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Читать онлайн книгу.de esta especie en otros muchachos —dijo bruscamente el desconocido, poniendo nerviosos énfasis en la palabra él.
—Queequeg —dije—, vámonos; este tipo se ha escapado de algún sitio; habla de algo y de alguien que no conocemos.
—¡Alto! —gritó el desconocido—. Decís la verdad: no habéis visto todavía al Viejo Trueno, ¿eh?
—¿Quien es el Viejo Trueno? —dije, otra vez aprisionado por la loca gravedad de sus modales.
—El capitán Ahab.
—¿Cómo?, ¿el capitán de nuestro barco, el Pequod?
—Sí, entre algunos de nosotros, los viejos marinos, se le llama así. No le habéis visto todavía, ¿eh?
—No, no le hemos visto. Dicen que está enfermo, pero que se está poniendo mejor, y no tardará en estar bien del todo.
—¡No tardará en estar bien del todo! —se rió el desconocido, con una risa solemne y despreciativa—. Mirad, cuando el capitán Ahab esté bien del todo, entonces su brazo izquierdo vendrá derecho a ser mío, no antes.
—¿Qué sabe de él?
—¿Qué sabéis vosotros de él? ¡Decid eso!
—No nos han dicho mucho de él; sólo he oído que es un buen cazador de ballenas, y un buen capitán para la tripulación.
—Es verdad, es verdad; sí, las dos cosas son bastante verdad. Pero tenéis que saltar cuando él dé una orden. Moverse y gruñir, gruñir y marchar; ésa es la consigna con el capitán Ahab. Pero ¿nada sobre aquello que le pasó a la altura del cabo de Hornos, hace mucho, cuando estuvo como muerto tres días con sus noches; nada de aquella esgrima mortal con el español ante el altar de Santa? ¿No habéis oído nada de eso? ¿Nada sobre la calabaza de plata en que escupió? ¿Y nada de que perdió la pierna en su último viaje, conforme a la profecía? ¿No habéis oído una palabra sobre esas cosas y algo más, eh? No, no creo que lo hayáis oído; ¿cómo podríais? ¿Quién lo sabe? No toda Nantucket, supongo. Pero de todos modos, quizá hayáis oído hablar por casualidad de la pierna, y de cómo la perdió; sí, habéis oído hablar de eso, me atrevo a decir. Ah, sí, eso lo saben casi todos: quiero decir, que ahora no tiene más que una pierna, y que un cachalote se le llevó la otra.
—Amigo mío —dije—: no sé a qué viene toda esa cháchara, ni me importa, porque me parece que debe estar un poco estropeado de la cabeza. Pero si habla del capitán Ahab, de este barco, el Pequoa;, entonces permítame decirle que lo sé todo sobre la pérdida de la pierna.
—Todo sobre ella… ¿De veras?, ¿todo? —Por supuesto.
Con el dedo extendido y los ojos apuntando hacia el Pequod el desconocido de aspecto de mendigo se quedó un momento como en un ensueño turbado; luego, sobresaltándose un poco, se volvió y dijo:
—Os habéis enrolado, ¿eh? ¿Los nombres puestos en el papel? Bueno, bueno, lo que está firmado, firmado está; y lo que ha de ser, será; y luego, también, a lo mejor no será, después de todo. De cualquier modo, todo está fijado ya y arreglado; y unos marineros u otros tendrán que ir con él, supongo; lo mismo da éstos que cualquier otros hombres. ¡Dios tenga compasión de ellos! Buenos días, marineros, buenos días; los inefables Cielos os bendigan: lamento haberos detenido.
—Mire acá, amigo —dije—: si tiene algo importante que decirnos, fuera con ello; pero si sólo trata de enredarnos, se equivoca en el juego; eso es todo lo que tengo que decirle.
—¡Y está muy bien dicho, y me gusta oír a un muchacho expresarse de ese modo; eres el hombre que le hace falta a él…, gente como tú! Buenos días, marineros, buenos días. ¡Ah, cuando estéis allí, decidles que he decidido no ser uno de ellos!
—Ah, mi querido amigo, no nos puede engañar de ese modo; no nos puede engañar. La cosa más fácil del mundo es poner cara de que se tiene dentro un gran secreto.
—Buenos días, marineros, tened muy buenos días.
