Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós


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y como no le pongan los cuartos en la mano, no hay de qué. Yo le digo que no sea panoli y que tenga genio; pero... ya usted la ve. Como su padre, que el día que no le engaña uno le engañan dos».

      Guillermina, después de sacar varios bonos, como billetes de teatro, y dar a la infeliz familia los que necesitaba para proveerse de garbanzos, pan y carne por media semana, dijo que se marchaba. Pero Jacinta no se conformó con salir tan pronto. Había ido allí con determinado fin, y por nada del mundo se retiraría sin intentar al menos realizarlo. Varias veces tuvo la palabra en la boca para hacer una pregunta a D. José, y este la miraba como diciendo: «estoy rabiando porque me pregunte usted por el Pituso». Por fin, decidiose la dama a romper el silencio sobre punto tan capital, y levantándose dio algunos pasos hacia donde Ido estaba. Este no necesitó más que verla venir; y saliendo rápidamente del cuarto, volvió al poco con una criatura de la mano.

       Índice

      «¡El Dulce Nombre!...» exclamó la Pacheco viendo entrar aquel adefesio, y todos los demás lanzaron una exclamación parecida al mirar al niño, con la cara tan completamente pintada de negro que no se veía el color de su carne por parte alguna. Sus manos chorreaban betún, y en el traje se habían limpiado las suyas asquerosísimas los otros muchachos. El Pitusín tenía el cabello negro. Sus labios rojos sobre aquel chapapote superaban al coral más puro. Los dientecillos le brillaban cual si fueran de cristal. La lengua que sacaba, por tener la creencia de que todo negrito, para ser tal negrito, debe estirar la lengua todo lo más posible, parecía una hoja de rosa.

      «¡Qué horror!... ¡Ah!, tunantes... ¡Bendito Dios!, ¡cómo le han puesto!... Anda, ¡que apañado estás!...». Las vecinas se enracimaban en las puertas riendo y alborotando. Jacinta estaba atónita y apenada. Pasáronle por la mente ideas extrañas; la mancha del pecado era tal, que aun a la misma inocencia extendía su sombra; y el maldito se reía detrás de su infernal careta, gozoso de ver que todos se ocupaban de él, aunque fuera para escarnecerle. Nicarona dejó sus pinturas para correr detrás de los bergantes y de la zancuda, que también debía de tener alguna parte en aquel desaguisado. La osadía del negrito no conocía límites, y extendió sus manos pringadas hacia aquella señora tan maja que le miraba tanto. «Quita allá, demonio... quita allá esas manos» le gritaron. Viendo que no le dejaban tocar a nadie, y que su facha causaba risa, el chico daba patadas en medio del corro, sacando la lengua y presentando sus diez dedos como garras. De este modo tenía, a su parecer, el aspecto de un bicho muy malo que se comía a la gente, o por lo menos que se la quería comer.

      Oyose el pie de paliza que Nicarona, hecha una veneno, estaba dando a sus hijos, y el gemir de ellos. El Pituso empezó a cansarse pronto de su papel de mico, porque eso de no poder pegarse a nadie tenía poca gracia. Lo mejor que podía hacer en su situación desairada, era meterse los dedos en la boca; pero sabía tan mal aquel endiablo potaje negro, que pronto los hubo de retirar.

      «¿Será veneno eso? —observó Jacinta, alarmada—. Que lo laven, ¿por qué no lo lavan?».

      —Pues estás bonito, Juanín—díjole Ido—. ¡Y esta señora que te quería dar un beso!

      Ávida de tocarle, la Delfina le agarró un mechón de cabello, lo único en que no había pintura. «¡Pobrecito, cómo está!...». De repente le entraron a Juanín ganas de llorar. Ya no enseñaba la lengua; lo que hacía era dar suspiros.

      «¿Pero ese Sr. Izquierdo, no está?—preguntó a Ido Jacinta llevándole aparte—. Yo tengo que hablar con él. ¿Dónde vive?».

      —Señora—replicó D. José con finura—, la puerta de su domicilio está cerrada... herméticamente, muy herméticamente.

      —Pues quiero verle, quiero hablar con él.

      —Yo lo pondré en su conocimiento—repuso el corredor de obras, que gustaba de emplear formas burocráticas cuando la ocasión lo pedía.

