Un mar de nostalgia. Debbie Macomber

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Un mar de nostalgia - Debbie Macomber


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un vistazo a los boniatos con un tenedor de cocina. Miró los tubérculos con odio y suspiró. Cuando se quedara embarazada, no volvería a comer un boniato en su vida. Un reciente informe decía que aquel tubérculo asqueroso ayudaba a incrementar los niveles de estrógeno en el cuerpo de la mujer. Con esa información, Carol llevaba comiendo boniatos todos los días desde hacía dos semanas. Debía de haber suficientes hormonas en su cuerpo para engendrar trillizos.

      Al notar que los boniatos ya estaban tiernos, les quitó el agua y los metió en el vaso de la batidora. Entonces una sonrisa asomó a sus labios. Comer boniatos era un pequeño precio para conseguir un bebé precioso… el bebé de Steve.

      —¿Le has devuelto ya la llamada a Carol? —le preguntó Lindy Callaghan a su hermano mientras entraba en la pequeña cocina del apartamento de dos habitaciones que compartía con su marido y con Steve.

      Steve Kyle la ignoró hasta que no sacó la silla y se sentó frente a él al otro lado de la mesa.

      —No —admitió secamente. No veía razón para darse prisa. Ya sabía lo que Carol iba a decirle. Lo había sabido desde que salieron del juzgado con los papeles del divorcio. Iba a volver a casarse. Bueno, pues no pensaba quedarse sentado y viendo cómo se lo restregaba por las narices.

      —Steve —insistió Lindy—. Podría tratarse de algo importante.

      —Me has dicho que no lo era.

      —Claro, eso es lo que dijo Carol, pero… No sé. Tengo la sensación de que debe de serlo. No creo que te haga ningún daño devolverle la llamada.

      Metódicamente, Steve pasó la página del periódico de la tarde y lo dobló por la mitad antes de dejarlo a un lado. Era lógico que Lindy y Rush, su marido, no comprendiesen su reticencia a la hora de llamar a su ex mujer. No les había contado los detalles que habían llevado al divorcio. Prefería mantener los recuerdos de aquella relación desastrosa fuera de su mente. Había muchas cosas que podría haber perdonado, pero no lo que Carol había hecho, no la infidelidad.

      Siendo capitán de fragata a bordo del Atlantis, Steve pasaba en el mar seis meses al año. Desde el principio, a Carol no había parecido importarle mucho que se fuera. Incluso solía bromear con ello contándole todos los planes que tenía para cuando él estuviera en el mar, y diciéndole lo contenta que estaba de quitárselo de encima durante un tiempo. Cuando él regresaba, ella siempre parecía feliz de que estuviera en casa, pero no exuberante. Si había pasado algo durante su ausencia, ella se había ocupado de todo y apenas lo había mencionado.

      Steve estaba tan enamorado de ella por aquel entonces, que no había comenzado a captar los pequeños detalles hasta mucho después. Se había engañado a sí mismo ignorando lo evidente. La necesidad física que sentían el uno por el otro había acabado con sus dudas. Hacer el amor con Carol era una de las experiencias más calientes que había tenido. Hacia el final, ella se había mostrado ansiosa por acostarse con él, pero no tan entusiasta como al principio. Steve se había mostrado confiado, ciego e increíblemente estúpido en lo que respectaba a su ex mujer.

      Entonces, por accidente, descubrió por qué ella se mostraba tan indiferente ante sus idas y venidas. Cuando Steve abandonaba la cama, su esposa infiel lo reemplazaba con su jefe, Todd Larson.

      Era incluso sorprendente que Steve no se hubiera dado cuenta antes, pero, aun así, pensando en ello, casi podía averiguar el día exacto en que había comenzado la aventura de su mujer.

      —¿Steve?

      La voz de Lindy irrumpió en sus pensamientos. Steve levantó la vista y la miró a los ojos, que parecían llenos de preocupación. Se sintió culpable al pensar en el modo en que había reaccionado ante el matrimonio de su hermana con Rush. Al enterarse de que su mejor amigo se había casado con su única hermana tras sólo dos semanas saliendo, Steve se había puesto furioso. Se había mostrado claro a la hora de explicarles cómo se sentía al respecto. Ahora se daba cuenta de que su propia experiencia matrimonial había influido en sus pensamientos, y hacía tiempo que se había disculpado. Era evidente que estaban locos el uno por el otro y Steve había permitido que su propia miseria influyera en su reacción ante la noticia.