—Sí que son buenos —dije—. Vamos allá, Queequeg, dejemos a este loco. Pero, alto, dígame su nombre, ¿quiere? —¡Elías!
« ¡Elías!», pensé; y nos marchamos comentando, cada cual a su modo, sobre ese viejo marinero andrajoso; y estuvimos de acuerdo en que no era nada sino un impostor que quería hacer el coco. Pero no habíamos recorrido quizá unas cien yardas, cuando, al volverme por casualidad doblando una esquina, ¡a quién vi sino a Elías que nos seguía, aunque a distancia! No sé por qué, el verle me impresionó de tal modo que no dije nada a Queequeg de que venía detrás, sino que seguí andando con mi compañero, afanoso de ver si el desconocido doblaría la misma esquina que nosotros. Así lo hizo, y entonces me pareció que nos espiaba, pero no podía imaginar por qué, ni por nada del mundo. Esta circunstancia, unida a su manera de hablar, ambigua, embozada, medio sugiriendo y medio revelando, produjo entonces en mí toda clase de vagas sospechas y semiaprensiones, todo ello en relación con el Pequoa y el capitán Ahab, y la pierna que había perdido, y el ataque en el cabo de Hornos, y la calabaza de plata, y lo que había dicho de él el capitán Peleg, cuando yo salí del barco, el día anterior, y la predicción de la india Tistig, y el viaje que nos habíamos comprometido a emprender, y otras cien cosas sombrías.
Estaba decidido a cerciorarme de si ese andrajoso Elías realmente nos espiaba o no, y con esa intención crucé la calle con Queequeg, y por ese lado volví sobre nuestros pasos. Pero Elías pasó adelante, sin parecer advertirnos. Esto me alivió, y una vez .más, y a mi parecer de modo definitivo, le sentencié en mi corazón por un impostor.
XX.— En plena agitación
Pasaron un día o dos, y hubo gran actividad a bordo del PequocL No sólo se remendaban las velas viejas, sino que se subían a bordo velas nuevas, y piezas de lona y rollos de jarcia; en resumen, todo indicaba que los preparativos del barco se apresuraban a su conclusión. El capitán Peleg rara vez o nunca bajaba a tierra, sino que estaba sentado en su cabaña india manteniendo una estrecha vigilancia sobre los tripulantes. Bildad hacía todas las compras y provisiones en los almacenes; y los hombres empleados en la bodega y en los aparejos trabajaban hasta mucho después de medianoche.
Al día siguiente de firmar Queequeg el contrato, se mandó aviso a todas las posadas donde se alojaba la gente del barco de que sus cofres debían estar a bordo antes de la noche, pues no cabía prever qué pronto podría zarpar el barco. Así que Queequeg y yo llevamos nuestros bártulos, aunque decididos a dormir en tierra hasta el final. Pero parece que en esos casos avisan con mucha anticipación, y el barco no zarpó en varios dias. No es extraño; había mucho quehacer, y no se puede calcular en cuántas cosas había que pensar antes que el Pequod quedara completamente equipado.
Todo el mundo sabe qué multitud de cosas —camas, cacerolas, cuchillos, tenedores, palas y tenazas, servilletas, cascanueces y qué sé yo— son indispensables para el asunto de llevar una casa. Lo mismo ocurre con la pesca de la ballena, que requiere tres años de llevar una casa sobre el ancho océano, lejos de todos los tenderos, fruteros, médicos, panaderos y banqueros. Y aunque esto también es cierto de los barcos mercantes, sin embargo no lo es hasta el mismo punto que en los balleneros. Pues además de la gran duración del viaje de la pesca de la ballena, del gran número de artículos requeridos para llevar a cabo la pesca, y de la imposibilidad de reemplazarlos en los remotos puertos que suelen frecuentarse, se debe recordar que, entre todos los barcos, los balleneros son los más expuestos a accidentes de todas clases, y especialmente, a la destrucción y pérdida de las mismas cosas de que depende más el éxito del viaje. De aquí los botes de repuesto, las vergas de repuesto, las estachas y arpones de repuesto, y los repuestos de todo, casi, salvo un capitán de repuesto y un duplicado del barco.
En la época de nuestra llegada a la isla, el aprovisionamiento más pesado del Pequod estaba casi completo, comprendiendo la carne, galleta, agua, combustible y zunchos y duelas de