El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria

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El orden de 'El Capital' - Carlos Fernández Liria


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lo que se propone es deducir las leyes del otro, esas leyes que impone Dios a la naturaleza y, gracias a las cuales, va a crear, en el otro mundo, toda la diversidad y toda la multiplicidad de los objetos que allí se encuentra»[59]. ¡Extraña forma de fundar una física, podría decirse! Sin embargo, fue de la mano de este espíritu teórico que nació la física matemática, nuestra ciencia moderna, ante la que ya nadie parpadea desconcertado.

      Ahora bien, cuando las unidades de esa riqueza cobran la forma de mercancía, no sólo tienen un valor de uso, sino, además, un valor de cambio (es decir, una determinada proporción en la que les resulta posible igualarse con otras mercancías). De nuevo vemos que no parte más que de esas determinaciones que «metafísicamente» o «idealmente» corresponden a las ideas que pone en juego (es decir, cuya validez no depende de nada empírico): tan imposible como pensar cuerpos inextensos es pensar mercancías sin valor de cambio. Al mismo tiempo, también establece que cómo se determine el valor de cambio (es decir, en qué proporciones decida la gente intercambiar sus mercancías) dependerá exclusivamente de consideraciones sociales y no naturales, por la sencilla razón de que la naturaleza no tiene nada que decir al respecto. La naturaleza será, sin duda, una fuente insustituible de riqueza, pero no tiene ni voz ni voto en el mercado. Lo que aporta, digamos, sólo cabe pensar que lo aporta «gratuitamente». La naturaleza no es un agente en el mercado que reclame una compensación por su condición de fuente de riqueza y, por lo tanto, no es en las propiedades naturales donde cabe buscar las razones de los intercambios, sino, exclusivamente, en sus «propiedades» de índole social.

      En lo que tiene que ver con por qué una sociedad está dispuesta a intercambiar, por ejemplo, un diamante por un tractor, la naturaleza no tiene en principio nada que decir (es algo en lo que, por decirlo así, sólo los componentes sociales tienen derecho a tomar la palabra). Dicho de otra forma: en lo relativo al valor de cambio, la naturaleza sólo podrá tomar la palabra, en todo caso, si lo hace ya bajo la forma de una relación social (relativa, obviamente, a la cuestión del derecho de propiedad) y, entonces, será de esa relación social (y no de nada estrictamente natural) de la que habrá que dar cuenta para analizar las relaciones de intercambio.

      Lo que las cosas tienen de valor de uso (es decir, de unidades de riqueza) cabe descomponerlo, en efecto, en sus elementos de trabajo y naturaleza; y Marx considera fundamental partir de que la naturaleza, en principio, no puede exigir nada a cambio de lo que ofrece sin mediación humana (como la luz del sol o el aire, portadores de la máxima utilidad, pero carentes, al menos en principio, de valor de cambio) y, por consiguiente, su posible intervención en las relaciones de cambio entre los hombres habrá o bien que ponerla entre paréntesis, o bien, en caso de que resultara necesario introducirla, introducirla bajo la forma de una relación social relativa al derecho de propiedad (de la que, por tanto, habrá que dar cuenta no ya como una cuestión relativa a la naturaleza, sino a la sociedad).

      La gran sorpresa que la ciencia moderna fundada por Galileo reservaba a los abogados de la experiencia como Simplicio es que, mientras que ellos, concentrados en sus observaciones, no podrían ir más allá de la constatación «la bola siempre se parará», la física heredera de Galileo, que parece tener su origen en las nubes de la geometría (donde parece que «las bolas no se paran»), será capaz de indicar con suma precisión dónde y cuándo se parará la bola en cuestión. Ello lo hará introduciendo nuevos elementos matemáticamente controlados: un coeficiente de rozamiento con el plano, un coeficiente de resistencia con el aire y, en suma, todos aquellos elementos que den cuenta de que la bola no sólo está rodando, sino también, al mismo tiempo, chocando, rozando o partiéndose en pedazos diminutos como un canto rodado. Una vez más, el método de Galileo, aquí sí que genuinamente platónico (o socrático), consiste en saber en qué momento estamos dejando de hablar de rodar y en qué momento, por ejemplo, hablamos ya de chocar.

      Adviértase bien que el rodar y el chocar no se oponen aquí, ni mucho menos, como lo geométrico ideal por un lado, y lo real impreciso y contaminado de impurezas, por otro. No es que por un lado tengamos un modelo simple y abstracto y por otro una realidad rica y concreta, inabarcable en su complejidad. Muy al contrario, las leyes del choque entre los cuerpos, como las leyes del rozamiento, han sido estudiadas por el mismo procedimiento galileano, estableciendo los dispositivos y compuertas «geométricas» capaces de evitar inesperados «cambios de tema». Y, por eso mismo, en virtud de la separación con la que han sido estudiados, mediante el análisis, el rodar y el chocar, pueden ahora ser ensamblados en un caso empírico concreto sin generar ningún tipo de «holgura» o «imprecisión». Así pues, no se trataba tanto


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