Sin segundo nombre. Lee Child

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Sin segundo nombre - Lee Child


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chico del buzo negro no estaba entre ellos. Todavía en Bangor, supuso Reacher, en la central del estado de la DEA. Quizás confesando, quizás no. Reacher llegó a la parte del mostrador en la que servían y recibió una cucharada de una pasta amarillo brillante que pudo haber sido huevos revueltos, servida sobre una rebanada de algo que pudo haber sido pan blanco, con una taza de melamina llena hasta la mitad con algo que pudo haber sido café. O el agua de los platos sucios de la noche anterior. Se sentó en un banco en una mesa vacía y comió. Los reclusos a su alrededor eran una mezcla, mayormente escurridizos y furtivos. La parte de atrás del cerebro de Reacher ejecutó una avaluación de riesgos automática, y no encontró mucho de que preocuparse, salvo que las caries fueran contagiosas.

      Cuando terminó el desayuno los arriaron hasta la jaula de afuera para una hora obligatoria de ejercicios matutinos. La parte del complejo para los presos temporarios era mucho más chica que la parte de la prisión, y por lo tanto tenía un patio correspondientemente más chico, más o menos del tamaño de una cancha de básquet, separada de los internos comunes por una reja alta de alambre. La reja tenía una puerta con cerradura pero sin candado. El guardia que los había llevado afuera se paró frente a la puerta. Más allá del guardia un lánguido amanecer primaveral despuntaba en el cielo.

      La parte más grande del patio estaba llena de hombres en mamelucos de distintos colores. Cientos. Daban vueltas en grupos. Algunos tenían el aspecto de personajes desesperados. Uno era un tipo enorme de más o menos dos metros y ciento cuarenta kilos. Como la caricatura de un viejo leñador de Maine. Lo único que le faltaba era una camisa escocesa de lana y un hacha de doble filo. Era más grandote que Reacher, una rareza estadística. Estaba a diez metros de distancia, mirando hacia el alambrado. Mirando a Reacher. Reacher le sostuvo la mirada. Se miraban a los ojos. El tipo se acercó. Reacher siguió mirando. Una etiqueta peligrosa en la cárcel. Pero mirar para otro lado era una pendiente resbaladiza. Demasiado sumiso. Mejor arreglar desde el vamos cualquier problema de jerarquía. La naturaleza humana. Reacher sabía cómo funcionaban esas cosas.

      El tipo se paró cerca del alambrado. Dijo:

      —¿Qué miras?

      Una apertura estándar. Más vieja que Matusalén. La idea era que Reacher se sintiera intimidado y dijera nada. Ahí el tipo diría ¿estás diciendo que no soy nada? Y ahí todo iría de mal en peor. Mejor evitarla.

      Así que Reacher dijo:

      —Te estoy mirando a ti, imbécil.

      —¿Cómo me dijiste?

      —Imbécil.

      —Estás muerto.

      —No todavía –dijo Reacher–. No la última vez que chequeé.

      Y en ese momento exacto se armó un gran revuelo en la esquina más alejada del patio grande. Más tarde Reacher se dio cuenta de que estaba perfectamente calculado. Señales y mensajes en voz baja habían ido circulando entre la población, de manera oblicua, hombre por hombre. Se escuchaban a la distancia gritos y chillidos y peleas. En las torres los reflectores se encendieron como con un chispazo y barrieron en esa dirección. Los radios crepitaron. Todos se abalanzaron hacia ahí. Incluso los guardias. Incluso el guardia que estaba en la puerta del patio chico. Se escurrió del otro lado y corrió hacia la multitud.

      Ahí el tipo grandote se movió en la dirección contraria. A cruzar la puerta sin vigilancia. Adentro del patio chico. Derecho hacia Reacher. No era una vista agradable. Ojotas negras, sin medias, mameluco naranja adherido a unos músculos abultados.

      Entonces se puso peor.

      El tipo hizo restallar su brazo como un látigo y en su mano apareció un arma. De la manga. Una punta carcelaria. Plástico transparente. Quizás el mango de un cepillo de dientes afilado contra una piedra, quizás de quince centímetros. Como un estilete. Un tercio estaba envuelto en cinta quirúrgica. Como mango. Nada bueno.

