Moby-Dick o la ballena. Herman Melville
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Akal / Básica de Bolsillo / 247
Serie Clásicos de la literatura inglesa
Herman Melville
Moby-Dick; o La Ballena
Edición de Fernando Velasco Garrido
Diseño de portada
Sergio Ramírez
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© Fernando Velasco Garrido, 2012
© Ediciones Akal, S. A., 2012
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-3706-4
Introducción
No lo compre, no lo lea, pues en modo alguno es el tipo de libro apropiado para usted. No es un pedazo de fina seda femenina de Spitalfields, es, por el contrario, de la horrible textura de un lienzo que ha de tejerse con cables y calabrotes de barco. Un viento polar lo atraviesa, pájaros de presa se ciernen sobre él.
Estas un tanto irónicas palabras con las que el propio Herman Melville anunciaba a una amiga la publicación de Moby-Dick probablemente tengan hoy en día mayor fundamento del que tuvieron en el momento en que las escribió. No es mi intención espantar a los lectores, pero creo justo advertirles que Moby-Dick no es una novela de lectura fácil. Los que, atraídos por la fama de «novela de aventuras» que la precede, busquen en ella unas horas de cómodo entretenimiento es muy posible que sufran una decepción.
De lo engañoso de esa fama aventurera da fe el hecho de que casi el setenta por ciento de las múltiples ediciones existentes en castellano son ediciones abreviadas o adaptadas. No deben de ser muchos los libros en los que se dé una proporción –que más cabría llamar desproporción– semejante. Quizá la Odisea y la Iliada, y probablemente el Quijote, que a mí se me ocurran, sean los únicos que puedan igualársele en este aspecto. Ahora bien, no siendo un logro menor que, aunque sólo sea en un anecdótico dato, una novela pueda compararse con las obras citadas, sin duda este logro será enorme si, como ocurre con Moby-Dick, la común desproporción no es en realidad una mera anécdota, sino el síntoma de compartir unos valores de mucho más calado. Y enorme será el mérito del autor, si su objetivo fue precisamente el de que su obra compitiera con los grandes clásicos en sus mismos planteamientos.
Cuando Melville concibió la novela, su propósito era escribir una obra que expresara la nueva cultura propia y original de los Estados Unidos de América. La flamante república estaba por entonces –mediados del siglo xix– todavía inmersa en pleno proceso de formación, y este proceso era considerado por gran parte de sus habitantes como poco menos que un nuevo inicio en la historia de la humanidad. Era ésta una idea que parecía justificada por la pujanza y la originalidad que la nación había mostrado en prácticamente todos los campos de la actividad humana. Sólo la creación artística había permanecido anclada en un mezquino provincialismo respecto a Europa, sin reflejar aún –casi setenta y cinco años después de su constitución– el espíritu de la «nueva Canaán». O al menos ésa era la sensación de gran parte de las personas que se dedicaban a ella. Melville era uno de los que creían llegado el momento de esa manifestación artística original; aunque, a diferencia de casi todos los demás, también era consciente de la perversión de arrogancia implicada en todo ello, y de la necesidad de que la obra la reflejara.
Para abordar semejante empresa, en lugar de apoyarse en el incipiente realismo que comenzaba a despuntar en Europa, buscó apoyo en los planteamientos teóricos de la tradición romántica –por entonces ya en decadencia–. Esos planteamientos, que en sus orígenes en Alemania se habían fundamentado precisamente en la expresión de la cultura propia de un pueblo, le permitían –le dictaban en parte– acudir a la épica y a la mitología y, por tanto, a un registro mucho más adecuado para unos propósitos tan ambiciosos. De este modo, partiendo de un ambiente tan prosaico como el cotidiano de una nación donde, por no haber aristócratas, todos lo eran, podría crear una atmósfera tan grandiosa y prodigiosa como la de las grandes sagas épicas.
La estrategia de Melville para lograrlo fue verdaderamente ingeniosa. La elección de la industria ballenera del cachalote, en la que los Estados Unidos eran pioneros y líderes mundiales, y que era una actividad peligrosa, sangrienta y escabrosa, y también muy rentable, le proporcionaba un espacio metafórico perfecto. Los marineros empleados en ella, desheredados de todos los rincones del planeta, eran candidatos inigualables para emular irónicamente a los guerreros aqueos de Homero. Pero el más sagaz de sus recursos fue el de elegir como punto de apoyo para la acción la isla de Nantucket, una pequeña extensión de dunas cercana a la costa de Massachussets, cuyo puerto había sido el pionero y el más importante en la pesquería del cachalote, pero que con el progreso de la industria –su bahía no admitía los nuevos barcos de mayor calado– había caído en decadencia, adquiriendo a la vez un carácter legendario respecto a los demás puertos balleneros, ahora comercialmente superiores. Melville logra así desde el inicio crear una atmósfera proverbial. Ismael, el narrador y protagonista, llega en los primeros capítulos a un puerto distinto –New Bedford, el puerto más pujante del momento–, pero elige trasladarse desde allí hasta Nantucket para buscar un barco en el que enrolarse, pues Nantucket ha sido «la gran pionera», «el lugar donde encallaron la primera ballena americana a la que se dio muerte».
No obstante, el verdadero tesoro que Melville saca de la isla proviene de que la inmensa mayoría de los habitantes de Nantucket pertenece a la secta de los cuáqueros, y éstos, por motivos religiosos, se expresan en un dialecto propio, llamado plain speech –«habla simple»–, que está marcado por una serie de rasgos arcaizantes que apenas le diferencian del inglés de la Inglaterra isabelina. Gracias a ello, Melville no sólo se puede permitir redactar una parte considerable de los diálogos y soliloquios en un lenguaje que se asemeja más al inglés de Shakespeare que al inglés norteamericano de su época, sino que logra hacer que ese tono, que él mismo califica de «altivamente dramático», impregne todo el texto, y así, mediante esta feliz argucia –que es una de las claves formales de la novela–, hace que la creación de un mundo mítico se inicie a partir del propio lenguaje.
Pero además, aun acudiendo al habla de los cuáqueros, Melville no renuncia a la de la sociedad contemporánea norteamericana; de tal manera que, mediante una permanente soterrada ironía –la ironía romántica–, enlaza ese altivamente dramático arcaísmo con el tono ampuloso y artificioso empleado en la oratoria norteamericana de su época –la que ve en la gestación de la nación un nuevo inicio de la humanidad–, y abre con ello un gran abanico de recursos retóricos en donde logra una sutil mezcla de la más rebuscada elocuencia con los toscos coloquialismos locales, dejando que la narración fluya entre formas de narrar distintas, de la ficción al ensayo y al drama, de la épica a la lírica y a la sátira, acercándose a veces al lenguaje científico de la época, o a la retórica política, o a los sermones religiosos, o a las sentimentaloides narraciones de los panfletos de las sociedades reformistas, tan presentes entonces en la cultura norteamericana. Aborda, así, el proceso de escritura con una originalidad y una osadía formal inusitadas para su época, que anticipa recursos que sesenta años más tarde serán explotados por la vanguardia literaria. El resultado material de todo ello es un texto de inaudita puntuación, en el que es frecuente la agrupación de calificativos yuxtapuestos –a veces hasta cinco–, con oraciones inacabables, de una complejidad sintáctica difícilmente abarcable en ocasiones, que emplea un léxico rebuscado, arcaizante, repleto a la vez de neologismos, y que muchas veces es tan inusual que su lectura no resulta precisamente fluida.