Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas. Benito Pérez Galdós

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Fortunata y Jacinta: dos historias de casadas - Benito Pérez Galdós


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¿Cree que yo me vendo?

      —¡Ay, qué delicados están los tiempos!... Usted, ¿qué se ha de vender? Falta que haya quien le compre. Y esto no es compra, sino socorro. No me dirá usted que no lo necesita...

      —En fin, pa no cansar... —replicó bruscamente José—, si me dan la ministración...

      —Una cantidad y punto concluido...

      —¡Que no me da la gana, que no me da la santísima gana!

      —Bueno, bueno, no grite usted tanto, que no somos sordas. Y no sea usted tan fino, que tales finuras son impropias de un señor revolucionario tan... feroz.

      —Usted me quema la sangre... —¿Con que destino, y si no no? Tijeretas han de ser. A fe que está el hombre cortadito para administrador. Sr. Izquierdo, dejemos las bromas a un lado; me da mucha lástima de usted; porque, lo digo con sinceridad, no me parece tan mala persona como cree la gente. ¿Quiere usted que le diga la verdad? Pues usted es un infelizote que no ha tenido parte en ningún crimen ni en la invención de la pólvora.

      Izquierdo alzó la vista del suelo y miró a Guillermina sin ningún rencor. Parecía confirmar con una mirada de sinceridad lo que la fundadora declaraba.

      «Y lo sostengo, este hijo de Dios no es un hombre malo. Dicen por ahí que usted asesinó a su segunda mujer... ¡Patraña! Dicen que usted ha robado en los caminos... ¡Mentira! Dicen por ahí que usted ha dado muchos trabucazos en las barricadas... ¡Paparrucha!».

      —Parola, parola, parola —murmuró Izquierdo con amargura.

      —Usted se ha pasado la vida luchando por el pienso y no sabiendo nunca vencer. No ha tenido arreglo... La verdad, este vendehumos es hombre de poca disposición: no sabe nada, no trabaja, no tiene pesquis más que para echar fanfarronadas y decir que se come los niños crudos. Mucho hablar de la República y de los cantones, y el hombre no sirve ni para los oficios más toscos... ¿Qué tal?, ¿me equivoco? ¿Es este el retrato de usted, sí o no?...

      Platón no decía nada, y pasó y repasó su hermosa mirada por los ladrillos del piso, como si los quisiera barrer con ella. Las palabras de Guillermina resonaban en su alma con el acento de esas verdades eternas contra las cuales nada pueden las argucias humanas.

      «Después —añadió la santa—, el pobre hombre ha tenido que valerse de mil arbitrios no muy limpios para poder vivir, porque es preciso vivir... Hay que ser indulgente con la miseria, y otorgarle un poquitín de licencia para el mal».

      Durante la breve pausa que siguió a los últimos conceptos de Guillermina, el infeliz hombre cayó en su conciencia como en un pozo, y allí se vio tal cual era realmente, despojado de los trapos de oropel en que su amor propio le envolvía; pensó lo que otras veces había pensado, y se dijo en sustancia: «Si soy un verídico mulo, un buen Juan que no sabe matar un mosquito; y esta diabla de santa tiene dentro el cuerpo al Pae Eterno».

      Guillermina no le quitaba los ojos, que con los guiños se volvían picarescos. Era una maravilla cómo le adivinaba los pensamientos. Parece mentira, pero no lo es, que después de otra pausa solemne, dijo la Pacheco estas palabras:

      «Porque eso de que Castelar le coloque es cosa de labios afuera. Usted mismo no lo cree ni en sueños. Lo dice por embobar a Ido y otros tontos como él... Ni ¿qué destino le van a dar a un hombre que firma con una cruz? Usted que alardea de haber hecho tantas revoluciones y de que nos ha traído la dichosa República, y de que ha fundado el cantón de Cartagena... ¡así ha salido él!... usted que se las echa de hombre perseguido y nos llama neas con desprecio y publica por ahí que le van a hacer archipámpano, se contentará... dígalo con franqueza, se contentará con que le den una portería...».

      A Izquierdo le vibró el corazón, y este movimiento del ánimo fue tan claramente advertido por Guillermina, que se echó a reír, y tocándole la rodilla con la mano, repitió:

      «¿No es verdad que se contentará?... Vamos, hijo mío, confiéselo por la pasión y muerte de nuestro Redentor, en quien todos creemos».

