Carlos Broschi. Eugène Scribe

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Carlos Broschi - Eugène Scribe


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      »Sombrío y severo, pero dotado de una sólida y verdadera piedad, poseía un gran fondo de inteligencia: sólo él hablaba con interés y bondad a Carlos, a quien todos trataban como a un sirviente y cuyas funciones, no obstante, eran las de paje de una gran casa. En la mesa permanecía cerca de mí, me servía de beber, y una vez terminada la comida, me presentaba el aguamanil y el jarro de cristal.

      »Por la mañana ordenaba mis libros y mis papeles, y mientras que Teobaldo me daba lección, manteníase a mis espaldas, atento y silencioso, esperando mis órdenes.

      »Dulce y tímido, no se atrevía a exponerme su reconocimiento, pero sus acciones me lo manifestaban. Apresurábase a satisfacer mis caprichos, llevaba mis labores, mis libros, mis guantes, mi abanico, y en los grandes días, la cola de mi manto. Gracias a sus cuidados, las más bellas flores del parque adornaban mi chimenea o pendían de mi cintura.

      »Mi tío, con sus veinte criados, no estaba tan bien servido como yo por mi lindo y joven paje.

      »Sentíame satisfecha y orgullosa; acostumbrada a obedecer, me complacía en ejercer mi poder absoluto sobre Carlos, cuya dureza templaba mi edad, porque frecuentemente le tomaba como compañero en mis juegos; y en las horas de recreo, la señora y el paje olvidaban la distancia que los separaba.

      »Un día, me acuerdo perfectamente, en el gran salón del castillo le había mandado que jugase conmigo una partida de volante, y avanzando unas veces y retrocediendo otras, nos encontramos, sin advertirlo, cerca de un gran jarrón de Bohemia de un trabajo admirable, en el que estaban pintadas las armas de la casa de Arcos. Mi tío lo tenía en tal estima, que no nos estaba permitido tocarlo, ni mirarlo siquiera. Pero un golpe del volante, torpemente dado por mí, hizo saltar en menudos pedazos aquella admirable obra, cuyos fragmentos cayeron a nuestros pies.

      »Un rayo no me hubiera sobrecogido de tal modo. Dejé caer mi volante y me apoyé en un sillón, mientras Carlos recogía los pedazos del jarrón, como si hubiese tenido el poder de volverlo a su primitivo estado. De pronto, oímos en la pieza inmediata la terrible voz de mi tío, que llegaba a mis oídos como la trompeta del juicio final... No obstante, tuve el valor suficiente para precipitarme hacia una puerta lateral.

      —»¡Vete! ¡vete!—grité a Carlos.

      »Por mi parte, tuve buen cuidado al entrar en mi estancia de cerrar por dentro y correr cuantos cerrojos tenía la puerta, persuadiéndome que de este modo evitaría el que la cólera de mi tío llegase hasta mí.

      »Carlos, menos ágil que yo, no pudo seguirme, y permanecía en el salón cuando, abriendo la puerta, entró el duque de Arcos, de gran uniforme, con el sombrero convenientemente colocado y su bastón de puño de oro en la mano.

      »Su vista se fijó en seguida a las pruebas del crimen, que estaban diseminadas por el pavimento. Carlos palideció, pero permaneció inmóvil viendo al Duque dirigirse hacia él.

      —»¿Quién ha roto este jarrón?

      »Carlos permaneció silencioso.

      —»¿Quién ha roto este jarrón?—repitió el Duque con voz imperiosa, levantando el bastón.

      —»¡He sido yo!—repuso tímidamente el generoso Carlos.

      »Disponíase el Duque a golpearle, cuando apareció Teobaldo. Este corrió a mi tío, queriendo apaciguarle, y, a riesgo de que volviese contra él su cólera, le hizo presente que no debía descargar su rabia contra un niño, y sin razón, probablemente.

      »A esta palabra, el furor de mi tío no tuvo ya límites.

      —»¿Si te despidiese de mi casa, si te arrojase de ella ahora mismo?—gritó el Duque amenazando a Teobaldo.

      —»Entonces sería usted doblemente injusto—replicó éste fríamente.

      »Y diciendo estas palabras, tomó respetuosamente el bastón de la temblorosa mano del anciano, y lo arrojó por la ventana.