      Reacher se sacó las ojotas.

      El tipo grandote hizo lo mismo.

      Reacher dijo:

      —Toda mi vida tuve una regla. Si me sacas un cuchillo, te rompo los brazos.

      El tipo grandote no dijo nada.

      Reacher dijo:

      —Me temo que es del todo inflexible. No puedo hacer una excepción sólo porque eres un idiota.

      El tipo grandote se acercó.

      Los otros que estaban en el patio se alejaron. Reacher escuchó el clinc clinc a medida que se iban apretando contra el alambrado. Escuchó a la distancia el disturbio todavía en curso. Fabricado, por lo que poco entusiasta. No podía durar para siempre. En poco tiempo los reflectores barrerían de regreso a las torres. Los guardias se reagruparían y volverían. Lo único que tenía que hacer era esperar.

      No era su estilo.

      —Última oportunidad –dijo–. Suelta el arma y tírate al piso. O te voy a lastimar en serio.

      Usó su voz de policía militar, perfeccionada con los años hasta algo mezcla de serenidad y terror, todo flotando sobre la inestable amenaza psicópata que había sido de chico, peleándose en las calles traseras de todas partes del mundo. Vio algo titilar en los ojos del grandote. Pero nada más. No iba a funcionar. Iba a tener que resolverlo a los golpes.

      Algo por lo que de repente se sintió muy contento.

      Porque ahora lo supo.

      Diez minutos de su tiempo. Vio lo que vio.

      No le gustaban los cuchillos.

      Dijo:

      —Vamos, gordito. Muéstrame lo que tienes.

      El tipo avanzó, girándose mientras lo hacía, con la punta hacia delante. Reacher amagó hacia la izquierda, y la punta dio una sacudida en esa dirección, así que Reacher se inclinó hacia la derecha, dentro de la trayectoria, y apuntó su mano derecha de adentro afuera a la muñeca del tipo, pero se apuró apenas y en vez de la muñeca agarró la mano, que era como agarrar una pelota de softball, y tiró, lo que hizo que el tipo girara más, y conectó un triple jab de derecha a la cara del tipo, bang bang bang, una ráfaga, siempre apretando la mano derecha del tipo tan fuerte como podía, con punta y todo. El tipo se echó para atrás, y la transpiración en la mano de Reacher le aceitó la salida, hasta que Reacher ya no tuvo nada en la mano salvo la punta, lo que estaba OK, porque era un pico no una hoja, con sólo la punta afilada, y era plástico, así que Reacher puso la parte baja de la palma donde terminaba la cinta y la rompió como girando un picaporte.

      Hasta acá todo bien. En ese punto, a tres segundos de empezar, Reacher vio como su principal problema el hecho de cómo carajo iba a cumplir su promesa de romper los brazos del tipo. Eran enormes. Eran más gruesos que las piernas de la mayoría de la gente. Estaban recubiertos y ajustados con bloques de músculos.

      Entonces se puso peor otra vez.

      La nariz y la boca del tipo estaban sangrando, pero el daño parecía sólo energizarlo. Se reanimó y rugió como la clase de tipo que Reacher había visto en los programas de forzudos a la tarde por cable en los cuartos de motel. Como si se estuviese concentrando para arrastrar un camión con un arnés o levantar una roca del tamaño de un Volkswagen. Iba a embestir como un búfalo de agua. Iba a voltear a Reacher y lo iba a apalear en el piso.

      La falta de zapatos no ayudaba. Patear descalzo era estrictamente para el gimnasio o para los Juegos Olímpicos. Las ojotas de goma eran peor que no tener nada. Reacher supuso que por eso se las hacían usar a los prisioneros. Así que patear al tipo no estaba en el menú. Lo que era una triste limitación. Pero las rodillas igual se podían usar, y los codos.

      El tipo embistió, rugiendo, los brazos abiertos como si quisiera atrapar a Reacher en un abrazo de oso. Así que Reacher embistió también. Derecho hacia el tipo. Era la única opción verdadera. Una colisión podía ser algo maravilloso. Dependiendo de qué golpeara a quién primero. En este caso las respuestas fueron el antebrazo de Reacher en el labio superior del grandote. Como un accidente en la autopista. Como dos camiones chocando


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