      Los ojos del chalán se iluminaron. Se le escapó una sonrisilla y dijo con viveza:

      «¿Portería de ministerio?».

      —No, hijo, no tanto... Español había de ser. Siempre picando alto y queriendo servir al Estado... Hablo de portería de casa particular.

      Izquierdo frunció el ceño. Lo que él quería era ponerse uniforme con galones. Volvió a sumergirse de una zambullida en su conciencia, y allí dio volteretas alrededor de la portería de casa particular. Él, lo dicho dicho, estaba ya harto de tanto bregar por la perra existencia. ¿Qué mejor descanso podía apetecer que lo que le ofrecía aquella tía, que debía de ser sobrina de la Virgen Santísima?... Porque ya empezaba a ser viejo y no estaba para muchas bromas. La oferta significaba pitanza segura, poco trabajo; y si la portería era de casa grande, el uniforme no se lo quitaba nadie... Ya tenía la boca abierta para soltar un conforme más grande que la casa de que debía ser portero, cuando el amor propio, que era su mayor enemigo, se le amotinó, y la fanfarronería cultivada en su mente armole una gritería espantosa. Hombre perdido. Empezó a menear la cabeza con displicencia, y echando miradas de desdén a una parte y otra, dijo: «¡Una portería!... es poco».

      —Ya se ve... no puede olvidar que ha sido ministro de la Gobernación, es decir, que lo quisieron nombrar... aunque me parece que se convino en que todo ello fue invención de esa gran cabeza. Veo que entre usted y D. José Ido, otro que tal, podrían inventar lindas novelas. ¡Ah!, la miseria, el mal comer, ¡cómo hacen desvariar estos pobres cerebros!... En resumidas cuentas, Sr. Izquierdo...

      Este se había levantado, y poniéndose a dar paseos por la habitación con las manos en los bolsillos, expresó sus magnánimos pensamientos de esta manera:

      «Mi dinidá y sinificancia no me premiten... Es la que se dice: quisiera, pero no pué ser, no pué ser. Si quieren solutamente socorrerme por que me quitan a mi piojín de mi arma, me atengo al honorario».

      —¡Alabado sea Dios! Al fin caemos en la cantidad...

      Jacinta veía el cielo abierto... pero este cielo se nubló cuando el bárbaro desde un rincón, donde su voz hacía ecos siniestros, soltó estas fatídicas palabras:

      «Ea... pues... mil duros, y trato hecho».

      —¡Mil duros!—dijo Guillermina—. ¡La Virgen nos acompañe!, ya los quisiéramos para nosotros. Siempre será un poquito menos.

      —No bajo ni un chavo. —¿A que sí? Porque si usted es chalán también yo soy chalana.

      Jacinta discurría ya cómo se las compondría para juntar los mil duros, que al principio le parecieron suma muy grande, después pequeña, y así estuvo un rato apreciando con diversos criterios de cantidad la cifra.

      «Que no rebajo ni tanto así. Lo mismo me da monea metálica que pápiros del Banco. Pero ojo al guarismo, que no rebajo na».

      —Eso, eso, tengamos carácter... ¡Pues no tiene pocas pretensiones! Ni usted con toda su casta vale mil cuartos, cuanto más mil duros... Vaya, ¿quiere dos mil reales?

      Izquierdo hizo un gesto de desprecio.

      «¿Qué, se nos enfada?... Pues nada, quédese usted con su angelito. ¿Pues qué se ha creído el muy majadero, que nos tragábamos la bola de que el Pituso es hijo del esposo de esta señora? ¿Cómo se prueba eso?...».

      —Yo na tengo que ver... pues bien claro está que es pae natural—replicó Izquierdo de mal talante—, pae natural del hijo de mi sobrina, verbo y gracia, Juanín.

      —¿Tiene usted la partida de bautismo?

      —La tengo—dijo el salvaje mirando al cofre sobre el que se sentaba Rafaela.

      —No, no saque usted papeles, que tampoco prueban nada. En cuanto a la paternidad natural, como usted dice, será o no será. Pediremos informes a quien pueda darlos.


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