Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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del pabellón?

      —¡Pues vamos a matarlo!

      —Bastará con que no dé la voz de alarma.

      —¡Lo estrangularemos!

      Al llegar a unos cien pasos de la quinta, Yáñez dijo: -¿Ves ese soldado? Creo que se durmió con el fusil entre las manos. Lo amordazaremos con mi pañuelo. Yo tengo preparado el kriss. ¡Si da un solo grito, lo mato!

      Arrastrándose como serpientes, llegaron junto al soldado.

      —¿Estás listo? —preguntó Sandokán en voz baja.

      —¡Adelante!

      Con un salto de tigre Sandokán cayó sobre el joven soldado y lo tiró a tierra.

      Yáñez se lanzó detrás. Amordazó al prisionero, lo ató de manos y pies y le dijo, en tono amenazador:

      —¡Si haces un solo movimiento, te atravieso el corazón!

      En seguida se volvió hacia Sandokán.

      —Y ahora, ¿sabes cuáles son las ventanas de Mariana?

      —Sí —exclamó el pirata—. Encima de aquel emparrado.

      De pronto retrocedió con un verdadero rugido. -¡Han cerrado con rejas sus ventanas!

      —¡No importa! -repuso Yáñez.

      Recogió varias piedrecillas y lanzó una contra los vidrios, produciendo un ligerísimo ruido. Los dos piratas retenían el aliento, presa de viva emoción.

      No contestaron. Yáñez lanzó otra piedra, y luego otra más.

      De súbito se abrió la ventana y Sandokán vio dibujarse a la luz azulada de la luna una figura que reconoció en seguida.

      —¡Mariana! -murmuró levantando los brazos hacia la jovencita, que se había inclinado sobre la reja.

      Al verlo la joven lanzó un grito ahogado.

      —¡Ánimo, Sandokán! —dijo Yáñez, saludando galantemente a la joven—. ¡Súbete a la ventana! Pero apresúrate, no corren muy buenos vientos para nosotros.

      Sandokán se encaramó en el emparrado y se aferró a los hierros de la ventana.

      —¡Tú! —exclamó la joven, loca de alegría—. ¡Gracias a Dios!

      —¡Mariana! —murmuró el pirata, cubriéndole de besos las manos—. ¡Por fin vuelvo a verte!

      —¡Verte después de haberte llorado por muerto! Esta es una alegría demasiado grande, amor mío.

      —No muere con tanta facilidad el Tigre de la Malasia, Mariana. Pasé sin un rasguño entre los tiros de tus compatriotas; atravesé el mar, llamé a mis hombres y he vuelto a la cabeza de cien tigres, dispuesto a todo para salvarte. -¡Sandokán! ¡Sandokán!

      —Dime, Mariana, ¿está aquí el lord?

      —Sí, y me tiene prisionera por temor a que reaparezcas. En las habitaciones bajas hay vigilancia durante la noche. Estoy encerrada entre bayonetas y rejas y no puedo dar un paso al aire libre. Temo que no podré ser nunca tu mujer, porque mi tío, que me odia, interpondrá entre tú y yo la inmensidad del océano.

      Dos lágrimas cayeron de sus ojos.

      —¡No llores, amor mío, o me vuelvo loco! Mis hombres no están lejos; hoy son pocos, pero mañana serán muchos, y ya sabes qué clase de hombres son los míos. Entraremos aunque haya que derribar barricadas y prenderle fuego a la quinta. ¿Quieres que te lleve esta misma noche? Tan sólo somos dos, pero haremos pedazos las rejas que te tienen prisionera. ¡Pagaremos con nuestras vidas tu libertad! ¡Habla, Mariana, porque mi amor por ti me da tanta fuerza que soy capaz de atacar yo solo esta casa!

      —¡No! —exclamó ella—. Muerto tú, ¿qué sería de mí? ¿Crees que podría sobrevivirte? Tengo confianza en que me salvarás, pero cuando puedas derrotar a los que me tienen encerrada.

      En ese momento se oyó bajo el emparrado un ligero silbido.

      —Es Yáñez que se impacienta —dijo Sandokán.

      —Quizás haya visto algún peligro. ¡Dios mío, ha llegado la hora de la separación! Si no volviéramos a vernos...

      —¡No lo digas, amor mío, porque adonde te lleven iré a buscarte!

      Se escuchó otro silbido del portugués.

      —¡Márchate —dijo Mariana—, creo que corres un gran peligro!

      —¡Dejarte! No puedo decidirme a dejarte.

      —¡Huye, Sandokán! ¡Oigo pasos en el corredor! Resonó en la habitación una voz que gritaba: -¡Miserable!

      Era el lord. Cogió a Mariana por un brazo para apartarla de la reja, y al mismo tiempo se oyó descorrer los cerrojos de la puerta de la planta baja.

      —¡Huye! —gritó Yáñez.

      —¡Huye, Sandokán! —repitió Mariana.

      No había un solo instante que perder. Sandokán, que comprendió que estaba perdido si no huía, atravesó de un salto el emparrado y se precipitó hacia el jardín.

      R

      Cualquier otro hombre que no fuera indio o malayo se hubiera roto las piernas al dar ese salto. Pero Sandokán era duro como el acero y tenía la agilidad de un mono.

      Apenas tocó tierra, se puso de pie y empuñó el kriss en actitud de defensa. Por fortuna, allí estaba el portugués.

      —¡Huye, loco! ¿Quieres que te acribillen?

      —¡Déjame! —exclamó el pirata, presa de intensa excitación—. ¡Asaltemos la quinta!

      Cuatro soldados aparecieron en una ventana, apuntándole con los fusiles.

      —¡Sandokán, ponte a salvo! —se oyó gritar a Mariana.

      El pirata dio un salto que fue saludado con una descarga de fusilería, y una bala le atravesó el turbante. Se volvió rugiendo e hizo fuego, hiriendo a un soldado en medio de la frente.

      —¡Ven! —gritó Yáñez y lo arrastró hacia la empalizada—. ¡Ven, imprudente testarudo!

      Se abrió la puerta de la casa y diez soldados, seguidos de indígenas provistos de antorchas, salieron al jardín. El portugués hizo fuego por entre el follaje. El sargento que mandaba el grupo cayó en tierra.

      —¡Mueve las piernas, hermanito!

      —¡No puedo decidirme a dejarla sola!

      Te he dicho que huyas. ¡Ven o te llevo yo! Aparecieron más soldados. Los piratas ya no dudaron más. Se metieron en medio de la maleza y se lanzaron a la carrera hacia la cerca.

      —¡Corre, hermanito! —dijo el portugués—. Mañana les devolveremos los tiros.

      Temo haberlo estropeado todo. Ahora ya saben que estoy aquí y no se dejarán sorprender.

      —Pero si los paraos han llegado, tendremos cien tigres para lanzarlos al asalto.

      —¡Me da miedo el lord! Es capaz de matar a su sobrina antes que dejar que caiga en mis manos.

      —¡Demonio! —exclamó Yáñez con furia—. No había pensado en eso.

      Iba a detenerse a tomar un poco de aliento, cuando en medio de la oscuridad vio unos reflejos rojizos.

      —¡Los ingleses! —exclamó—. Nos persiguen a través del parque. ¡Volemos, Sandokán!

      A cada paso la marcha se hacía más difícil. Por todos lados había grandes árboles que apenas


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