfín de llamadas de ese idiota, supuso una tortura, todos mis compañeros estaban al corriente de la razón de nuestra ruptura. Su apoyo y su compasión frente a la traición de Richard no hicieron sino intensificar mi impresión de ahogarme en ese lugar que yo tanto había amado. Ya no soportaba recorrer los senderos llenos de familias felices y de compañeros que sabían demasiado sobre mis desengaños amorosos y la vida sexual de Richard.
Así que me puse esa misma tarde en busca de otro trabajo que me permitiera evadirme de todo eso pero estando siempre en contacto con rapaces. Aun así no estaba dispuesta a olvidar mis prioridades. Tras muchas búsquedas, me encontré con la página del Ministerio de Fauna, Bosques y Parques del Quebec. El MFBP buscaba veterinarios especializados en aves para estudiar los pigargos y así adaptar mejor su protección sobre el territorio. Sin pensármelo dos veces, me presenté al puesto y me cogieron. Richard intentó retenerme, recordándome que tenía que dar un preaviso, pero la amenaza de denunciarlo por acoso, con el apoyo de SMS, hizo que desistiera. Y así es como ahora me encuentro en el condado de Témiscamingue, con mi material de camping y de observaciones en un carrito, recorriendo el lago Kipawa por entre las tsugas canadienses y los abedules amarillos, un primo lejano estos de nuestros banales abetos, para observar las águilas majestuosas que nidifican en ellos. Me siento chiquitina en medio de este paisaje inmenso, ciertos especímenes llegan a una altura de hasta treinta metros, pero sigo sintiendo paz. Las semanas después de mi ruptura fueron extenuantes moralmente y la insistencia de Richard por querer retenerme, sólo Dios sabrá por qué, no ayudó mucho. Mi dimisión puso punto y final a esa página de mi vida y este silencio apacible es un auténtico bálsamo apaciguador para mi corazón magullado.
Capítulo 3
Apenimon
La fatiga se deja sentir al cabo de llevar cuatro horas conduciendo, tras haber hecho tres cuartas partes de mi trayecto, y me obliga a detenerme en North Bay. El lugar está más bien desierto a últimas horas del día. Encuentro un hotelito sencillo, pero funcional, con una habitación cómoda con baño incorporado. Se me hace raro estar lejos de la isla. Nunca había salido de ella, excepto durante los años que estudié en la escuela de policía, y este cambio de escenario, aunque sea por una buena causa, me estresa. Sólo necesito una comida copiosa y unas horas de sueño para poder retomar mi camino hacia mi destino. Ardo de impaciencia, pero no lograré mi meta si me duermo al volante y mi estómago vacío no deja de rugir. Así que me paro en el pequeño asador de al lado para reponerme un poco antes de echar un sueñecito bien merecido.
Las grandes camionetas que hay en el aparcamiento me ponen nervioso. No son los vehículos en sí mismos, sino más bien la carga que transportan. Hay jaulas dispuestas en la parte trasera, torpemente cubiertas con una lona, así como cajas metálicas cerradas con llave, seguramente llenas de escopetas de caza. En cuanto que yo también soy cazador, y uno de los mejores, con toda humildad, no me gusta este desequilibrio de fuerzas. ¿Qué puede hacer un animal frente a un arma que puede alcanzarlo a varios metros de distancia? Mi bestia se estremece en mi cabeza con esta desagradable idea. Dudo que los hombres que poseen tal arsenal luchen honradamente, y cuando se caza para comer no se necesita ninguna jaula para encerrar a las presas muertas. Por más que la caza furtiva está prohibida, el tráfico de animales salvajes es muy lucrativo e incita a personas con pocos escrúpulos a saltarse la ley. No pienso quedarme mucho aquí, ni mezclarme en historias que no me conciernen, pero contactaré con las autoridades del condado para darles parte de mis sospechas una vez esté de vuelta en casa.
A esta hora tardía hay poca gente en el establecimiento y encuentro fácilmente una mesa donde instalarme. Al igual que la isla Manitoulin, esta parte del Quebec está habitada principalmente por amerindios, lo que me permite pasar relativamente desapercibido. La misma piel oscura y el mismo acento, podría hacerme pasar fácilmente por alguien de la zona. En fin, es lo que pensaba hasta que la camarera se dirige hacia mí y me hace un interrogatorio en regla sobre cualquier cosa menos sobre mi elección para comer. Además, se resiste a darme la carta antes de haber obtenido respuestas sobre una situación que no la concierne para nada.
—Buenos días. Nunca lo había visto por aquí. ¿De dónde dice que viene?
¿A qué viene esa mirada sospechosa y fuertemente incómoda? Me mira como a un trozo de carne jugosa que tuviera delante mientras está a régimen. ¿Es que no reciben nunca turistas en esta ciudad? Si se mira bien, es un local pequeñito que no tiene muy buena pinta con únicamente unos cuantos hombres que me miran como a una bestia curiosa y la camarera de mediana edad que no parece ser muy amable. No debe haber montones de visitantes esperando para entrar. Su melena rubia recogida en un moño deforme y su pintalabios chillón apenas hacen que desvíe la mirada de su uniforme limpio, aunque no muy atractivo precisamente. Puestos a jugar, vayamos hasta el final. No tengo nada de qué esconderme o arrepentirme, así que esto debería acabar pronto.
—Vengo del lago Huron.
—¿Y qué viene a hacer a nuestro pueblecito?
—Turismo. Sólo estoy de paso.
—¿Y a dónde se dirige si sólo está de paso?
Ya basta. Quiero ser cooperativo, pero hay unos límites. Soy un guerrero, no un acusado en una comisaría. Normalmente soy yo quien hace las preguntas y a esta mujer le falta cruelmente sutileza echando esas miradas insistentes a los hombres apostados a la barra. He venido a comer, no a hacer una exposición de las razones de por qué estoy en este lugar en este preciso instante. Miro brevemente