      —De acuerdo. Le devolveré la llamada a Carol —contestó. Sabía que Lindy quería que arreglase las cosas con Carol. Lindy era feliz, auténticamente feliz, y se sentía disgustada al ver que la vida de su hermano era tan desastrosa.

      —¿Cuándo?

      —Pronto —prometió Steve.

      En ese momento se abrió la puerta de la entrada y Rush entró en el apartamento con los brazos cargados de paquetes de Navidad. Se detuvo en la cocina e intercambió una mirada sensual con su mujer. Steve contempló aquella mirada acalorada y fue como si le tirasen ácido ardiendo en las heridas a medio curar. Aguardó un momento hasta que el dolor disminuyó.

      —¿Cómo han ido las compras? —preguntó Lindy con voz sedosa y cargada de deseo al ver a su marido.

      —Bien —contestó Rush fingiendo un bostezo—, pero me temo que me han dejado agotado.

      Steve miró hacia el techo, se puso en pie y se dispuso a abandonar el apartamento.

      —¡No me digáis que vais a echaros otra cabezadita!

      Lindy se sonrojó y miró para otro lado. En los últimos días, los dos habían echado más cabezaditas que un recién nacido.

      —De acuerdo —añadió Steve alcanzando su chaqueta de cuero—. Os dejaré algo de privacidad.

      Una mirada de Lindy le indicó que se sentía agradecida. Rush detuvo a Steve de camino a la puerta y sus ojos revelaron una gran apreciación.

      —Hemos decidido buscar un lugar para nosotros inmediatamente, pero no creo que podamos mudarnos hasta principio de año. Sé que es una inconveniencia que tengas que marcharte, pero…

      —No te preocupes —dijo Steve riéndose y dándole una palmadita a su amigo en la espalda—. Yo también fui un recién casado una vez.

      Steve trató de sonar indiferente al decir aquello, pero no creyó conseguirlo. Estar expuesto constantemente al amor que había entre su amigo y su hermana era difícil, porque comprendía su necesidad demasiado bien. Había habido un tiempo en que una sola mirada entre él y Carol bastaba para hacer saltar chispas. Su deseo parecía prenderse fuego con sólo un roce y no les daba tiempo ni a llegar a la cama. Steve había estado locamente enamorado de ella. Carol había despertado todos sus sentidos, encendiendo su deseo de poseerla por completo. Las únicas veces en las que sentía que había conseguido eso era cuando hacían el amor. Sólo entonces, Carol había sido enteramente suya. Y esas veces habían sido demasiado breves.

      En la calle, el cielo estaba oscuro y cubierto de nubes grises. Steve comenzó a andar y se dirigió hacia el centro comercial. No tenía muchas compras navideñas que hacer, pero le parecía tan buen momento como cualquier otro para realizar esa tarea.

      Dudó un instante frente a una cabina telefónica y dejó escapar un suspiro. Sería mejor que llamara a Carol y zanjara todo el asunto. Quería regocijarse delante de él, y se lo permitiría. Al fin y al cabo, era una época para ser caritativo.

      El teléfono sonó cuando Carol entraba por la puerta. Se detuvo, dejó el bolso sobre la encimera de la cocina y observó el aparato. El corazón le latía con tanta fuerza que tuvo que pararse y aclarar sus ideas. Era Steve. Era como si el teléfono estuviera deletreando su nombre en código Morse.

      —¿Sí? —dijo al contestar finalmente.

      —Lindy me ha dicho que habías llamado —dijo él secamente y sin emotividad alguna.

      —Sí, te llamé —murmuró ella.

      —¿Quieres decirme por qué voy a tener que adivinarlo? Confía en mí, Carol, no estoy de humor para jugar a las adivinanzas contigo.

      Aquello no iba a ser fácil. Steve sonaba frío y distante. Ya lo había imaginado, pero eso no disminuía el efecto que le producía.

      —Pensé


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