      —Ea, vámonos, que es tarde —dijo impaciente Guillermina—. Otro día volveremos.

      —Sí, volveremos... Pero que lo laven... ¡pobre niño! Debe de estar en un martirio horrible con ese emplasto en la cara. Di, tontín, ¿quieres que te laven?

      El Pituso dijo que sí con la cabeza. Su aflicción crecía, y poco le faltaba para romper a llorar. Todas las vecinas reconocieron la necesidad de lavarle; pero unas no tenían agua y otras no querían gastarla en tal objeto. Por fin una mujer agitanada y con faldas de percal rameado, el talle muy bajo, un pañuelo caído por los hombros, el pelo lacio y la tez crasa y de color de terra-cotta, se pareció por allí de repente, y quiso dar una lección a las vecinas delante de las señoras, diciendo que ella tenía agua de sobra para despercudir y chovelar a aquel ángel. Se le llevaron en burlesca procesión, él delante, aislado por su propio tizne, y ya con la dignidad tan por los suelos, que empezaba a dar jipíos; los chicos detrás haciendo una bulla infernal, y la tarasca aquella del moño lacio amenazándolos con endiñarles si no se quitaban de en medio. Desapareció la comparsa por una puerquísima y angosta escalera que del ángulo del corredor partía. Jacinta hubiera querido subir también; pero Guillermina la sofocaba con sus prisas. «¿Hija, sabes tú la hora que es?».

      «Sí, nos iremos... Lo que es por mí, ya estamos andando» decía la otra sin moverse del corredor, mirando a la techumbre, en la cual no veía otra cosa que el horrible tinglado donde colgaban los cueros puestos a secar. Entre tanto, la fundadora, a pesar de su mucha prisa, entablaba una rápida conversación con D. José.

      «¿No tiene usted ya nada que hacer en casa?».

      —Absolutamente nada, señora. Ya están desmentidas las últimas resmas. Pensaba yo ahora irme a dar una vuelta y a tomar el aire.

      —Le conviene a usted el ejercicio... perfectamente. Pues oiga usted, al mismo tiempo que se orea un poco, me va a hacer un servicio.

      —Estoy a disposición de la señora.

      —Se sale usted a la Ronda... tira usted para abajo, dejando a la izquierda la fábrica del gas. ¿Entiende usted?... ¿Sabe usted la estación de las Pulgas? Bueno, pues antes de llegar a ella hay una casa en construcción... Está concluida la obra de fábrica y ahora están armando una chimenea muy larga, porque va a ser sierra mecánica... ¿Se va usted enterando? No tiene pérdida. Pues entra usted y pregunta por el guarda de la obra, que se llama Pacheco... lo mismito que yo. Usted le dice: «Vengo por los ladrillos de doña Guillermina». Ido repitió, como los chicos que aprenden una lección:

      «Vengo por los ladrillos, etc...».

      —El dueño de esa fábrica me ha dado unos setenta ladrillos, lo único que le sobra... poca cosa, pero a mí todo me sirve... Bueno; coge usted los ladrillos y me los lleva a la obra... son para mi obra.

      —¿A la obra?... ¿Qué obra?

      —Hombre, en Chamberí... mi asilo... ¿Está usted lelo?

      —¡Ah! perdone la señora... cuando oí la obra, creí al pronto que era una obra literaria.

      —Si no puede usted de un viaje, emplee dos.

      —O tres, o cuatro... tantísimo gusto en ello... Si necesario fuese, naturalmente, tantos viajes como ladrillos...

      —Y si me hace bien el recado, cuente con un hongo casi nuevo... Me lo han dado ayer en una casa, y lo reservo para los amigos que me ayudan... ¿Con que lo hará usted? Hoy por ti y mañana por mí. Vaya, abur, abur.

      Ido y su mujer se deshacían en cumplidos y fueron escoltando a las señoras hasta la puerta de la calle. En la calle de Toledo tomaron ellas un simón para ganar tiempo, y el bendito Ido se fue a cumplir el encargo que la fundadora le había hecho. No era una misión delicada ciertamente, como él deseara; pero el principio de caridad que entrañaba aquel acto lo trocaba de vulgar en sublime. Toda la santa tarde estuvo mi


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