      »La cólera de mí tío había llegado a su colmo. Sobrecogido por aquella sangre fría, cayó sobre un sillón sin poder pronunciar una palabra; pero llamó a su mayordomo y le hizo seña de que se llevase a Carlos. Este, al salir, dirigió a Teobaldo una mirada de gratitud.

      »Yo no me atrevía a salir de la habitación; no obstante, fue necesario hacerlo cuando llegó la hora de comer. Mi tío estaba solo en el comedor, sombrío y silencioso. A algunos pasos de él y a su espalda encontrábase Carlos, pálido y sin poder apenas sostenerse; al verme, su fisonomía expresó una gran satisfacción. Creí entonces que todo había pasado del mejor modo posible, y que mi tío nada sabía. ¡Cómo podía yo adivinar que el pobre joven había sido maltratado por el mayordomo, despojado de sus vestidos y azotado hasta hacerle saltar la sangre, sin que el dolor le hubiese arrancado ni una queja, ni una palabra! Cuando lo supe lancé un grito de indignación, y corrí en busca suya queriendo oírlo todo de sus labios.

      —»¿Quiere usted excitar de nuevo la cólera del señor Duque, que, gracias al Cielo, ha pasado ya?—dijo Carlos, sonriendo con tristeza.

      —» Carlos—le dije:—¿qué podré hacer para recompensarle el servicio que acaba de hacerme?

      —»¡Usted, señora! ¡No estoy suficientemente recompensado!...

      »A partir de este día, Carlos fue mi protegido, mi favorito, mi más fiel servidor. Nunca afecto alguno fue tan ampliamente recompensado. Su única ocupación era adivinar mis pensamientos para adelantarse a mis órdenes, para satisfacer mis caprichos.

      »El día en que ocurrió aquella escena, Teobaldo quiso retirarse de nuestro servicio; pero mi tío, que tenía necesidad de él (porque a la sazón sostenía correspondencia con algunos príncipes alemanes), le mandó imperiosamente que se quedase; y Teobaldo, despreciando sus órdenes, preparábase a dejarnos: afligida por su pérdida, le supliqué que permaneciera con nosotros.

      —»¡Ah!—le dije llorando;—¡ya no me queda ningún amigo!

      »Teobaldo se quedó.

      »Severo y brusco para todo el mundo, Teobaldo tenía para mí una dulzura y bondad infinitas. Aunque las funciones de preceptor tienen algo de enfadosas, nada podía agotar su paciencia, ni aun las rudas pruebas a que le sujetaba mi estudio de las lenguas extranjeras.

      »Yo aprendía el francés con alguna facilidad; pero el alemán, aunque era el especial cuidado de mi tío, me disgustaba sobremanera y tenía que violentarme, y ni aun así lograba retener en mi memoria una sola palabra de aquel idioma, que yo calificaba de bárbaro. Por último, rogué a Teobaldo que cesasen las lecciones, consintiendo él en ello, pero a condición de que se lo advertiría a mi tío. Lo prometí, pues, pero no me atreví a cumplir mi promesa.

      »Una o dos veces me encontré a solas con el Duque, que me preguntaba:

      —»¿Vas comprendiendo la lengua alemana?

      »Acordábame entonces que mi tío no comprendía una palabra de ella; esta convicción me daba un gran valor, y contestaba brevemente y en tono resuelto:

      —»Sí, mi querido tío; la comprendo perfectamente.

      »Pero he aquí que durante una pequeña temporada que Teobaldo estuvo ausente del castillo (había ido a ver a su madre que estaba bastante enferma), recibió mi tío una carta del margrave de Anspach, carta confidencial, tres grandes páginas del alemán más difícil.

      —»Veamos lo que contiene—me dijo;—léemela.

      »Fácilmente se imaginarán ustedes cuál sería mi situación... No encontré otra excusa que darle, sino que era demasiado larga.

      —»Eso no importa; te doy de plazo hasta la tarde.

      »La dificultad no estaba en el tiempo. Subí a mi aposento, y pasé algunas horas en llorar y maldecir al margrave. La hora llegó, pues; dejé la carta sobre la mesa y bajé más muerta que viva.

      —»¿Has


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