El mármol. Cesar Aira
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I
CUANDO ME BAJÉ LOS PANTALONES incliné la cabeza y miré mis piernas, los genitales, los muslos, un conjunto tridimensional, sólido, algo levantado por presión de la superficie sobre la que estaba sentado. La visión tuvo algo de sorpresa, de gratificación. No es que me hubiera olvidado de la existencia de mi cuerpo, ni que la hubiera negado. Pero no la había tenido presente en todo el día, y quizás hacía varios días que no la llevaba a la conciencia, ocupada en problemas, obligaciones, distracciones, en todas las tareas grandes o pequeñas a que nos obliga lo cotidiano. Y de pronto… ahí estaban, mis miembros de placer y de locomoción, sanos y en forma, recordándome que como estaban ellos estaban también los pies que no veía en ese momento y el pecho y los brazos y la cabeza y todos los órganos internos, y hasta los ojos que veían… Me recordaban que lo animal en mí seguía vivo, lo biológico, la representación individual de la especie; un recordatorio de potencia de acción, una promesa de tiempo y movimiento. Fue una visión fugaz; no me demoré contemplando lo que conocía tan bien: fue el primer instante el que contó, y la sensación de íntima felicidad que persistió, sin una causa explícita, sin mucha justificación, pero persistió. Basta tan poco para alzarnos por encima del trabajo trivial y absorbente de negociar el día-a-día.
Como digo, fue un instante. Me demoré en relatarlo y explicarlo, y ahora que lo he hecho descubro que no puedo recordar en qué circunstancia me bajé los pantalones. Estoy seguro de que es uno de esos olvidos momentáneos, que se resisten obstinadamente al recuerdo cuando uno trata de forzar la memoria, pero ceden a él un rato después, de forma tan inexplicable e inmotivada como se produjeron. Así que espero, con la pluma suspendida a unos centímetros del papel… Pero no, no viene. Supongo que es porque estoy tratando de recordar, y la clave está en no tratar, olvidarse. Olvidarse para recordar. Tendré que esperar un rato, pensando en otra cosa, y entonces sí volverá, claro y entero, acompañado de una sonrisa, o una risita secreta, disipado ese pequeño vacío y restituida la integridad de los hechos.
Pero descubro que no puedo, por ahora, olvidarme y pensar en otra cosa. En todo caso, lo dejo para más tarde. Ahora no puedo porque me asalta (y quiero dejarme asaltar por ella: quiero disfrutarla) una infinita perplejidad ante la naturaleza del hecho. ¿Cómo pudo ser que yo me haya sacado los pantalones fuera de mi casa, en pleno día…? Estas dos últimas circunstancias las sé porque van unidas a la visión en sí, la que me quedó impresa: la luz era diurna, no artificial, venía del cielo; y definitivamente no estaba en mi casa… ¿Entonces? El enigma se ahonda. Uno puede olvidarse dónde o cuándo estornudó, o vio un perro Chow Chow, o hizo o le pasó cualquier otra cosa intrascendente. Pero bajarse los pantalones no es algo que se confunda con el fluir de actividades y percepciones, no es algo que pase inadvertido ni para los demás ni para uno mismo.
Trato de exprimir más datos de la única visión o el único momento que me quedó. (Mi pluma volvió a posarse en el papel hace rato. Renuncié a la espera pasiva.) Trato de encontrar el hilo que me lleve al recuerdo. Un solo dato, el mínimo, bastaría… Pero el único dato que logro sacar de la galera no podría ser más intrigante: yo estaba sentado, al sacarme los pantalones, sobre un mármol.
¿Un mármol? Mi desconcierto llega al máximo. No tengo dudas de que era mármol porque el mármol, o al menos la palabra, quedó adherido, no sé por qué, a la sensación original. No tiene nada que ver con la felicidad que me produjo esta, pero ahí está: mármol.
A todo esto, la sensación dichosa con la que empecé no se extingue. No la apaga el olvido, obstinado en no restituirme la ocasión del hecho; tampoco la desluce el enigma del mármol. Al contrario, el mármol le da un toque de extrañeza, de lujo exótico, de una cierta monumentalidad antigua. Viene a sumarse a una perplejidad que en sí misma es gratificante. Yo que no hago más que quejarme de lo aburrida y gris que es mi vida, de pronto me veo frente a un episodio atrevido y memorable, casi una aventura. No se me escapa que pudo ser algo banal, o hasta sórdido y deprimente. Existe esa posibilidad, si bien no le doy mucho crédito a priori, tan tímido y pacato me sé. Pero gracias a ese oportuno blanco en la memoria puedo conservar la incertidumbre en la que se aloja lo novelesco y legendario. Ahí está lo precioso de este segundo momento, y su fragilidad: de pronto, seguramente en unos instantes, se hará el recuerdo, todo se pondrá en su lugar, el mármol quedará explicado y la visión feliz de mis piernas desnudas, puesta en contexto, será apenas una de esas pequeñas alegrías inmotivadas que se dan en la vida, aun en vidas tan poco interesantes como la mía.
De modo que, en realidad, no quiero recordar. Lo que hace un momento me parecía que merecía un esfuerzo ahora me parece que merece un esfuerzo en contra. Quiero pensar en otra cosa, para preservar el olvido; pero recuerdo que lo más eficaz para traer algo a la memoria es no esforzarse en recordarlo sino pensar en otra cosa. De cualquier modo no puedo evitarlo porque me viene a la cabeza algo más. Me pregunto por qué quise dejar registrado por escrito el momento original. Trato de reconstruir la decisión. Aunque no importa si no puedo reconstruirla (no vale la pena molestarse) porque la decisión puedo volver a tomarla, y seguramente lo haré en los mismos términos, ya que sigo siendo el mismo que cuando me senté a escribir.
Quise preservar, poniéndola en negro sobre blanco, una felicidad que por mínima e inmotivada no habría tenido, de otro modo, en qué apoyarse.
II
PERO SUCEDE QUE REALMENTE PUEDO PENSAR EN OTRA COSA, porque de pronto se me ocurre algo intrigante… Intrigante en sí mismo, y también en su relación con lo que me estaba preocupando hasta aquí: el mármol. Es algo que he tenido dando vueltas en mi pensamiento desde ayer, y ha hecho volar mis ideas por cielos tan distantes que, quizás, fue lo que causó la feliz sorpresa de constatar la persistencia de mi volumen animal. Fue como volver, inesperadamente, de lo abstracto a lo concreto, de lo exótico e inexplicable a lo más íntimo y cotidiano, y darse cuenta de que por lejos que vaya el pensamiento el cuerpo y sus atributos siguen ahí, donde estuvieron siempre. Y el vehículo para este largo viaje instantáneo de regreso fue el mármol, si no la piedra así llamada la palabra que la nombra, “mármol”.
Me pasó ayer, como dije; no fue del todo una novedad porque ya me lo había contado mi esposa, y una vecina, y yo además lo sabía por haberlo